Ayn Rand - Los que vivimos

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– Tío Vasili… se lo diré… allí abajo… allí donde voy… Se lo diré todo. Será como un S. O. S Quizás alguien, en alguna parte, comprenderá…

– ¿Adonde quieres ir, niña?

– ¿Quieres venderme un tubo de sacarina, tío Vasili?

– No; no te lo venderé. Llévatelo, si quieres, pequeña.

– De ningún modo. ¿Por qué no puedes vendérmelo, si también hubiera debido comprárselo a otro? ¿No me quieres por cliente? A lo mejor te traigo la suerte.

– Como quieras, niña.

– Me quedo con 'este de los cristales tan grandes.

Toma -y le dio una moneda, antes de guardar en su bolso el tubo de sacarina-. Y ahora adiós, tío Vasili.

– Adiós, Kira.

Se alejó sin volver la vista. Anduvo en el crepúsculo por calles oscuras y blancas bajo banderas grisáceas que colgaban de las ventanas; banderas que en otro tiempo habían sido rojas. Atravesó una ancha plaza en la que empezaban a brillar las luces de los tranvías. Y, sin volver la vista hacia atrás, subió los peldaños de la escalera de la estación.

Capítulo dieciséis

Las ruedas del tren, al correr, resonaban como una cadena de hierro violentamente sacudida; luego parecían rodar en silencio; luego se oía de nuevo un gran estrépito. Las ruedas parecían tener su ritmo, como un gigantesco reloj de hierro que fuera marcando los segundos, los minutos y las millas.

Kira Argounova estaba sentada en un banquillo de madera junto a la ventana; llevaba la maleta encima de las rodillas y la sostenía con ambas manos, cruzando los dedos. Su cabeza, apoyada en el respaldo del asiento, se estremecía con un ligero temblor, lo mismo que el cristal de la ventana. Sobre sus ojos, fijos en la ventanilla, le caían pesadamente los párpados, y sólo a costa de un gran esfuerzo lograba mantenerlos abiertos. Durante largas horas permaneció sentada, inmóvil, hasta el punto de que sus músculos llegaron a perder toda sensibilidad.

Cuando se acordó de que llevaba mucho tiempo sin probar bocado, pero sin que acertara a precisar si se trataba de horas o de días, únicamente consciente de que tenía que comer aunque ya se hubiera olvidado de tener hambre, masticó lentamente un pedazo de pan seco que había comprado en la estación. Sus compañeros de viaje, en una estación, salieron a buscar té caliente. Le ofrecieron una taza y Kira bebió maquinalmente, quemándose los labios en el borde de metal.

Los hilos del telégrafo parecían desafiar al tren a una carrera de velocidad; se alejaban, volvían a acercarse; y los hilos parecían volar siempre más de prisa que el coche.

De día el cielo parecía más oscuro que la tierra, como una pálida cinta de color gris transparente sobre un fondo de espesa blancura; pero por la noche la tierra parecía más clara que el cielo: como una pálida cinta azulada bajo un hueco negro. Kira durmió, sentada en su rincón, con la cabeza apoyada en los brazos cruzados sobre la maleta, que por la noche ataba a su muñeca con un cordel. Había oído hablar de robos de equipajes y por nada del mundo hubiera querido perder el suyo. Dormía con una sola obsesión: la maleta. Y cada vez que una sacudida del tren hacía resbalar la maleta sobre sus rodillas, se despertaba sobresaltada.

Ya no pensaba. Se sentía vacía, tranquila, como si su cuerpo no fuera más que la forma de su voluntad y su voluntad una flecha vibrante, dirigida a una meta muy precisa: había que pasar la frontera. Lo único que sentía vivir era la maleta. Su voluntad latía con el mismo ritmo que el tren, y su corazón con el mismo ritmo que su voluntad.

Una vez, le pareció observar en el asiento de enfrente a una mujer que daba el pecho a un niño. De modo que todavía había vida, todavía había gente a su alrededor. No estaba muerta, pues; sólo le faltaba nacer.

Durante la noche, se pasaba horas y horas mirando por la ventanilla, sin ver más que el confuso reflejo de la luz del coche, el del banco y el del tabique de madera frente a su asiento, y la sombra de su cabeza que se movía sobre un negro abismo. Más allá, no había tierra, no había nada.

En alguna ocasión tuvo que bajar; incluso una vez tuvo que comprar otro billete y aguardar un nuevo tren que debía llevarla más lejos, a través de las tinieblas, en una ruidosa carrera detrás de la negra mole de la locomotora que lanzaba destellos de fuego. Luego vinieron otras estaciones; otro billete; otro tren. Pasaron muchos días y muchas noches, pero ella no se dio cuenta de nada. Los hombres del gorro de pico que examinaban los billetes de los pasajeros no podían saber que aquella muchacha del abrigo raído se dirigía a la frontera lituana.

La última estación, aquella en la que ya no tuvo que comprar más billetes, era pequeña y oscura; un humilde barracón de madera. Era la última del país antes de llegar a la frontera. Oscurecía. Sobre la nieve, se veían apenas huellas de ruedas, que morían a lo lejos, en un punto brillante. Había unos cuantos soldados soñolientos que no se fijaron en Kira. Oyó confusamente el crujido de un cesto de mimbre, mientras unas gruesas manos campesinas lo bajaban de la red de los pasajeros. A la puerta de la estación, alguien pedía agua caliente con voz lacrimosa. En las ventanillas del tren brillaban las luces.

Kira se alejó, siguiendo las huellas de las ruedas en la nieve, esbelta figura negra ligeramente inclinada, con la maleta en la mano, sola en medio de una inmensa llanura tenuemente iluminada por el rojizo reflejo del crepúsculo.

Era ya oscuro cuando vio delante de sus ojos las casas del pueblo y las manchas amarillentas de sus luces a través de las ventanas bajas. Llamó a una puerta. Un hombre salió a abrir; su cabello y su barba formaban un rubio y confuso amasijo del que salían unos vivaces ojos azules. Kira le puso un billete de Banco en la mano e intentó explicarle, en pocas palabras, su situación. No le fue necesario hablar mucho. Los que habitaban en aquella casa estaban al corriente de esa clase de asuntos.

Dentro de la casa, con los pies hundidos en la paja en que dormían dos cerdos, Kira se mudó de traje mientras los demás, como si ella no estuviera, seguían sentados a la mesa; cinco cabezas rubias, una de ellas con un pañuelo blanco. Las cucharas de madera golpeaban la mesa; en un rincón, junto a una estufa de ladrillo, una cabeza gris se inclinaba sobre su escudilla de madera. Sobre la mesa ardía una vela, y tres pequeñas lenguas de fuego brillaban ante unos iconos, como breves pinceladas rojas sobre el fondo de bronce de las aureolas.

Kira se puso las botas blancas y se quitó el vestido: sus brazos desnudos se estremecieron, a pesar de que en la estancia hacía un calor sofocante. Se puso el blanco traje de novia, y la larga cola se arrastró por el suelo, haciendo entreabrir un ojo a uno de los cerdos. Kira la recogió y la fijó a la cintura cuidadosamente, con ganchos imperdibles. Luego se puso la chaqueta de piel de oso. Se aseguró de que llevaba los billetes en el forro de la chaqueta: aquella era la última arma que necesitaría.

Cuando se acercó a la mesa, el gigante rubio le dijo, con voz inexpresiva:

•-Será mejor que aguarde usted una hora, hasta que se ponga la luna. Las nubes no son muy espesas, y se ve demasiado, ahora. Le hizo sitio en el banco y se lo señaló en silencio, con un gesto imperativo. Kira se recogió la falda de encaje y se sentó. Se quitó la chaqueta y la dobló sobre sus rodillas. Dos pares de ojos femeninos contemplaron con asombro el rico encaje de su traje de novia, y la muchacha del pañuelo blanco murmuró con aire incrédulo palabras al oído de la mujer más anciana.

En silencio, el hombre rubio puso ante Kira una escudilla de sopa humeante.

– No, gracias -dijo Kira-, no tengo apetito. -No importa; coma, porque lo va a necesitar. Y Kira, obediente, comió un plato de sopa de coles con tocino.

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