Dos semanas más tarde llegó a Valladolid un correo con los papeles de Pedrosa y Cipriano se los hizo llegar a su tío, el oidor, quien, a su vez, los presentó, con una instancia respetuosa, a la Sala de Hidalguía de la Chancillería. Pocos meses después don Cipriano había obtenido el título de doctor-hidalgo y había sido redimido de contribuciones. Un correo urgente a Pedrosa comunicó a don Domingo y a Martín Martín la buena nueva, al tiempo que encarecía al rentero que para el 3 de julio tuvieran sacrificados una docena de corderitos y dispuestos dos toneles de vino de Rueda para celebrar el nombramiento, fiesta de la que únicamente quedarían excluidos Victorino Cleofás y Eleuterio Llorente, los dos labriegos que, lejos de considerar a los Salcedo unos seres magnánimos y desinteresados, los juzgaban unos explotadores. La merienda se celebró en el corral de la casa al anochecer y, según cuentan las viejas crónicas, ni la villa de Toro, de la que Pedrosa dependía, conoció en sus mejores años un fasto semejante, tan alegre y desquiciado, en el que participaron hasta los perros y animales de labor. La burra de Tomás Galván, “ la Torera ”, bebió una herrada de vino de Rueda y pasó la noche rebuznando y coceando por las calles del pueblo, hasta que de madrugada se murió.
Asentada su vida adulta, alcanzado el título de hidalgo y ordenadas las cosas en Pedrosa, Cipriano Salcedo puso sus cinco sentidos en el comercio con Burgos. Y, aunque don Gonzalo Maluenda no le gustaba, o precisamente por eso, decidió acompañar personalmente a la expedición de otoño, como había hecho su padre, don Bernardo, unos meses después de nacer él.
Durante varios días, las cinco grandes plataformas de ruedas de hierro fueron cargadas en el almacén, en tanto las cuarenta mulas de tiro de Argimiro Rodicio eran preparadas para el evento. Docenas de temporeros se afanaban en el patio y, llegado el día de la partida, Cipriano Salcedo se puso al frente de la expedición, por el polvoriento camino de Santander.
En esos momentos, después de haber tomado las precauciones pertinentes, Salcedo se sentía importante y feliz. Advertido de que el bandolero Diego Bernal merodeaba por la zona, iba armado, como lo iban los carreteros, mientras piquetes de la Santa Hermandad, advertidos por correo urgente, vigilaban el itinerario.
El camino, con relejes y profundos baches, no facilitaba el viaje, pero aquella caravana de cinco grandes carros, arrastrados por ocho mulas cada uno, era un espectáculo del que gozaban, apostados en las cunetas, los arrieros y peatones con los que se cruzaban en la carrera. Cipriano precedía a la larga caravana sin dejar de otear el horizonte, temeroso de que aparecieran por los cerros los facinerosos de Diego Bernal, único salteador conocido en ambas Castillas. Las carretas formaban una austera procesión, sujeta a distintos cambios de marcha y a un plan preconcebido: recorrer seis leguas diarias de camino, de manera que el viaje, con los altos consabidos en las Casas de Postas de Dueñas y Quintana del Puente y las ventas del Moral y Villamanco, demorase alrededor de cuatro días.
Una vez en Burgos, procedía la descarga, más enredosa aún que la carga, aunque Maluenda, oportunamente avisado, echaba mano de temporeros experimentados que abreviaban la operación. Exoneradas de su peso, las carretas realizaron el viaje de regreso en tres días y medio y, tan pronto llegaron a la Judería, don Cipriano Salcedo recogió las armas, las devolvió a la Santa Hermandad y, consciente del deber cumplido, retornó a la rutina diaria.
Aquel gran almacén de la vieja Judería, que la víspera se presentaba atestado de vellones y ahora se ofrecía pavorosamente vacío, se iría llenando poco a poco a lo largo de los meses venideros y, llegado el mes de julio, se organizaría una nueva caravana con idéntico destino. Cipriano Salcedo, de ordinario precavido y pusilánime, se crecía ante estas grandes operaciones. Almacenar setecientos mil vellones y transportarlos a Burgos en dos expediciones anuales se le antojaba una proeza propia de grandes hombres, de forma que cuando, sentado a la mesa, Crisanta la doncella le servía su primer almuerzo después del viaje, no hizo por ocultar sus manitas peludas que ahora veía fuertes y masculinas muy adecuadas para afrontar tamañas empresas. Y en esos momentos se veía más próximo de don Néstor Maluenda, el gran mercader, que con sólo su talento y su coraje había hecho de Burgos un gran emporio comercial en plena juventud.
Su tío y tutor, don Ignacio, con quien solía reunirse un día entre semana, y en especial doña Gabriela, su esposa, veían con buenos ojos la idolatría de su pupilo hacia don Néstor. Para doña Gabriela nada más admirable que un mercader poderoso, siquiera su esposo puntualizara que doña Gabriela admiraba a los grandes comerciantes antes por sus ingresos que por su relieve social. Pero su culto hacia el abuelo Maluenda, al que no llegó a conocer, no atenuaba sino que acrecía su desprecio hacia su hijo Gonzalo. Secundar a este chiquilicuatro, pretendidamente ingenioso, no satisfacía sus anhelos de ascenso profesional. Por otra parte, recibir una mercancía con la mano izquierda y entregarla a un tercero con la derecha mediante un estipendio, llegó a parecerle una actividad innoble. Cipriano, antes que al comerciante enriquecido por su tesón y su esfuerzo, admiraba al que merced a su ingenio introducía una innovación en el producto, de tal manera que, sin saber por qué ni por qué no, venía de pronto a modificar la voluntad de compra de los clientes. Esta voluntad innovadora le condujo, paso a paso, a un mejor conocimiento de sí mismo, a intuir su iniciativa creadora y las razones de su personal insatisfacción. Y su afán por descubrir nuevos caminos aumentó unos meses después, cuando otros dos barcos de la flotilla de Flandes fueron desmantelados por los corsarios y un tercero hubo de refugiarse en el puerto de Pasajes con avería gruesa. De acuerdo con estas noticias, los riesgos de la flotilla aumentaban cada año y los fletes y los seguros encarecían.
La alarma de los laneros se iba extendiendo, en tanto tomaba cuerpo la idea de Salcedo de asumir un nuevo rumbo. El negocio de los fletes no servía ya, por sí solo, para dar salida a las lanas castellanas por un precio remunerador.
Fue en esta fase cuando, de la manera misteriosa con que se gestan estas cosas, a Cipriano Salcedo le asaltó un día la idea de ennoblecer una prenda tan popular y modesta como el zamarro. Un chaquetón apto para pastorear o atravesar el Páramo en invierno podía ser transformado, mediante tres leves retoques, en una prenda de vestir para sectores sociales más altos. El éxito, como siempre sucede en el mundo de la moda, dependía de la inspiración, del toque de gracia, en este caso romper la lisura de la espalda y las bocamangas del zamarro con unos audaces canesúes. Mediante unos canesúes estéticamente dispuestos, una prenda de abrigo propia de campesinos adquiría una indefinible gracia urbana que la hacía adecuada para damas y caballeros.
El sastre Fermín Gutiérrez fue el primero en aprobar la iniciativa de Salcedo. Y tanta maña se dio Cipriano para exaltar las virtudes de la nueva prenda que Gutiérrez quedó entusiasmado con el proyecto. De inmediato fue contratado para trabajar a domicilio por un tanto alzado susceptible de ser modificado: setenta y dos reales al mes. Por su parte, Salcedo se comprometía a suministrarle a tiempo todos los vellones necesarios. “La revolución de los canesúes”, como Cipriano Salcedo la llamaba, despertó el primer año en la villa una cierta curiosidad.
Pero fue el segundo cuando se desató un entusiasmo inesperado que obligó a Salcedo a enviar a las ferias de Segovia y Medina del Campo dos expediciones de zamarros en su nueva interpretación. El chaquetón había conquistado el mercado y la demanda fue de tal monta que indujo a Salcedo a instalar en los bajos de su casa, en la Corredera de San Pablo, un establecimiento cuyo nombre evocaba la novedad y a su autor en un rótulo ambiguo: “El zamarro de Cipriano”.
Читать дальше