Dies irae, dies illa,
Solvet saeclum in favilla:
Teste David cum Sibylla.
Quantus tremor est futurus,
Quando Judex est venturus,
Cuncta stricte discussurus!
Tuba mirum spargens sonum
Per sepulcra regionum,
Coget omnes ante thronum.
Terminada la misa, conforme se procedía al enterramiento del cadáver, los expósitos, desde el presbiterio, entonaron las letanías de intercesión de Todos los Santos, guiados por la bien timbrada voz de “Tito Alba”:
– Sancte Petre.
– Ora pro nobis.
– Sancte Paule.
– Ora pro nobis.
– Sancte Andrea.
– Ora pro nobis.
– Sancte Joannes.
– Ora pro nobis.
– Omnes Sancti Apostoli et Evangelistae.
– Orate pro nobis.
La gente se aprestaba a manifestar su condolencia a los deudos en tanto los expósitos terminaban su letanía. En el templo reinaba un pesado hedor mezcla del sudor de los fieles, el humo de las antorchas y el tufo de corrupción de los enterrados en él. Pero por encima de todo vibraba la voz de contralto de “Tito Alba”:
– Ut mnibus benefactoribus nostris sempiterna bona retribuas.
– Te rogamus audi nos.
– Ut frutus terrae dare, et conservare digneris.
– Te rogamos audi nos.
– Ut omnibus fidelibus defunctis requiem aeternam donare digneris.
– Te rogamus audi nos.
– Ut nos exaudire digneris.
– Te rogamus audi nos.
Cesó la cantinela de los colegiales y, como colofón, el coro y los sacristanes entonaron el último responso:
– Libera me Domine de morte aeterna, in die illa tremenda, quando movendi sunt coeli et terra, dum veneris judicare saeculum per ignen.
Los expósitos, desde el altar, hicieron una profunda reverencia a los deudos de don Tomás de la Colina antes de salir del templo, de uno en uno, levantando las antorchas por encima de sus cabezas.
Cipriano no descubrió a su tío Ignacio hasta que se puso a su lado y notó su mano en el hombro.
A su contacto se estremeció. Don Ignacio era para él un pariente mudo que tampoco osaba afrontar nunca los ojos de su hermano. Era afable pero no se podía esperar de él nada decisivo. Sin embargo, no le pasó inadvertida la mirada de entendimiento que cambió con “el Escriba”. Y cuando sus compañeros apagaron las antorchas y formaron en filas para regresar al colegio, él los siguió a distancia en compañía de su tío. Don Ignacio se inclinó ligeramente hacia él:
– ¿Estás contento en el colegio, te gusta estudiar?
Asintió sin palabras para evitar el titubeo. No veía razones para confiarse a él. Seguramente sería un enviado de su padre. La voz de don Ignacio Salcedo se hizo aún más untuosa:
– No sé si sabes que yo presido el patronato que administra este colegio y soy miembro de la Cofradía a la que pertenece.
– E… eso dicen, sí señor.
– Pero ignoras que en la última reunión de la Comisión de Diputados me han dado informes favorables de ti. Número uno en doctrina, latín y escritura, notable en tablas de cálculo. Intachable en urbanidad y disciplina. ¿Crees que eso se puede mejorar?
El muchacho encogió los hombros. Su tío prosiguió:
– Todo eso es importante, Cipriano. Ante un cuadro así no tengo más remedio que hablar con tu padre y exponerle la situación.
¿Te gustaría dejar el colegio y volver a casa?
A don Ignacio Salcedo le sorprendió la resolución del chico:
– No -dijo-. Me gusta el colegio. Tengo amigos aquí.
– Eso me preocupa, hijo. Tus compañeros son niños sin padres, sin modales, ni educación. Por lo demás ya sabes lo que te espera.
Otros dos años en sus aulas y el día de mañana trabajar en el oficio que elijas hasta la muerte. Ése es tu porvenir.
– También puedo ingresar en la Escuela de Gramática del Cabildo -objetó el muchacho-. Todo depende de mi expediente.
– Cierto, Cipriano. Ya veo que te has informado bien. Y no olvides el Centro de Latinidad si decides ser sacerdote. ¿Te gustaría ser sacerdote?
El muchacho vareaba el aire con el palo de la antorcha y luego la utilizaba como bastón. Primero denegó con la cabeza y luego dijo rotundamente:
– No.
– Y ¿doctorarte en Leyes?
Tienes buena cabeza, dominas la sintaxis latina, escribes de corrido el romance… Podrías ser un buen letrado el día de mañana. Tu padre te dejará una fortuna importante y tuyo será también lo que hoy es mío. Pero al dinero hay que ennoblecerlo. El dinero en sí no tiene importancia y menos aún si no se debe a tu esfuerzo.
Habían salido de la Puerta del Campo y descendían hacia el nuevo barrio de las Tenerías, al fondo del cual estaba el colegio. Olía fuerte a cuero y tinturas y, entre la muralla y el barrio, se veía correr al Pisuerga en ejarbe. Cipriano levantó los ojos y contempló la piel rojiza, lampiña, de su tío Ignacio, su mirada insegura, pero fija en él.
– No sé -dijo al fin-. Falta mucho tiempo. Tendré que pensarlo.
– Eso está bien. No es bueno precipitarse pero debes ir reflexionando. Dos años pasan enseguida, antes de que lo que tú piensas, y para entonces sería conveniente que hubieras tomado una determinación.
Doblaron la última esquina y don Ignacio se precipitó:
– Una cosa voy a rogarte, Cipriano: que tu padre no se entere de nuestro encuentro ni de nuestra conversación. Él no debe saber nada de esto. ¿Te escribe?
– No -dijo Cipriano.
Don Ignacio vaciló al despedirse. No era ya un niño para besarle y además él era para el muchacho casi, casi un desconocido.
Le tomó por los hombros, se inclinó ligeramente, luego se enderezó, le soltó y le tendió su mano anillada. Lo había pensado mejor:
– Adiós, Cipriano -dijo-. Sigue estudiando. Aprovecha las enseñanzas de don Lucio, es un gran maestro. Nunca te arrepentirás de haberlo hecho.
Por segundo año consecutivo desde su ingreso en el colegio, llegado agosto, Cipriano participó en la Ceremonia de las Eras acompañado de dos condiscípulos y dos cofrades de la Santísima Trinidad. La clase, dividida en grupos, visitaba las eras que rodeaban la villa y pedían a Dios prieta espiga y grano abundante. A los muchachos les divertía tomar contacto con los labriegos, trillar, azuzar a las mulas, montar en pollino y beber del botijo. Rezado el Pater Noster y las letanías rituales, los campesinos les entregaban unos fardillos de trigo que ellos, al llegar al colegio, depositaban en el Arca de las Limosnas y, al día siguiente, en el mercado, lo convertían en dinero contante y sonante. Cipriano, en compañía de “Tito Alba” y de un nuevo compañero, a quien apodaban “Gallofa”, quedó a un celemín de distancia del grupo más aprovechado y fue elogiado por “el Escriba” al iniciarse la clase.
Para entonces, Cipriano había empezado ya con sus escrúpulos de conciencia. Atendía con sus cinco sentidos a las clases de doctrina y religión, pero de su atención no derivaba una tranquilidad espiritual. Es más, se le antojaba que su formación religiosa dejaba mucho que desear. El padre Arnaldo les hablaba de la oración vocal y de la oración mental y se inclinaba por aquélla siempre que la concentración del orante fuese completa. A Nuestro Señor no debemos dejarlo solo, les decía el padre Arnaldo.
Podéis aprovechar el recreo para hacerle una visita. Cipriano comenzó a visitar la capilla durante el recreo. Se trataba de una vieja costumbre que algunos alumnos acataban. A él le gustaban el vacío y el silencio del templo, donde apenas llegaba el alboroto de sus compañeros en el patio. Reclinado de rodillas, en el banco de madera, Cipriano tenía a flor de labios dos peticiones obsesivas: Minervina y su futuro una vez pasada la etapa colegial. Mientras oraba, se mantenía sereno. Era al marchar y tomar agua bendita en la pequeña pila, a la puerta de la capilla, cuando surgían las dudas: al rezar y santiguarse ¿había pensado en el sacrificio de Nuestro Señor o en el juego de zancos que le aguardaba en el patio? La duda se hacía cada vez más honda y corrosiva. Y si la daba de lado para entregarse al juego, los escrúpulos ya no le abandonaban el resto de la mañana.
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