Ayn Rand - Los que vivimos

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– No tiene usted que preocuparse -dijo sonriendo Antonina Pavlovna-; le conozco. Le invitamos al té, o, más exactamente, a caviar y champaña. Es un muchacho simpatiquísimo, inteligente, y digno de toda confianza. Puede usted hacer caso de la opinión de Koko en cosas de negocio.

– Por lo demás, su papel tampoco es difícil -y Morozov bajó la voz hasta hacer de ella un murmullo apenas perceptible-. Tiene un empleo de ingeniero en los ferrocarriles, con derecho de inspección sobre todas las líneas. Lo único que debe hacer es ver que los cargamentos de víveres estén algo averiados o que, por casualidad, vuelque algún vagón, o haya alguna partida que se moje un poco. Algo así; lo bastante para declarar inutilizado el cargamento. Eso es todo. Lo demás es muy sencillo. El cargamento va quietamente al sótano de la tienda de productos alimenticios de Lev Kovalensky, y nadie tiene nada que sospechar. Sólo se trata de mercancías para la tienda, ¿no es verdad? Las cooperativas del Estado se encontrarán con escasez de víveres, y los buenos ciudadanos no recogerán más que palabras a cambio de sus cartillas de racionamiento. Nosotros aguardamos un par de semanas, y luego damos salida al cargamento y se lo despachamos a nuestros clientes: una serie de comerciantes privados esparcidos por las provincias, toda una red de individuos razonables y discretos. Y eso es todo. ¿Quién sabrá nada? Si alguien va a husmear por la tienda, bien. Tendremos un dependiente que podrá despacharles una o dos libras de mantequilla, si la quieren, y he aquí todo cuanto haremos, por lo menos que se sepa: comercio al detall, abierto y legal.

– Y además -susurró Antonina Pavlovna-, si algo no marcha, el joven comunista…

– Sí -murmuró Morozov. Miró furtivamente a su alrededor y esperó un momento, por si oía algún ruido sospechoso al otro lado de la puerta. Luego, tranquilizado, añadió, pegando sus labios a los oídos de Leo-: Tiene influencia en la G. P. U. Un poderoso amigo que le protege. No me atrevo ni a pronunciar su nombre.

– Oh, por este lado no hay peligro -dijo Leo despectivamente-. La cuestión es tener bastante dinero.

– ¿Dinero? Pero, Lev Sergeievitch, alma mía, tendremos tanto que podrá usted liar sus cigarrillos en billetes de diez rublos. Lo dividiremos en tres partes: usted, yo y el amigo comunista. Tendremos que dar algo a sus amigos del ferrocarril y al Upravdom, y además pagaremos el alquiler del establecimiento; esto ya figura en el presupuesto de gastos. Pero no debe usted olvidar que cara al público, usted es el único propietario. El establecimiento es de usted, a su nombre. Yo tengo que pensar en mi situación en el Trust de la Alimentación. Si supieran que tengo un establecimiento particular me expulsarían inmediatamente. Y yo quiero conservar mi puesto. Ya verá lo útil que nos será -y guiñó el ojo a Leo. Este no le contestó con ninguna sonrisa, sino que se limitó a decir: -Esté usted tranquilo, no tenga miedo.

– Entonces, es cosa concluida, ¿no es verdad? ¡Ay, amigo mío, dentro de un mes vivirá usted como no puede ni siquiera imaginar! Podrá poner un poco de carne sobre estas mejillas tan enjutas y comprar hermosos vestidos para Kira Alexandrovna, y brazaletes de brillantes, y ¿quién sabe?, quizá incluso un auto…

– ¿Te has vuelto loco, Leo?

La silla de Kira dio contra la pared, y la lámpara vaciló, pero luego recobró el equilibrio tambaleándose con un ligero ruido de cristales. Kira se había puesto de pie, y tres cabezas se habían vuelto a mirarla.

– ¿Bromeas, o has perdido por completo la razón? Leo se apoyó en el respaldo de su silla, mirándola de hito en hito, y le preguntó fríamente:

– ¿Desde cuándo te permites hablarme en este tono?

– Leo, si éste es un nuevo medio de suicidarse, hay otros más sencillos.

– Realmente, Kira Alexandrovna, se pone usted inútilmente trágica -dijo con frialdad Antonina Pavlovna.

– Vamos, vamos, Kira Alexandrovna, alma mía -dijo Morozov-, siéntese, cálmese y hablemos tranquilamente. No hay razón para inquietarse.

– Pero, Leo, ¿no ves lo que están haciendo? Tú no eres para ellos más que una pantalla viviente. Ellos arriesgan el dinero; tú, la vida.

– Celebro que sirva para algo -dijo Leo con desenvoltura.

– Óyeme, Leo, me calmaré. Mira, me vuelto a sentar. Óyeme. No vas a hacer una cosa semejante a ojos cerrados; estudíalo bien, piensa en ello. Ya sabes lo difícil que es la vida en estos tiempos. Ya sabes ante qué Gobierno estamos. Ya cuesta bastante escapar a sus añagazas; ¿vas a provocarlo para que te aplaste? ¿No sabes que a todo el que sea descubierto tomando parte en una especulación culpable, criminal, no le aguarda más que el piquete de ejecución?

– Creía que Leo había dado a entender con bastante claridad que no necesitaba consejos -dijo Antonina Pavlovna levantando graciosamente el cigarrillo.

– Kira Alexandrovna -protestó Morozov-, ¿por qué emplear palabras tan fuertes para hablar de una sencilla proposición, de un negocio perfectamente permitido y casi legal…?

– Usted, cállese -interrumpió Leo. Y luego, volviéndose hacia Kira-: Oye, Kira. Sé muy bien que todo esto es lo más sucio y lo más perverso posible. Y me doy cuenta de que me juego la vida. Pero quiero hacerlo, ¿entiendes?

– ¿Aunque yo te rogase que no lo hicieras?

– Nada de cuanto puedas decirme cambiará la situación. ¿Es un negocio vergonzoso, bajo, vil? ¡Sin duda! Pero ¿quién me ha arrastrado a hacerlo? ¿Crees tú que estoy dispuesto a pasar el resto de mi vida arrastrándome, suplicando que me den trabajo, sufriendo hambre, muriendo poco a poco? Hace dos semanas que volví. ¿Acaso he encontrado trabajo? ¿Acaso alguien me lo ha prometido siquiera? ¡Ah! ¿Fusilan a los que especulan los víveres? Pues ¿por qué no nos dan otro medio de vivir? No tengo profesión, no tengo porvenir. No puedo hacer lo que Víctor Dunaev; no lo haría ni aunque me abrasaran vivo. No arriesgo gran cosa, al fin y al cabo, al arriesgar mi vida… -Lev Sergeievitch, alma mía -dijo Morozov con admiración-, ¡y qué bien sabe hablar!

– Ustedes dos pueden marcharse ahora -ordenó Leo-; le veré mañana, Morozov, e iremos a echar un vistazo a la tienda.

– Verdaderamente, estoy sorprendida, Leo -observó con dignidad Antonina Pavlovna, mientras se ponía en pie-, se deja usted influenciar, y pierde las maneras, sin apreciar la oportunidad que se le ofrece. Yo creía que quedaría tan agradecido…

– ¿Quién tiene que estar agradecido? -repitió Leo mirándole con dureza-. Ustedes me necesitan a mí y yo a ustedes. Es un negocio; eso es todo.

– Claro, claro; es exactamente como usted dice -dijo Morozov-, yo por mi parte aprecio su colaboración, Lev Sergeievitch. Muy bien. Tonia, alma mía, vamonos ahora. Mañana estipularemos los detalles.

Estiró las piernas y se levantó apoyando con fuerza las manos en las rodillas. Cuando se movió, su grueso vientre osciló dibujándose demasiado visiblemente bajo las arrugas de su traje. En la puerta se volvió hacia Leo:

– Bien, Lev Sergeievitch, ¿no quiere usted cambiar un apretón de manos conmigo? No podemos firmar ningún contrato, naturalmente, ya lo comprende usted, pero confiamos en su palabra. Con una mueca de desprecio, Leo tendió la mano, como si aquel gesto representase una victoria sobre sí mismo. Morozov se la estrechó largamente, con calor, y se inclinó hasta el suelo, a la manera de los campesinos rusos, al marcharse, Antonina Pavlovna le siguió sin mirar a Kira. Leo les acompañó hasta el rellano. Cuando volvió, Kira permanecía en el mismo sitio en que se había quedado. Leo le dijo, sin darle tiempo a volverse:

– No discutamos más, Kira.

– Sólo hay una cosa, Leo -murmuró ella-, y no quise decirla delante de ellos. Dijiste que no tenías nada en la vida. Yo creía que te quedaba… yo…

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