Ayn Rand - Los que vivimos
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– Claro está que no estorbas, Kira; al contrario, después de todo lo que has hecho por nosotros… Pero, ¿por qué dices que sólo serán pocas semanas? ¿Adonde piensas ir?
– Al extranjero -repuso Kira. Y en el tono de su voz había algo de concentrado y tenso, como una obsesión.
Al día siguiente la ciudadana Kira Argounova presentó una instancia solicitando un pasaporte para el extranjero. La respuesta debía tardar algunas semanas.
– ¡Es una locura, Kira! -decía su madre-, ¡una sencilla locura! En primer lugar, no te lo darán; no puedes alegar ninguna razón que justifique tu salida… luego hay que tener en cuenta el pasado social de tu padre…, y por último, aun suponiendo que te lo dieran… en ningún país del mundo quieren rusos ahora, y en cierto modo tienen razón; y luego, aunque te aceptasen, ¿qué harías? ¿Lo has pensado?
– No -dijo Kira.
– No tienes dinero; no tienes profesión; ¿de qué vivirías?
– No lo sé.
– ¿Qué sería de ti?
– No me importa.
– ¿Y por qué te empeñas en irte?
– Lo necesito, mamá.
– … sin un amigo que pueda ayudarte, sin objeto, sin porvenir…
– Necesito irme.
Leo fue a despedirse antes de marchar al Cáucaso. Lidia les dejó solos en la estancia.
– No podía irme sin volver a verte, Kira
– dijo Leo-. Quería despedirme de ti, a menos que tú prefieras…
– No, Leo, me alegro de que hayas venido.
– Quisiera pedirte perdón por algunas frases que dije. No tenía derecho a decírtelas. No puedo censurarte. ¿Me perdonas:
– No tengo que perdonarte de nada, Leo.
– Quisiera decirte que… que… en fin, no tengo nada que decirte; pero… ¿no es cierto que entre nosotros habrá… muchos recuerdos, Kira?
– Sí, Leo.
– Tú estarás mejor sin mí.
– No te preocupes por mí, Leo.
– Volveré a Petrogrado. Volveremos a vernos. Habrán pasado años, y con ellos habrán cambiado muchas cosas, ¿no te parece?
– Sí, Leo.
– Y entonces no tendremos por qué estar tan serios. Será extraño volver a recordar el pasado, ¿no? Hasta la vista, Kira. Volveré.
– Si vives… y si no te has olvidado.
Fue como si hubiese tocado el cuerpo de un animal moribundo, provocando una suprema convulsión de dolor.
– No… Kira… -murmuró.
Pero ella ya sabía que no era más que la última convulsión.
– No diré nada, Leo -añadió.
El la besó; los labios de ella eran tiernos, incapaces de resistir. Luego Leo se fue.
Tuvo que aguardar varias semanas.
Por la tarde, Alexander Dimitrievitch volvía de su trabajo y se sacudía la nieve de los chanclos, que luego secaba cuidadosamente con un trapo especial, porque eran nuevos y costaban mucho dinero, y los dejaba en el recibimiento.
Después de cenar, si no tenía que asistir a ninguna reunión, se sentaba junto al fuego y trabajaba en un parafuego de madera sin desbastar, al que se entretenía en ir pegando etiquetas de distintos colores, arrancadas de las cajas de cerillas. Cuando terminaba un ángulo, se quedaba contemplando con ojos maravillados.
– Verdaderamente me queda muy hermoso, ¿no os parece? Estoy seguro de que no hay nadie más en Petrogrado que tenga uno semejante. ¿Qué opinas, Kira? ¿Pondrías las dos amarillas y una verde, en ese lado, o sólo tres amarillas?
Ella contestaba con calma: -La verde iría muy bien, papá.
Por la noche, Galina Petrovna llegaba como una tromba y arrojaba impetuosamente su cartera encima de la mesa. Había instalado teléfono, y hablaba por él apresuradamente, mientras se quitaba los guantes.
– ¿Camarada Fedorov? Aquí la camarada Argounova. Tengo una idea. Exactamente lo que se necesita para el Diario viviente, para la próxima exposición del centro… Al presentar a lord Chamberlain aplastando al proletariado inglés, podríamos poner a uno de los alumnos, uno de los más robustos, en camisa roja, tendido en el suelo, y encima le pondríamos una mesa, ¡oh, sólo las patas delanteras, claro!, y el gordo, el que hace de lord Chamberlain, sentado a la mesa comiéndose un filete con patatas. ¡Oh, no es necesario que sea un filete de veras…!
Luego cenaba de prisa, leyendo el periódico, mirando de vez en cuando al reloj; se levantaba antes de terminar, se empolvaba rápidamente la nariz y tomando de nuevo su cartera volvía a marcharse a una junta de su centro social. Las pocas noches que se quedaba en casa esparcía libros, recortes de periódico, hojas de papel y lápices por encima de la mesa, y redactaba una conferencia para su círculo marxista. De vez en cuando preguntaba, levantando la cabeza y parpadeando distraídamente: -¿Recuerdas la fecha de la Commune de París, Kira?
– En 1871, mamá -contestaba Kira tranquilamente. Lidia trabajaba por la noche. De día estudiaba La Internacional , Caíste como una victima y la Canción de la caballería roja en su viejo piano de cola, que llevaba más de un año sin afinar. Y si le pedían que tocase sus viejos clásicos, rehusaba con gesto de malhumor. Pero de vez en cuando se sentaba al piano y se pasaba horas seguidas tocando obstinadamente, sin detenerse, Chopin, Bach, Tchaikowsky… y cuando se le cansaban los dedos se echaba a llorar ruidosamente, sin motivo, como una criatura. Galina Petrovna no le hacía caso; se limitaba a decir: -¡Vamos! ¡Un nuevo ataque de Lidia!
Cuando Lidia regresaba de su trabajo, por la noche, Kira estaba ya tendida en su colchón sobre el suelo. Lidia pasaba largo rato desnudándose, y mucho más murmurando sus interminables plegarias ante los iconos. Alguna vez se acercaba a Kira, en su largo camisón de noche, y murmuraba confidencialmente, mientras un rayo de luz del farol de la calle le caía sobre el rostro envejecido, iluminándole los ojos cansados y las comisuras de los labios: -He vuelto a tener una visión, Kira; un llamamiento del más allá. Era una visión profética, no te quepa duda, y he oído una voz que me ha dicho que la salvación no se hará esperar. Es el fin del mundo y el reino del Anticristo, pero ya se acerca el día del Juicio Final. ¡Lo sé, me ha sido revelado!
Murmuraba estas palabras febrilmente, sin ocurrírsele ni por un momento que su hermana pudiera echarse a reír, sin mirarla siquiera, sin preocuparse de que la hubiera oído; tenía necesidad de hablar y prefería hacerlo ante alguien.
– Era un viejo, Kira, un enviado de Dios, el padre de su rebaño. Pero no digas nada, por favor, o me echarían del Centro. Es el elegido del Señor, y tiene la ciencia del Destino. Dice que las Escrituras lo han predicho. Nos han castigado como a Sodoma y Gomorra por nuestros pecados; pero las dificultades y los dolores no son más que una prueba para las almas puras. Sólo a través de largos sufrimientos nos haremos dignos del reino de los cielos. -No se lo diré a nadie, Lidia -contestaba con calma su hermana-, pero ahora vale más que te vuelvas a la cama, porque estás cansada y hace mucho frío. Kira seguía con su antiguo empleo de guía en el museo de la revolución, que le permitía pagar a su madre una pensión, a pesar de sus protestas. Por la noche, en su cuarto, Kira leía sus viejos libros. Hablaba raras veces y si alguien le dirigía la palabra contestaba con pocas palabras, exactas y serenas. Su voz, monótona, parecía haberse helado. Galina Petrovna hubiera deseado verla airada siquiera alguna vez, pero no lo lograba nunca. Una noche, en el comedor, Lidia dejó caer un vaso, que se rompió estrepitosamente. Galina profirió un grito, Alexander Dimitrievitch se sobresaltó; pero Kira permaneció impasible, como si nada hubiera ocurrido. Sólo le brillaban un poco los ojos cuando, al volver del museo, se detenía a contemplar los libros extranjeros expuestos en el escaparate de una librería, en la calle Liteiny, aquellos libros de cubiertas brillantes, con alegres letras exóticas, muchachas de largas piernas relucientes, columnas, reflectores, autos… también había un relámpago de luz en sus ojos cada vez que, al acostarse, tachaba con su lápiz una fecha más en el viejo almanaque colgado encima de su colchón.
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