Ayn Rand - Los que vivimos

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Pavel Syerov daba vueltas por la estancia, tambaleándose, agitando en la mano una botella vacía y murmurando insistentemente, en voz quejumbrosa:

– Un trago… ¿Quién quiere un trago…? ¿Hay alguien que quiera un trago?

– Vete a paseo, Pavel, ¿no ves que la botella está vacía? -le gritó alguien desde la oscuridad.

Pavel se detuvo. Levantó la botella y la miró al trasluz, escupió y la arrojó encima de la mesa.

– ¿Creéis que ya no tengo más? -dijo amenazándoles con el puño-. ¿Creéis que soy un miserable que os quiere hacer morir de sed? ¿Que soy un pobre desgraciado que no puede permitirse el lujo de beber un poco de vodka? ¿Esto os figuráis? Bien, vais a ver… vais a ver si puedo permitirme ciertos lujos… vais a ver…

Hurgó en una caja debajo de la cama y se levantó vacilando y blandiendo una botella por descorchar. -Conque no puedo permitírmelo, ¿eh? -dijo riendo, y se precipitó hacia el rincón de donde había salido la voz. Rió a las blancas manchas que le contemplaban atónitas, agitó la botella haciéndole describir un ancho círculo, y la estrelló ruidosamente contra una estantería llena de libros. Una de las muchachas dio un grito. El cristal se esparció en una lluvia tintineante, y un hombre profirió una blasfemia.

– ¡Mis medias, Pavel, mis medias! -sollozó una joven levantándose la falda sobre sus piernas mojadas. La mano de un hombre la cogió, en la oscuridad.

– No importa, amor mío, quítatelas.

Pavel Syerov gritaba, triunfante:

– Conque no puedo permitírmelo, ¿verdad? ¿Puedo o no? Pavel Syerov puede permitírselo todo. ¡Todo, en esta tierra maldita! ¡No hay nada que Pavel no pueda permitirse…! ¡Os puedo comprar a todos, en cuerpo y alma!

Alguien se había arrastrado debajo de la mesa y andaba buscando otras botellas; se oyó llamar a la puerta.

– ¡Adelante! -gritó Pavel.

Nadie entró. Llamaron de nuevo.

– ¿Qué diablos sucede? ¿Qué diablos quiere usted?

Pavel corrió tambaleándose a la puerta y la abrió. Su vecina, una mujer pálida y gruesa, estaba en el corredor, tiritando de frío en su camisón de franela, envolviéndose los hombros en una vieja bufanda, con mechones grises de pelo sobre sus ojos ensoñados.

– Ciudadano Syerov -gritó indignada-, ¿quieren ustedes terminar con este escándalo? A estas horas resulta indecente… Ustedes, los jóvenes, no tienen, vergüenza ni temor de Dios… ni…

– ¡Fuera, abuela, fuera! -gritó Pavel Syerov-, esconda la cabeza bajo la almohada y cierre esta maldita boca. ¿Acaso prefiere que la lleve a la G. P. U.?

La mujer se retiró precipitadamente, persignándose. La camarada Sonia estaba sentada en un rincón junto a la ventana, fumando. Llevaba un traje sastre de color caqui, con bolsillos a los lados y sobre el pecho, de excelente paño extranjero; pero había dejado caer ceniza sobre su falda. A su lado, una voz de muchacha suplicaba con triste cantilena:

– Dime, Sonia, ¿por qué has echado de la oficina a Dashka? Necesitaba el empleo, y honradamente…

_ No discutamos asuntos de negocios fuera de las horas de ofi-

cina -replicó Sonia-; aparte de que mis decisiones obedecen

siempre al bien de la colectividad.

_ ¡No tengo la menor duda! Pero óyeme, Sonia…

La camarada Sonia observó a Pavel, que estaba todavía junto a la puerta, sin tenerse apenas en pie. Se levantó y se acercó a él, sin hacer caso de la muchacha, a la que dejó a media frase.

– Ven aquí, Pavel -le dijo arrastrándole con su fuerte brazo hacia una silla-, vale más que te sientes. Vamos: deja que te instale aquí.

– Eres una buena amiga, Sonia -murmuró él, mientras ella le acomodaba un almohadón detrás de la espalda-, una verdadera amiga. ¡No vas a reñirme porque haya metido un poco de bulla!

– ¡Claro está que no!

– Pero tú no crees que yo no pueda permitirme beber un poco de vodka, ¿verdad?, como creen algunos de esos cretinos.

– Claro está que no, Pavel. Pero hay gente que no te sabe apreciar.

– Esto es. Aquí está el mal. No se me aprecia. Pero yo soy un gran hombre; llegaré a ser un verdadero personaje. Pero ellos no tienen idea. Nadie tiene idea. Llegaré a ser un hombre poderoso. A mi lado, los capitalistas extranjeros no serán más que unos pordioseros. Esta es la palabra: unos pordioseros… daré órdenes incluso al camarada Lenin.

– Pavel, nuestro gran jefe murió.

– Es verdad. Tienes razón. El camarada Lenin murió, pero ¿qué importa? Quiero beber, Sonia. Estoy muy triste. El camarada Lenin ha muerto.

– Este sentimiento te honra, Pavel, pero ahora será mejor que no bebas más.

– Estoy muy triste, Sonia. Nadie me aprecia.

– Yo sí, Pavel.

– Tú eres una amiga, Sonia, una verdadera amiga… Encima de la cama, Víctor estrechaba a Marisha entre los brazos. Marisha reía en voz baja contando los botones de la chaqueta de Víctor, pero al llegar al tercer botón perdía la cuenta y tenía que volver a empezar. Murmuraba:

– Eres un caballero, Víctor; esto es lo que eres: un caballero…

Por esto te quiero, porque eres un caballero, mientras yo no soy más que una muchacha de la calle. Mi madre era cocinera antes de… antes de… En fin, antes. Me acuerdo de que hace muchos años trabajaba en una casa muy grande, en que había coches y caballos, y cuarto de baño, y yo ayudaba a mi madre a lavar la verdura en la cocina. Y había un joven elegante, el hijo de la casa, que llevaba un uniforme muy bonito, y hablaba lenguas extranjeras… Se parecía a ti, y yo no me atrevía ni siquiera a mirarle.

Y ahora… tengo a un caballero mío, todo para mí -dijo riendo

de felicidad-. ¿No es chocante? ¡Yo, Marisha, aquella que lim

piaba la verdura!

– ¡Cállate! -dijo Víctor, besándola, mientras su cabeza se caía de sueño.

Junto a ellos una muchacha rió en la oscuridad y preguntó:

– ¿Cuándo os casáis, vosotros dos?

– Déjanos en paz -dijo Marisha con un gesto de la mano-. Nos vamos a casar. Somos novios.

La camarada Sonia había acercado una silla a Pavel, y éste se ha bía tendido, con la cabeza en el regazo de ella, que le acariciaba los cabellos. La mano de Pavel vagaba por la chaqueta caqui de Sonia. Pavel murmuraba:

– Eres una mujer excepcional, Sonia… una mujer maravillosa…tú me comprendes…

– Sí, Pavel; siempre he dicho que tú eres el más inteligente y más brillante de todos los jóvenes de nuestra colectividad.

– Eres verdaderamente maravillosa, Sonia.

Y seguía besándola y repitiendo:

– Nadie me aprecia.

La había tendido en el suelo y se inclinaba sobre su cuerpo cálido y pesado, murmurando:

– Un hombre necesita una mujer… una mujer buena y robusta, inteligente y comprensiva. ¿Para qué sirven aquellas espantapájaros…? A mí me gusta una mujer como tú, Sonia.

Sin saber como, Pavel se encontró en la pequeña despensa que separaba su habitación de la del vecino. Una ventana cubierta de telarañas, bajo el techo, dejaba pasar un polvoriento rayo de luna sobre un alto montón de cajas y cestas. Pavel se apoyaba sobre el hombro de Sonia balbuciendo:

– Se figuran que Pavel Syerov es uno de esos desgraciados que se pasan la vida comiendo en el cubo de la basura. ¡Ya verán! Pavel Syerov les hará ver que tiene el látigo por el mango… tengo un secreto, Sonia, un gran secreto… pero no te lo puedo decir… Pero siempre te quise bien, Sonia. Siempre he deseado una mujer como tú, Sonia, fuerte y robusta.

Cuando quiso echarse sobre una gran canasta de mimbre, el montón de cajas se tambaleó y cayó con gran estrépito. Los vecinos protestaron, dandofuriosos golpes en la pared. Pero la camarada Sonia y Pavel Syerov, echados en el suelo, no hicieron caso.

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