Pero al principio la cosa fue mal. Apenas le abrí la puerta cayó en mis brazos, dramático, a punto de echarse a llorar. Lo arrastré hasta el diván, le di una copa, dije: «Bueno, vamos a ver. ¿Qué pasa?». Tostado por el sol, Carmo parecía enmascarado. Nunca fue hombre de estivales festivales, nunca para ese «tiéndete pierna» que es la vida en las playas. Pensé que Sandra debía de haberlo arrastrado, ella en la playa tostándose, ella en la boîte, ella en la cama, y Carmo agotado, pidiendo mercedes al corazón y al sexo. Lo pensé, y acerté. «Aquí me tienes, destrozado, amigo.» Así era Carmo. «Yo y Sandra hemos acabado.» Oh, amigo, de qué sirve ese orgullo, ese tú delante de ella, ese hemos acabado, cuando la verdad es que te acabaron, quizá por poco tiempo, quizá por más, quizá para siempre. Pensé esto mientras Carmo me iba diciendo, con sus palabras, cómo había conseguido conquistar a Sandra, el interés de ella (¿interés? anda, anda, pasión, andapasión). Qué bien se sentía Carmo reviviendo glorias, proezas eróticas que no pormenorizaba pero sugería, implorándome con los ojos que le creyera, que no pusiera en duda lo que decía, que no sonriera con ironía o, peor aún, con escarnio. Jamás lo haría. Cualquiera que tenga algo de experiencia de la vida sabe que la media edad (y con mayor razón la vejez, claro) compensa con abundancias de arte las quiebras de vigor. ¿Por qué Carmo iba a ser una excepción? Basta ver el frenesí que las muchachas en flor (tanto a la sombra como al sol) manifiestan, hasta de manera indecorosa, hacia los hombres maduros, que podían ser sus tíos, sus padres. «No me sorprende», dije gravemente yo. «Ya ves el caso de Chaplin. Oona O’Neil, un montón de años más joven, y fue una historia de amor. Tuvieron nueve hijos.» Carmo se mosqueó, o pareció mosquearse, pero aquello le hizo bien. Y lanzó la gran declaración: «Es imposible ser más feliz de lo que éramos nosotros». Se bebió medio whisky como si el vaso fuera de agua, y se quedó pensativo, con el codo en la rodilla y el puño en la sien, los labios húmedos de la bebida y con una flojedad que en él es natural. «Pero, entonces, ¿por qué os habéis enfadado?» Carmo levantó la cabeza, desastrado: «No fue un enfado, fue una ruptura. No lo entiendes. Todo se acabó. Todo, todo, todo». Era inevitable: Carmo se echó a llorar. Discretamente, lo dejé solo, me fui a la cocina, me lavé las manos para hacer tiempo, y volví. Mi viejo amigo estaba más sereno, detenía con el índice en el párpado la última secreción (dolorosa, de acuerdo) lacrimal. Tenía el vaso vacío. Volví a servirle un whisky y me senté en el suelo, de espaldas al diván. Desde allí veía bien a mi casto San Antonio, con el aire torpe de quien no tiene nada que hacer, privado de aureola, de libro y de niño. «A ver, cuéntame.» «Las cosas iban como no puedes ni imaginarte. Me encontraba bien en la playa, no me costaba bailar, me sentía en plena forma. Como hace mucho tiempo que no me sentía.» Carmo ya no se sentía, de repente se sintió, oh, renuevo de juventud donde ya nada se esperaba. Te comprendo, amigo. «Comprendo. ¿Y luego?» «Luego ¿qué quieres que te diga? Claro que empecé a sentirme cansado, pero eso no tenía importancia. Lo peor fue que en los últimos días a ella le dio por estar como enfadada, mirándome con un aire seco. Una noche decidió, para provocarme, o eso es lo que creo ahora, no ir a la boîte. Nos quedamos en el hotel. Fue muy desagradable. Ella callada, yo sin saber qué decir. Llegó un momento en que se levantó de golpe y sin darme casi tiempo a responderle, dijo que iba a comprar tabaco y salió. Fui tras ella hasta el pasillo, pero yo estaba en zapatillas, en fin, no quise ponerme allí a llamarla. Me pareció de mal gusto armar un escándalo. Cuando volvió eran las tres de la madrugada, venía toda excitada. Yo, claro, estaba despierto, no era capaz de dormir. Me dijo que había estado paseando por la playa, sola. La creí. ¿Qué querías que hiciera? Al día siguiente, apenas nos levantamos empezó a hacer las maletas y me dijo que se volvía a Lisboa. Que yo podía quedarme si quería. No me quedé, desde luego, ¿qué iba a hacer yo allí? Durante todo el camino de vuelta, en el coche, quise hablar de algo, charlar, para que me diera una explicación, y nada. Cuando me dejó a la puerta de casa, le pedí que entrara para hablar un rato, pero no aceptó.» Carmo se calló para beber y respirar, y después siguió callado. «¿Y qué pasó después?», insistí. «Bueno. Estaba yo mirándola, ya en la acera, esperando que decidiera qué iba a hacer, cuando de repente sacó la cabeza por la ventanilla y dijo que era mejor acabarlo todo, que para ella estaba ya acabado, y que no insistiera. Me quedé cortado. Luego se fue, y yo allí, como un tonto, sin saber qué pasaba. No puedes imaginar cómo entré en casa. Llamé a su casa varias veces, pero nadie cogió el teléfono. O había salido, o no quería hablar conmigo. Esto fue hace tres días. Ayer logré encontrarla en casa y hablar con ella, pero empezó a decir que no pensara más en eso, que habían sido unos días agradables, pero que las cosas son así, que seguíamos tan amigos y tal. Ya sabes cómo es. Lo de costumbre.» El caso era claro y ya lo era cuando empezó: un simple capricho de Sandra, un sueño realizado de Carmo. Cosa para durar poco: el sueño realizado duraría el tiempo del capricho. ¿De qué se quejaba Carmo? «¿Y ahora? ¿Qué piensas hacer?» «No sé, chico. No aguanto más. Voy a hacer una locura.» «No vas a hacer nada, no seas idiota. Tú sabes bien cómo es Sandra.» Carmo me interrumpió furioso: «No te permito que digas nada contra ella. Seguro que también tú estuviste tras ella y no sacaste nada». «Te he dicho ya que no seas idiota. Nunca anduve detrás de ella, nunca me interesó. Sólo quería ayudarte.» Carmo se avergonzó: «Perdona. Uno pierde la cabeza, y luego…». Agitó el hielo del vaso, dio dos traguitos rápidos y, desviando los ojos: «Podías ayudarme. Podías telefonearle, como si fuera idea tuya, y decir que me has encontrado, así, un poco abatido, que yo te había dado a entender algo. En fin, ya sabes. Podías llamarla ahora, y yo sabría a qué atenerme». «Mira, Carmo, eso no va a servir de nada. Conozco a Sandra y tú la conoces también. Si lo ha decidido así, ya está, no hay nada que hacer.» «Es un favor que te pido.»
Carmo dijo esto así, con una simplicidad terrible, los ojos húmedos clavados en los míos, con el aire de quien se está ahogando y lo sabe. Fue en ese instante cuando me sentí muy amigo de él, e hice voto de que así siguiera, sólo porque valía la pena. Me levanté, fui al teléfono, que está en el dormitorio, busqué el número en el listín y llamé. Noté que Carmo me había seguido y estaba ahora apoyado en la puerta, con las manos agarrando el vaso, tan nervioso, pobre Carmo. Sentí el corazón oprimido por un instante, el tiempo de un pensamiento, y me pregunté por qué sentiría tanto aquel disgusto de Carmo y nada el que debería sentir. «¿Eres tú, Sandra?» Carmo no se atrevía a acercarse. «Hombre. ¿Cómo estás? Nunca me llamas, pero te he conocido en seguida por la voz.» «¿Cómo estás tú?» «Perfectamente. ¿Y tú? ¿Sigue Adelina en el norte?» «Sigue. ¿Y tus vacaciones?» «Ya acabaron, como ves.» «Ayer vi a Carmo.» «¡Ah!» «Me habló de que algo ha pasado entre vosotros. Estaba muy abatido.» «Estos hombres lo complican todo. Lo pasado, pasado. Muy bien, nos fuimos a la cama. Pero ahora se acabó. Qué pesadez.» «No quisiera molestarte. Si te he llamado es porque estoy preocu-pado por Carmo.» «No es sólo él quien está en causa. También podrías interesarte por mí.» «Claro que me intereso, pero quien está deshecho es él, no tú.» «Mira, chico, se le pasará. Eso pasa siempre.» «Es lo normal.» «¿Fue él quien te pidió que me llamaras.» «No, exactamente.» «Entiendo. Sí, exactamente.» «Bueno, hasta cualquier día.» «¿Ya vas a colgar? Ahora tenía ganas de charlar.» «Ya lo haremos otra vez. Ahora tengo que hacer.» «No te asustes, que no voy a raptarte. Pero un día me dejaré tentar, eres un amor.» «Buenas noches, Sandra.» «Bien, hombre, bien, sigue pintando.»
Читать дальше