Miguel Delibes - El Hereje

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En el año 1517, Martín Lutero fija sus noventa y cinco tesis contra las indulgencias en la puerta de la iglesia de Wittenberg, un acontecimiento que provocará el cisma de la Iglesia Romana de Occidente. Ese mismo año nace en la villa de Valladolid el hijo de don Bernardo Salcedo y doña Catalina Bustamante, al que bautizarán con el nombre de Cipriano. En un momento de agitación política y religiosa, esta mera coincidencia de fechas marcará fatalmente su destino.
Huérfano desde su nacimiento y falto del amor del padre, Cipriano contará, sin embargo, con el afecto de su nodriza Minervina, una relación que le será arrebatada y que perseguirá el resto de su vida.
Convertido en próspero comerciante, se pondrá en contacto con las corrientes protestantes que, de manera clandestina, empezaban a introducirse en la Península. Pero la difusión de este movimiento será cortada progresivamente por el Santo Oficio. A través de las peripecias vitales y espirituales de Cipriano Salcedo, Delibes dibuja con mano maestra un vivísimo relato del Valladolid de la época de Carlos V, de sus gentes, sus costumbres y sus paisajes. Pero “El hereje” es sobre todo una indagación sobre las relaciones humanas en todos sus aspectos. Es la historia de unos hombres y mujeres de carne y hueso en lucha consigo mismos y con el mundo que les ha tocado vivir.
Un canto apasionado por la tolerancia y la libertad de conciencia, una novela inolvidable sobre las pasiones humanas y los resortes que las mueven.

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Cipriano pasaba horas en la biblioteca donde se alineaban más de quinientos volúmenes, algunos de ellos editados en Valladolid, traducciones en romance de Juvenal, Salustio y la “Iliada”. Los poetas latinos estaban casi todos y, paso a paso, Cipriano fue descubriendo el placer de la lectura, el acto íntimo y silencioso de desflorar un libro. Por otro lado, en la casa había buena pintura, copias de cierta solvencia de obras acreditadas, y algunos esbozos de escultura. La reciente instalación en la ciudad de Alonso de Berruguete dio ocasión a don Ignacio de encargarle un panel de madera en relieve, lo que el artista llamaba “una tabla de bulto”, representando a su mujer, doña Gabriela. Era una pieza de noble calidad más por la factura que por el parecido. La tabla se hallaba en la pequeña habitación que daba acceso a la biblioteca y don Ignacio, hombre muy religioso y respetuoso con el arte, se descubría al pasar ante ella como si fuera el Sagrario. Esta nueva asignatura del arte y el buen gusto estimulaba a Cipriano. Había encajado con don Gabriel de Salas y sus progresos en latín, gramática y leyes, eran notables.

Una mañana al salir de clase, se encontró en el salón con Minervina. Conservaba la elasticidad de cuatro años antes, la misma viva cintura, el mismo cuello largo y delgado y la misma boca, de labios gruesos. Doña Gabriela la escoltaba sonriente y Cipriano no supo qué hacer, ni qué decir. Fue Minervina la que tomó la palabra para decirle que había crecido, que se estaba haciendo un hombre y que este hecho le apenaba.

Pasaban los días y entre Minervina y Cipriano no se reanudaba la vieja y confiada relación. Se alzaba entre ellos como una paralizadora barrera de pudor. Hasta que una tarde de jueves, en que sus tíos salían y vacaban las compañeras de Minervina, Cipriano al verla sentada, erguida, en el sofá del gran salón, los pequeños pechitos apenas insinuados en la saya de cuello cuadrado, experimentó la misma atracción imperiosa e ingenua que sentía de niño, se fue hacia ella y la abrazó y la besó, diciéndola h… hola, Mina y te quiero mucho, ¿sabes?. Minervina desfallecía al notar los pechos en los cuencos de sus manos, el recorrido apasionado de sus labios ardientes por su escote:

– ¡Oh, tesoro, no seas loco!

– Te quiero, te quiero; eres la única persona a la que he querido en mi vida.

Minervina sonreía aturdida, se entregaba.

– Me picas con tus barbas; ya eres un hombre, Cipriano.

Retozaban como cuando Cipriano era niño, se abrazaban y se besaban, pero el muchacho advertía que un nuevo elemento había entrado en su relación y, cuando rodaron por la gruesa alfombra y le arrancó los botones de la saya, Minervina trató aún de resistirse. Pero todo fue en vano.

Al día siguiente, Cipriano buscó al padre Toval:

– H… he yacido con mi nodriza, padre, con la mujer que me amamantó.

El padre Toval le reprendió:

– Eso es casi como yacer con tu propia madre, Cipriano. No te dio la vida pero te dio parte de la suya cuando no podías valerte.

Cipriano vagaba ahora por la casa como sonámbulo. Apenas osaba mirar a la cara a Minervina en presencia de sus tíos. En su cabeza daba vueltas a su confesión. No había sido del todo sincero con el padre Toval. Por otra parte le desagradaba darle cuenta de unos sentimientos tan íntimos. ¿Cómo podría llegar a entender el padre Toval su relación con la muchacha?

Y si no la entendía, ¿cómo podía juzgarla?

El jueves siguiente, al verse solos, Minervina y él se refugiaron el uno en el otro como la cosa más natural del mundo. Sin confesárselo habían estado esperando impacientes este momento. E instintivamente ella volvía a darse a él, le nutría, y él se aferraba a ella como a una tabla de salvación.

Yacían desnudos en la estrecha cama de ella y las tímidas reservas de Minervina revalorizaban la consumación del acto. La tomó hasta tres veces y, al concluir, experimentó como un hastío de sí mismo, pensando que estaba prostituyendo a la muchacha. Le constaba su amor, la pureza de su inclinación hacia ella, pero, detrás de todo, no dejaba de ver la sórdida aventura del joven amo que se aprovecha de la criada. Buscó en San Gregorio otro confesor desconocido:

– M… me acuso, padre, de poseer a mi nodriza, pero no puedo arrepentirme de ello. Mi amor es más fuerte que mi voluntad.

– ¿La quieres o la deseas?

– Si la deseo, padre, es porque la quiero. Nunca quise a nadie en la vida como a ella.

– Pero eres aún un chiquillo.

No vas a casarte, claro.

– Tengo catorce años, padre.

Mi tutor no lo comprendería.

El cura vaciló. Dijo finalmente:

– Pero si no hay arrepentimiento, hijo, yo no puedo absolverte.

– Lo comprendo, padre. Más adelante volveré a verle.

Los jueves se convirtieron en la cita obligada de los amantes.

Era un encuentro inevitable y, con el sexo añadido, la viva reproducción de las expansiones de antaño entre el niño y su nodriza. Y, en las pausas, conversaban. Él le hablaba de sus años de colegio, de la desviación de “el Corcel”, de la pérdida de su inocencia. Y ella de su primer amor hacia un muchacho del pueblo, la caída, el embarazo, el alumbramiento. Y, al hablar de esto, lloraba y le decía, tú eres como el hijo que perdí, tesoro mío.

Pero, enseguida, volvían impacientes a ellos mismos, a descubrirse mutuamente, a amarse. Las relaciones de los jueves, ahora en la habitación de Cipriano, eran cada vez más demoradas y completas, y se prolongaron durante cerca de cuatro meses. Fue con motivo del regreso inesperado a casa de doña Gabriela y don Ignacio, una noche de invierno, cuando todo se vino abajo.

Doña Gabriela los descubrió desnudos en la cama, apareados, y no fue capaz de entender nada:

– Ha abusado usted del niño y de mi confianza, Miner; ha deshonrado esta casa y nos ha deshonrado a todos. ¡Váyase y no vuelva más!

Minervina tomó la galera de Jesús Revilla a Santovenia a la mañana siguiente en la Plaza del Mercado, con los dos fardillos con que se había presentado cinco meses atrás.

Libro II La herejía

VII

Cumplida la mayoría de edad, Cipriano Salcedo se doctoró en Leyes, entró en posesión del almacén de la Judería y de las tierras de Pedrosa y se trasladó a vivir a la vieja casa paterna en la Corredera de San Pablo, cerrada desde la muerte de don Bernardo. Unos años después, conseguidos estos objetivos, se impuso otros tres muy definidos y ambiciosos: encontrar a Minervina, alcanzar un prestigio social y elevar su posición económica hasta ponerse a nivel de los grandes comerciantes del país. El primer objetivo, encontrar a Minervina, que él consideraba el más sencillo, fracasó. En Santovenia apenas encontró a alguien que recordara a la muchacha. Los padres habían muerto y ella -decían- había marchado del lugar. Casada, dijo uno, pero un segundo rectificó: la Miner no se casó nunca; marchó con su hermana a Mojados donde vivía una vieja tía suya. Cipriano se desplazó a Mojados en su nuevo caballo “Relámpago”. Nadie sabía nada allí de la chica; ni siquiera habían oído nunca un nombre tan raro. Él insistía: Minervina, Minervina Capa. Pero nadie le daba razón. En todo el término no se conocía una muchacha con ese nombre. Cipriano Salcedo, que no comprendía la vida sin la muchacha, la buscó por los pueblos de los alrededores. Inútil. Desconocedor del paradero de Blasa y Modesta, después del fallecimiento de su padre, reinició la búsqueda empezando de nuevo por el principio:

Santovenia. Conectó con Olvido Lanuza, “ la Alumbrada ”, que había perdido un poco la cabeza y le dijo que Minervina había entrado al servicio de don Bernardo Salcedo en la villa. Nadie facilitaba otras pistas sobre la chica, salvo una achacosa centenaria, Leonor Vaquero, quien le informó que se había casado con un manufacturero de Segovia. “Relámpago” llevó a Cipriano hasta Segovia en dos etapas. Pero ¿por dónde empezar la búsqueda? Preguntó, una por una, en todas las industrias de tejidos de la ciudad, pero allí le pedían el nombre del marido ya que el de la mujer no constaba en las nóminas. Salcedo regresó a Valladolid desolado. Se iban desvaneciendo las últimas esperanzas. Encontrar a Minervina, que siempre se le antojó una empresa fácil, le parecía ahora una utopía irrealizable.

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