Ayn Rand - Los que vivimos

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– ¿Yo?

– Sí; tú. El amor de una mujer como tú es eso.

– ¿Y qué es una mujer como yo?

– Pues lo mismo que un templo, o que una marcha militar…

– Bebamos, Andrei.

– ¿Quieres beber?

– Sí; ahora.

– Bien.

La satisfizo. Observó el brillo de la copa que Kira llevaba a sus labios, una línea fina de luz que ondeaba entre sus dedos, que parecían dorados por el reflejo. Dijo:

– Brindemos por algo que sólo pueda ofrecer en un sitio como éste. ¡Brindemos por mi vida!

– ¿Por tu nueva vida?

– ¡Por mi vida única!

– Andrei, ¿y qué sucedería si debieras perderla?

– No puedo perderla.

– ¡Pero pueden ocurrir tantas cosas…! No quiero tener tu vida en mis manos.

– Pero la tienes. De modo que será mejor que no la dejes caer.

– Andrei, debes pensar… alguna vez… que es posible que… ¿Qué sucedería si a mí me pasase algo?

– ¿Por qué pensar en ello?

– Porque es posible.

Ella se dio cuenta, de pronto, de que cada palabra de él era el eslabón de una cadena que ella no podría romper.

– También es posible que cada uno de nosotros tenga que enfrentarse con una sentencia de muerte. ¿Y acaso esto significa que tengamos que prepararnos a morir?

Capítulo cuarto

Se marcharon temprano del Roof-Garden, y Kira pidió a Andrei que la acompañara a su casa. Estaba cansada y no le miraba. El dijo:

– Muy bien, querida.

Llamó a un taxi, y respetó su silencio mientras la cabeza de Kira reposaba sobre su hombro, y él, cogiendo una de sus manos, le iba acariciando los dedos sin decir una palabra.

La dejó a la puerta de la casa de sus padres. Ella aguardó en un rellano oscuro hasta que oyó alejarse los pasos de él; luego siguió aguardando todavía unos minutos, apoyada en una fría vidriera; más allá se veía un tubo de desagüe y una desnuda pared de ladrillo con una ventana, en la que vacilaba convulsivamente una vela amarilla y subía y bajaba la sombra gigantesca de un brazo de mujer, sin razón aparente, como una máquina. Luego Kira bajó y tomó el tranvía.

De vuelta a su casa, al pasar por el cuarto de Marisha oyó la voz de un desconocido en su propia habitación, una voz lenta, profunda, arrastrada, que se detenía con mucho cuidado a cada sílaba. Abrió la puerta.

La primera persona a quien vio fue Antonina Pavlovna, con un turbante de brocado verde y la barbilla echada hacia adelante con aire inquisitivo; luego vio a Leo, y finalmente, al hombre de la voz arrastrada, y sus ojos se helaron mientras él, levantándose, le echaba una rápida mirada de apreciación y de sospecha.

– Bien, Kira; creía que pasabas la noche en la reunión de cicerones. ¡Y eso que dijiste que no ibas a tardar!

– le dijo con brusquedad Leo, mientras Antonina Pavlovna murmuraba:

– Buenas noches, Kira Alexandrovna.

– Lo siento, me escapé en cuanto pude -contestó Kira mirando al hombre.

– Kira, permítame que le presente a Karp Karpovitch Morozov, Kira Alexandrovna Argounova.

Kira no se dio cuenta de que el grueso puño de Karp Karpovitch se cerraba sobre su mano. Le miraba- a la cara. Su cara estaba cubierta de grandes pecas rubias; sus ojos eran azules y semicerrados, su boca muy roja y su nariz muy corta, con las fosas verticales. Kira le había visto dos veces. Se acordó del especulador de la estación Nikolevsky y del vendedor de salchichones en el mercado.

Se quedó inmóvil, sin quitarse el abrigo, sin decir una palabra, fría de miedo, un miedo súbito e inexplicable.

– ¿Qué te pasa, Kira? -preguntó Leo.

– Leo, ¿no hemos visto antes al ciudadano Morozov? '

– No lo creo.

– Nunca he tenido este placer, Kira Alexandrovna -dijo Morozov, mirándola con ojos a la vez astutos y complacientes.

Mientras Kira se quitaba lentamente el abrigo, Morozov se volvió a Leo:

– Y la tienda, Lev Sergeievitch, la pondremos en los alrededores del mercado Kousnetzky, uno de los mejores puntos. Tengo ya puestos los ojos en un establecimiento por alquilar que es exactamente lo que necesitamos. Un escaparate, una tienda pequeña, pocos metros cuadrados que pagar. He dado una buena suma al Upravdom, y éste nos permitirá disponer de un buen sótano; esto es lo que nos conviene. Mañana iremos; le gustará. El abrigo de Kira cayó al suelo. Leo se inclinó a recogerlo. Sobre la mesa había una lámpara, y a su luz Kira pudo ver la cara de Morozov inclinada hacia la de Leo, y sus gruesos labios que susurraban lentamente a su oído palabras astutas y culpables. Miró atentamente a Leo, pero Leo no la miraba a ella; sus ojos eran fríos y se abrían con una extraña excitación. Kira permanecía en la penumbra, fuera de la luz de la lámpara, y los dos hombres no se fijaban en ella. Antonina Pavlovna le echó una mirada larga e inexpresiva y luego se volvió hacia la mesa dejando caer la ceniza de su cigarrillo.

– ¿Qué clase de tipo es el Upravdom?

– No puede ir mejor -sonrió Morozov-, es un tipo cordial, fácil, práctico. Bastarán algunos billetes de diez rublos y un poco de vodka de vez en cuando, y cierto cuidado al tratar con él; no nos costará mucho. Le he dicho que dejase la tienda limpia para usted. Y mandaremos hacer rótulos nuevos: "Productos alimenticios, Lev Kovalensky."

– ¿De qué hablan ustedes? Kira lanzó estas palabras a Morozov con la violencia de una explosión. Estaba junto a él, con el pelo desordenado y la cara cubierta de trecho en trecho por la sombra proyectada por la lámpara. Morozov se apartó un poco, acercándose a la mesa. -Estábamos discutiendo un asuntillo, Kira Alexandrovna -dijo en tono conciliador.

– Yo te lo explicaré después, Kira -dijo Leo, y sus palabras encerraban una orden.

En silencio, Kira acercó una silla a la mesa, y se sentó frente a Morozov, inclinada hacia adelante, apoyándose en sus rodillas cruzadas. Morozov prosiguió, esforzándose en no mirar aquellos fijos, ojos que parecían escrutarle y cribar cada una de sus palabras:

– Ya comprende la ventaja de esta combinación, Lev Sergeievitch. El título de comerciante privado no es fácil de llevar en estos tiempos. Considere, por ejemplo, el alquiler. Si decimos qu«el único propietario es usted, el alquiler no será muy grande, porque usted sólo tiene una habitación, mientras nosotros tenemos tres habitaciones grandes. Tonia y yo, y si llegasen a considerarme a mí comerciante privado

– ¡Dios Todopoderoso!-, el alquiler solo ya nos arruinaría.

– Está bien -dijo Leo-; ya daré yo el nombre. Lo mismo me da que me llamen comerciante privado que Nicolás II o que Mefistófeles.

– ¡Magnífico! -Morozov rió demasiado fuerte, y su barba y su vientre temblaron convulsivamente-. ¡Magnífico! Y usted, señor Lev Sergeievitch, no se arrepentirá de ello. Las ganancias -¡que Dios las bendiga!- las ganancias dejarán a los llamados antiguos burgueses a la altura de unos pobres miserables. Con nuestro pequeño proyecto nadaremos en dinero, con tanta facilidad como si lo recogiéramos por la calle. Un año o dos, y llegaremos a ser los dueños de nosotros mismos. Algunos cientos de rublos distribuidos oportunamente nos permitirán ahuecar el ala, a París, a Niza, a Montecarlo; en fin, a cualquiera de esos deliciosos puntos del extranjero.

– Sí -dijo Leo con voz cansada-, al extranjero. Luego sacudió la cabeza como para librarse de un pensamiento insoportable, y volviéndose imperiosamente a Morozov, le preguntó en un tono casi de mando:

– Pero ¿y aquel amigo suyo, el comunista? Este es el punto peligroso. ¿Ya está usted seguro de él?

Morozov abrió los brazos en un amplio gesto, sacudió levemente la cabeza con aire de reconvención y sonrió tranquilizadoramente: -Pero, Lev Sergeievitch, alma mía, ¿acaso se figura usted que soy un niño inocente que da sus primeros pasos en los negocios? Estoy seguro de él, tan seguro como de la eterna salvación de nuestras almas; ya ve usted si estoy seguro. Es el muchacho más inteligente que se puede encontrar, listo y razonable. Y no es uno de estos pretenciosos que gustan de oírse hablar. No es tampoco de aquellos que no ven en la vida más que palabras vacías y arenques salados. No, señor. Sabe cuándo tiene pan con mantequilla y no lo deja escapar. Y, además, le gustan las grandes aventuras. Uno de nosotros, si le cogen, puede salirse del paso con diez años en Siberia; pero para un hombre del Partido es el piquete de ejecución, sin tiempo ni para decir adiós.

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