Claudio, “el Obeso”, volvió a repetir que “Mediarroba” tenía mucha fuerza, y éste daba vueltas en torno al grandullón y se agachaba, esquivándole, cada vez que trataba de asirle por el cuello. “El Corcel” resistió un par de puñetazos más. Era como ver representada, al cabo del tiempo, la desigual lucha de David contra Goliat. Y David era aquel muchachito reducido, bajo para su edad, pero con una agilidad pasmosa y una dureza de mármol. El sayo de “el Corcel” se llenaba de sangre y, entre dientes, provocaba a su rival llamándole enano y cacho cabrón, pero “Mediarroba” no caía en la trampa, evitaba lanzarse sobre él a ciegas, y guardaba las distancias. Sus puñetazos eran como las picadas molestas de un insecto que iban minando la moral del otro. Y cuando, al cabo de cinco minutos, “el Corcel” se olvidó de su guardia y atacó abiertamente a su contrincante persuadido de que era un alfeñique, Cipriano le recibió con un puñetazo en el pómulo derecho que le hizo tambalear. Al golpe siguiente, “el Corcel” hincó una rodilla en tierra pero, como avergonzado de su debilidad, se recuperó inmediatamente y echó su brazo derecho hacia delante tratando de hacer presa en su enemigo. Cipriano, sin embargo, se agachó, reculó a tiempo y, cuando “el Corcel” trastabillaba, después de su esfuerzo fallido, volvió a sacudirle dos golpes en la nariz y “el Corcel” se apartó jadeando y tratando de restañar la sangre con sus manos. Nadie hablaba, pero como “el Corcel” no pareciera tener intenciones de reanudar la pelea, “Tito Alba” se acercó a él y le dijo:
– ”Corcel”, ve a cambiarte el sayo antes de que te vea “el Escriba”.
Le acompañó al dormitorio, mientras Cipriano componía su figura. Vio alejarse a “el Corcel”, auxiliado por “Tito Alba”, y, entonces, sí, entonces los compañeros le rodearon preguntándole por su fuerza, le tocaban la bola, y él se levantaba la pernera del pantaloncillo de lona, estiraba la pierna y les mostraba los músculos de los muslos tensos y alargados como cables.
Al sábado siguiente, “Mediarroba” se acusó de su pecado:
– He golpeado a un compañero hasta hacerle sangrar, padre -dijo.
– ¿Es posible, hijo? ¿No sabes que incluso el más despreciable de los hombres es templo vivo del Espíritu Santo?
– Ofendía a los demás, padre; es un matón.
– Y ¿quién es ese compañero tuyo? ¿Es del colegio?
– No puedo decirle más.
En la siguiente clase de doctrina, el padre Arnaldo se refirió a su labor de enseñante y a la obligación de los alumnos de aprender sus enseñanzas para poder auxiliar el día de mañana a algún semejante descarriado. Eran, poco más o menos, las mismas palabras que había empleado Minervina cuando le enseñaba a rezar. Si tú te condenas por no saber, tesoro, yo me condenaré por no haberte enseñado.
Eran, veinte años más tarde, las mismas palabras de don Nicasio Celemín en Santovenia. Y Cipriano, al oír la admonición del padre Arnaldo, pensó en “el Corcel”, se olvidó del odio hacia su padre y su mente la ocupó la soledad tremenda de su compañero. Nadie le quería. Se propuso buscar el momento apropiado, aproximarse cordialmente a él, ayudarle. Y un día, en el paseo de la tarde, rogó a “el Rústico” que se pusiera junto a “Tito Alba” y le dejara a “el Corcel” por compañero.
– ¿Qué quieres ahora? -le dijo éste al verle a su lado.
– Hablar contigo, “Corcel”.
Pedirte disculpas por lo del otro día. No quise lastimarte.
– Y ¿a ti qué te importo yo?
¡Ya te puedes largar!
– Me importan todos los mortales, “Corcel”. Debemos ayudarnos los unos a los otros.
Dos mujeres jóvenes, con sendos capachos, se cruzaron con las filas de estudiantes. “El Corcel” se fijó en ellas y giró el rostro descaradamente para contemplarlas por detrás, sus traseros ondulantes.
Después se volvió hacia Cipriano:
– ¿Sabes qué te digo, “Mediarroba”?
– ¿Qué? -dijo Cipriano, esperanzado.
– Que te vayas a tomar por el culo; quiero hacerme una paja.
Cipriano aminoró el paso, fue rezagándose pero aún dijo tímidamente:
– Volveré a buscarte, “Corcel”. Si algún día me necesitas, llámame.
A la semana siguiente la villa se llenó de curas, seculares, regulares, canónigos y obispos. El primer día llegaron cuarenta o cincuenta, ciento sesenta el segundo y, en esta proporción, llegaron a alcanzar el millar y medio. El primer encuentro de los expósitos con los clérigos durante un paseo fue sonado. Los colegiales conservaban la piadosa costumbre de besar las manos que consagraban en señal de respeto, pero en esta ocasión fueron tantas las por besar y tantos los labios que aspiraban a hacerlo, que se produjo un atasco en la calle de Santiago que tardó largo rato en despejarse. Una vez en el colegio, “el Escriba” elogió su actitud, pero les rogó encarecidamente que omitieran estas demostraciones de respeto en tanto durase la Conferencia. Era la centésima vez que oían mentar la Conferencia. La Conferencia era la consigna. Ante los nutridos grupos de clérigos, que mariposeaban por todas partes, los transeúntes decían: van a la Conferencia o vienen de la Conferencia. No salían de ahí. Y en verdad las reuniones eran tantas, tan numerosas las comisiones, que las bandadas de clérigos que discurrían por las calles a todas horas indefectiblemente procedían de la Conferencia o iban a ella. Durante meses la Conferencia lo llenó todo. En los conventos de frailes y los monasterios de la villa y su alfoz no cabía un cura más.
Las controversias teológicas que se producían en San Pablo, San Benito o San Gregorio se prolongaban hasta altas horas de la noche, o, como decía el pueblo, no tenían fin. Las discusiones de la Plaza del Mercado entre rústicos y artesanos subían fácilmente de tono. Y en el centro de tanta polémica y discusión, de tanta palabrería y alboroto, estaba la controvertida figura de Erasmo de Rotterdam, un ángel para algunos, un demonio para los demás. La pluma de Erasmo había dividido al mundo cristiano y, por tanto, con ocasión de la Conferencia, en la villa se formaron dos bandos: los erasmistas y los antierasmistas.
Pero esta división no se dejaba sentir únicamente en los colegios y conventos, sino en todas las instituciones, industrias, negocios y familias de la ciudad donde se reunieran más de dos personas. Tampoco el Hospital de Niños Expósitos se libró de la escisión y no sólo entre los profesores sino también entre los alumnos. Aunque ponían exquisito cuidado en no mostrar sus predilecciones, era del dominio público que el padre Arnaldo era antierasmista y el padre Toval erasmista. El primero decía: Lutero se ha criado a los pechos de Erasmo. Sin él nunca se hubiera llegado a esta situación, mientras el padre Toval sostenía que Erasmo de Rotterdam era exactamente el reformador que la Iglesia precisaba. Pero nunca se produjo entre ellos la menor fricción.
Atendían con el mismo celo de siempre sus respectivos deberes pero jamás se enfrentaban entre sí.
Esta distinta apreciación de las ideas erasmistas, que era la que dividía a los adultos, acabó imponiéndose igualmente entre los alumnos que una semana antes ignoraban incluso la existencia de Erasmo.
Pero durante el tiempo que duró la Conferencia, los padres Arnaldo y Toval parecían los encargados de llevar al colegio las últimas noticias sobre la misma, arrimando discretamente el ascua a su sardina.
– Los antierasmistas han puesto espías en las librerías para acusar de herejes a los lectores.
– Virués ha dicho en la Conferencia que el inquisidor Manrique y el Emperador son partidarios de Erasmo.
La villa, cuna de la Conferencia, se dividía, discutía, se acaloraba y, en la Plaza del Mercado, junto a los puestos de hortalizas, al lado de la gran tertulia popular, se improvisaban otras de intelectuales gesticulantes y excitados. La Corte, provisionalmente instalada en la ciudad, hacía sentirse protegidos a los erasmistas.
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