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Bernard Werber: Las Hormigas

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Bernard Werber Las Hormigas

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Los belokanianos le dejan pasar. De todos modos, su carne no es muy buena, y su caparazón hace que sea demasiado pesado para transportarlo.

Una silueta negra corre a su izquierda, para esconderse en una anfractuosidad de la roca. Es una tijereta. Y ésta sí que es deliciosa. La exploradora más vieja es también la más rápida. Balancea el abdomen bajo su cuello, se coloca en posición de tiro equilibrándose con las patas traseras, apunta instintivamente y lanza desde lejos una gota de ácido fórmico. El jugo corrosivo concentrado a más del 40 por ciento hiende el espacio.

Tocada.

La tijereta queda fulminada en plena carrera. El ácido concentrado al 40 por ciento no es cualquier cosa. Ya pica con una concentración del 40 por mil, de manera que una concentración del 40 por ciento es algo muy serio. El insecto cae y todas se precipitan a devorar su carne quemada. Las exploradoras del otoño dejaron buenas feromonas. El lugar parece abundar en caza. Las capturas serán buenas.

Bajan a un pozo artesiano y aterrorizan a toda clase de especies subterráneas hasta entonces desconocidas. Un murciélago se esfuerza por poner a fin a su visita, pero ellas le obligan a huir bajo una nube de ácido fórmico.

Los días siguientes siguen rastrillando la cálida caverna, acumulando despojos de pequeños animales blancos y fragmentos de setas de un color verde claro. Con su glándula anal siembran otras feromonas que permitirán a sus hermanas llegar sin problemas hasta aquí para cazar.

La misión ha sido un éxito. El territorio ha prolongado un brazo hasta aquí, más allá de la espesura del oeste. Pesadamente cargadas con las vituallas, cuando ya van a iniciar el camino de regreso, dejan el estandarte químico federal. Su olor clama a los cuatro vientos: «¡Bel-o-kan!»

– ¿Quiere usted repetirlo?

– Wells. Soy el sobrino de Edmond Wells.

La puerta se abre dejando a la vista a un individuo de cerca de dos metros de estatura.

– ¿El señor Jason Bragel…? Perdone que le moleste, pero me gustaría hablar con usted de mi tío. No pude conocerle y mi abuela me dijo que era usted su mejor amigo.

– Entre… ¿Qué quiere usted saber de Edmond?

– Todo. No tuve ocasión de tratarle y lamento…

– Sí. Ya veo. En cualquier caso, Edmond era de ese género de personas que son auténticos misterios vivientes.

– ¿Le conocía usted mucho?

– ¿Quién puede pretender que conoce a quienquiera que sea? Digamos que nuestras dos personalidades iban a menudo juntas y que ni él ni yo veíamos en ello inconveniente ninguno.

– ¿Cómo se conocieron ustedes?

– En la Facultad de Biología. Yo me dedicaba a las plantas y él a las bacterias.

– Dos mundos paralelos.

– Sí, aunque el mío es más salvaje -rectificó Jason Bragel señalando las plantas verdes que invadían su comedor: ¿Las ve usted? Son todas ellas competidoras, están dispuestas a matarse entre sí por un rayo de luz o por una gota de agua. En cuanto una hoja se queda en la sombra, la planta la abandona y las hojas vecinas crecen más. El de los vegetales es verdaderamente un mundo sin piedad…

– ¿Y las bacterias de Edmond?

Las hormigas

– Él mismo decía que no hacía más que estudiar sus ancestros. Digamos que se remontaba un poco más que los demás en su árbol genealógico.

– ¿Por qué las bacterias? ¿Por qué no los monos o los peces?

– Quería comprender la célula en su estadio más primitico. Para él, como el ser humano no era más que un conglomerado de células, lo que había que comprender a fondo era la «psicología» de una célula para deducir el funcionamiento del conjunto. «Un problema grande y complejo no es en realidad más que una unión de pequeños problemas simples» Tomó esta frase al pie de la letra.

– ¿Sólo trabajaba con bacterias?

– No. No. Era una especie de místico, un auténtico generalista. Hubiese querido saberlo todo. También tenía sus extravagancias; por ejemplo, querer controlar los latidos de su propio corazón.

– Pero, ¡eso es imposible!

– Parece ser que algunos yoguis hindúes y tibetanos realizan esa proeza.

– Y eso, ¿para qué sirve?

– No lo sé… Él quería conseguirlo para poder suicidarse deteniendo su corazón con la voluntad. Creía que así podría salir del juego en cualquier momento.

– ¿Por qué le interesaba eso?

– Quizá temía los dolores vinculados con la vejez.

– Ya… Y ¿qué hizo después de doctorarse en Biología?

– Empezó a trabajar para el sector privado, en una empresa que producía bacterias vivas para el yogur. La «Sweetmilk Corporation» Ahí le fue bien. Descubrió una bacteria capaz no sólo de desarrollar un sabor, sino también un olor. Le dieron el premio al mejor invento en el 63 por eso…

– ¿Y después?

– Después se casó con una china. Ling Mi. Una muchacha dulce y risueña. Él, el gruñón, se dulcificó inmediatamente. Estaba muy enamorado. A partir de ese momento le vi más raramente. Es lo clásico.

– Me han dicho que se fue a África.

– Sí, pero se fue después.

– ¿Después de qué?

– Después del drama. Ling Mi era leucémica. El cáncer de la sangre no perdona. En tres meses dejó de vivir. Y el pobre… Él, que confesaba francamente que las células eran apasionantes y los seres humanos indignos de atención… La lección fue cruel. No pudo hacer nada. Paralelamente a ese desastre, tuvo discusiones con sus colegas de las «Sweetmilk Corporation» Dejó su trabajo para quedarse postrado en su casa. Ling Mi le había devuelto la fe en la Humanidad, y perderla le hizo recaer de lleno en la misantropía.

– ¿Se fue a África para olvidar a Ling Mi?

– Quizás. En todo caso, quiso sobre todo hacer que cicatrizasen su herida lanzándose como un poseso a su trabajo de biólogo. Debió de encontrar otro tema apasionante de estudio. No sé exactamente lo que era, pero ya no se trataba de bacterias. Se instaló en África porque probablemente ese trabajo se podía realizar mejor allí. Me envió una postal en la que me explicaba que estaba con un equipo del CNRS y que estaba trabajando con un tal Rosenfeld, que no sé quién es.

– ¿Volvió a ver a Edmond de ahí en adelante?

– Sí. Una vez, y por casualidad, en los Campos Elíseos. Discutimos un poco. Era evidente que había recuperado el gusto de vivir. Pero se mostró muy evasivo, eludió todas mis preguntas un poco profesionales.

– Al parecer, también estaba escribiendo una enciclopedia.

– Eso es de antes. Era su gran tema. Reunir todos los conocimientos en una sola obra…

– ¿Pudo usted ver el texto?

– No. Y no creo que se lo enseñase nunca al primero que llegase. Conociendo a Edmond, debió de esconderlo en lo más profundo de Alaska con un dragón escupidor de fuego para que lo protegiese. Eso era su vertiente de «gran brujo»

Jonathan se disponía ya a despedirse.

– ¡Ah! Una pregunta más. ¿Sabe usted cómo hacer cuatro triángulos equiláteros con seis cerillas?

– Evidentemente. Ésa era su prueba de inteligencia preferida.

– ¿Cuál es la solución?

Jason estalló en una gran carcajada.

– ¡Puede estar usted seguro de que no se la daré! Como decía Edmond: «Le corresponde a cada uno encontrar por sí mismo su camino» Y ya verá usted cómo la satisfacción del descubrimiento es diez veces mayor.

Con todas esas vituallas a la espalda, el camino parece más largo que a la ida. La tropa avanza a buen paso para no verse sorprendida por los rigores de la noche.

Las hormigas son capaces de trabajar las veinticuatro horas del día, desde marzo hasta noviembre, sin tomarse el menor descanso; sin embargo, cada bajada de la temperatura las adormece. Por eso es raro que una expedición salga de viaje más de un día. La ciudad de las hormigas llevaba mucho tiempo planteándose este problema. Sabía que era importante extender los territorios de caza y conocer países lejanos, donde crecen otras plantas y donde viven otros animales con otras costumbres.

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