Ayn Rand - Los que vivimos
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Cuando Víctor hubo logrado desembarazarse de ella, Galina Petrovna palmoteo el hombro de Vasili Ivanovitch, repitiendo:
_ ¡Qué contenta estoy, Vasili! ¡Estoy muy contenta! Víctor es un muchacho del que puedes estar orgulloso.
Vasili Ivanovitch sacudió la cabeza como si no la hubiera oído. Irina acudió a llevarse a su tía.
Cuando entró Kira, la primera persona a quien vio fue a Andrei, que estaba solo junto a una ventana. Se paró en el umbral. Los ojos de Andrei se posaron en ella, y luego, lentamente, se volvieron hacia el hombre que la acompañaba. Leo sonrió levemente, con aire de superioridad.
Kira se dirigió en seguida hacia Andrei, muy erguida, graciosa, supremamente segura de su magnífico traje, y le tendió la mano diciéndole en alta voz:
– Buenas tardes, Andrei. Estoy muy contenta de verle. Los ojos de él le dijeron que la había comprendido, que sería prudente, y al mismo tiempo, su mano estrechaba la de ella, sonriéndole con una sonrisa amistosa e impersonal. Leo se les acercó lentamente, con aire de indiferencia. Saludó a Andrei, y le preguntó cortésmente, en voz mesurada, pero sin dejar de sonreír con insolencia:
– ¿Cómo? ¿De modo que también es usted amigo de Víctor?
– Lo mismo que usted -repuso Andrei.
Kira se alejó sin prisa para ir a felicitar a los novios. De paso saludó a sus conocidos, sonriente, y habló un momento con Irina. Sabía que la mirada del hombre que estaba junto a la ventana la seguía, y por lo mismo, no quiso volverse.
Había hablado ya con muchos otros invitados antes de volver a acercarse, como por casualidad, a Andrei. Leo, al otro lado de la sala, estaba escuchando a Lidia.
Andrei susurró rápidamente:
– Víctor me había invitado muchas veces, pero nunca había aceptado. Vine porque sabía que tú estarías. Hace tres semanas…
– Ya lo sé, Andrei, y lo siento; pero no he podido. Luego te explicaré. Estoy contenta de verte, pero sé prudente.
– Pierde cuidado, Kira. ¡Qué hermoso traje! ¿Nuevo?
– Sí. Es un regalo de mamá.
– Kira, ¿siempre vas con él a las fiestas? -¿Te refieres a Leo?
– Sí.
– Supongo que no vas a querer imponerme los amigos con quienes…
– Kira -dijo él, desconcertado por la firme expresión de ella-, lo siento… Naturalmente, no quería… perdóname. Sé que no tengo derecho a decir nada; pero, ¿ves tú?, nunca me ha gustado ese muchacho.
Ella sonrió alegremente, afectuosa, como si no hubiese ocurrido nada, e, inclinándose a la sombra de la ventana, le estrechó los dedos entre los suyos. -No te atormentes -murmuró.
Y al alejarse de él, se volvió y, sacudiendo la cabeza, le dirigió, entre los rizos desordenados de su pelo, una mirada de comprensión tan cálida y centelleante, que Andrei contuvo el aliento, conmovido por el secreto que guardaban para ellos dos solos, en medio de gente extraña, por primera vez en su vida. Vasili Ivanovitch estaba sentado solo, en un rincón, debajo de una lámpara, y a través de la seda de la pantalla, la luz coloreaba de púrpura su rostro y su cabeza cana. Miraba los pies que se arrastraban por el pavimento, las botas de militares de los jóvenes comunistas, las nubes de humo azulado que subían hasta el techo en densas oleadas, como una espesa mezcla que fuese hirviendo poco a poco; la cruz de oro que pendía del cuello de Lidia, como un destello de luz en medio del humo que llenaba la estancia. Kira se acercó y se sentó a su lado. El le dio una palmada en la mano, sin hablar, seguro de que ella le comprendía. Luego dijo, como si ella hubiera estado siguiendo todos sus razonamientos silenciosos:
– … pero no me importaría si la quisiera. Pero no la quiere… Kira, ¿sabes?, cuando era pequeño, con aquellos ojazos negros, yo miraba a mis clientes, aquellas damas que parecían emperatrices, y me preguntaba a cuál de ellas se parecería la mujer de mi hijo; cuál de aquellas señoras sería la madre de mi futura hija… ¿Conoces a los padres de Marisha, Kira?
Galina Petrovna había acaparado a Leo y le decía con gran entusiasmo:
– ¡No sabes cuánto celebro tu éxito! Siempre dije que un joven brillante como tú no debería encontrarse nunca en apuros. El traje de Kira era magnífico. ¡No sabes cuánto me alegra el ver lo amable que eres con mi hija! Los comerciantes privados constituyen una parte indispensable de la reconstrucción del Estado. Todos aportamos nuestro pequeño tributo al porvenir de la humanidad… Víctor estaba sentado en el brazo de un sillón ocupado por la rubia Rita Eksler. Se inclinaba hacia ella, acercando su cigarrillo al que ella tenía entre los labios. Rita se había divorciado recientemente de su tercer marido; entornaba los ojos bajo sus largas pestañas y murmuraba consejos confidenciales. Uno y otro reían en voz baja.
Marisha se acercó tímidamente y tomó la mano de Víctor con un torpe gesto de ternura.
El retiró la mano y dijo con impaciencia: -No podemos abandonar a nuestros invitados, Marisha. Fíjate: la camarada Sonia está sola… Vete a hacerle compañía.
Marisha obedeció humildemente mientras Rita la seguía con los ojos por entre una nube de humo y su corta falda dejaba ver las largas piernas cruzadas.
– Verdaderamente -dijo la camarada Sonia con frialdad y en tono autoritario-, no puedo decirle que me felicito de su elección, camarada Lavrova. Un verdadero proletario no se casa fuera de su clase.
– Pero, camarada Sonia -protestó Marisha estupefacta-, Víctor es miembro del Partido.
– Siempre he dicho que las normas de admisión al Partido no eran muy rigurosas -replicó la camarada Sonia.
Marisha andaba como perdida por entre la multitud de los invitados. Nadie la miraba y ella no sabía qué decir. Vio a Vasili Ivanovitch solo, junto al aparador, ocupado en alinear botellas y copas. Se le acercó y le sonrió con aire confuso. Vasili Ivanovitch la miró sorprendido, y ella dijo con firmeza, bruscamente, comiéndose las palabras y con el rostro encendido:
– Ya sé que no le gusto a usted, Vasili Ivanovitch, pero, ¿sabe usted?, ¡le quiero tanto…! Vasili Ivanovitch la miró y dijo con voz inexpresiva:
– Esto está bien, hija mía.
La familia de Marisha se hallaba sola, en un rincón oscuro, muy solemne, muy tiesa y con aire de gran embarazo. El padre, un hombre encorvado de cabellos grises, en blusa de obrero y pantalones remendados, apoyaba las manos en las rodillas, sin saber qué hacer con ellas; su rostro, en el que la boca parecía una hendidura de amarga expresión, se inclinaba hacia adelante, y sus ojos, brillantes y altivos, oscuros y jóvenes, en contraste con las arrugas que surcaban la cara, escrutaban la estancia con la mayor atención. Su mujer se acurrucaba tímidamente detrás de él, pálida e informe en un traje de algodón, como la fachada de un edificio que hubiera soportado muchas lluvias. El hermano menor de Marisha, un muchacho de unos ocho años, no se movía de al lado de su madre y echaba de vez en cuando iracundas miradas a Asha. Al pasar junto a Irina, Kira le preguntó:
– ¿Cómo no está aquí Sasha?
– Es natural -replicó Irina con una amarga sonrisa-. Víctor no iba a invitarle, precisamente a él.
Víctor se reunió con Pavel Syerov y otros tres hombres en chaquetas de cuero. Rodeó con un brazo los hombros de Syerov, y con el otro los del secretario de su célula, y luego se inclinó hacia ellos con aire confidencial, mirándoles corr ojos límpidos, en los que parecía asomar la más entrañable amistad. La camarada Sonia, acercándose, le oyó murmurar:
– Verdaderamente, estoy orgulloso de la familia de mi mujer y de la parte que ha tomado en la revolución. El padre, ¿sabéis? estuvo desterrado en Siberia, en tiempo del zar.
La camarada Sonia observó en voz alta:
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