Carmo se había acercado sin que yo lo oyera. Tenía el rostro ceñudo. «Me pareció oír qué pesadez.» De pronto, me sentí harto de todo aquello. Un hombre con un desierto tan bien hecho, tan bien despoblado, tan bien desierto, y ahora esto. Hice un gesto afirmativo y pasé al taller. Carmo vino detrás de mí, como un toro (con perdón), me volví hacia él: «Vamos a ver si lo entiendes. Yo ya te lo había dicho. No hay nada que hacer». Carmo se bebió el vaso de un trago, dejando caer el líquido por los cantos de la boca, y refunfuñó mientras se limpiaba con la mano: «La muy puta. La tortillera». Me aparté de él y le dije: «Ahora es cuando te estás comportando de una manera indecente. Ojalá lloraras, como hace un rato. ¿Sandra era ya tortillera y puta cuando te metiste en la cama con ella? ¿O se hizo después de haberse acostado contigo.».
El ataque fue brutal, pero dio resultado. Carmo se sentó lentamente, encendió un pitillo (habitualmente fuma puros: los cigarrillos son sólo para las ocasiones de crisis aguda, personal o editorial) y no habló más de Sandra. Fui y vine un rato por allí, ordené o hice que ordenaba unas cajas de medicamentos, pensando si debería poner estas cosas por escrito o darlas por no ocurridas. Carmo se levantó, dijo que iba adentro. Volvió más sereno, aplomado. Me di cuenta de que se había lavado la cara y ordenado los pocos pelos que le quedan. Lo peor había pasado.
«¿Quieres otro whisky? Sírvete.» Las manos de Carmo temblaban un poco, pero, en conjunto, aguantaba bien. Disimuló el temblor agitando ininterrumpidamente el hielo. Y, de repente, muy profesional: «Sobre aquello que hablamos el otro día, en el restaurante, aquella descripción tuya de un viaje a Italia, te dije que te la iba a editar». «Lo tomé como una broma. No creerás que.» «Realmente. La ocasión no es buena para libros de ese tipo.» «No tienes que decírmelo. La idea fue de Adelina.» «Bien. ¿Ella cómo está? Perdona, no te lo pregunté antes.» «Creo que está bien. Debe de haber vuelto ya del pueblo. Nuestras relaciones van mal.» Carmo: «¿De veras? ¿Pero es grave?». «Quizá.» Carmo, lleno de experiencia, un poco hinchado, un poco importante: «¿Qué quieres? Ya sabes cómo son las mujeres». «Claro que lo sé. Creo que sí.» De negocios del corazón no se habló más. Y tampoco del viaje a Italia. Dijimos unas cosas vagas de política, pusimos mal a Marcelo, Carmo contó el último chiste de Tomás y, después, se fue, mucho más sereno, catalogada debidamente Sandra y destinado yo a la ruptura siguiente.
No me veré en la piel de autor de un libro. Ahora ya no servirá Sandra como involuntario medio de presión; más que involuntario, inconsciente. Es idea mía muy meditada que la gente es lo que hace: por eso me estimo tan poco. Pero hay circunstancias en las que las personas son también lo que dicen y lo que dijeron. No por serlo ya antes, sino porque, al decir, se comprometen, más de lo que desearían, ante sí mismos y ante los otros. Decir es también hacer, o, al menos, proyecto público de eso. Sin Sandra como testigo y juez, y también sin Adelina, como sólo yo sé aún, el libro no se hará. Lo que, evidentemente, no es motivo para que no acabe mi trabajo. Voy a escribir el quinto y último capítulo.
Quinto y último ejercicio de autobiografía en forma de relato de viaje. Título: Las luces y las sombras.
Que alguien pueda ir a Roma sólo para ver al Papa, es algo que he llegado a respetar: a Arezzo fui sólo para ver a Piero della Francesca. Y hoy me reprendo severamente por haber cedido a las impertinencias del reloj que me desaconsejó el desvío por Borgo San Sepolcro, tierra natal del pintor, donde otras obras suyas estaban llamando a mis ojos. Busco y encuentro conformidad en los frescos de la Historia de la Verdadera Cruz, que en la iglesia de San Francisco, en Arezzo, proclaman una de las horas más felices de toda la historia de la pintura. Quien de Piero della Francesca conozca sólo el San Agustín de nuestro Museo de Arte Antiga, difícilmente será capaz de concebir la monumentalidad de las figuras de la Verdadera Cruz: aunque en gran parte dañados, lo que queda de los frescos se superpone a las superficies ciegas donde el color y el dibujo han desaparecido y se conserva en el recuerdo como una nota musical que de sí misma va extrayendo ecos e infinitas modulaciones.
Pero Arezzo es también la propia ciudad, toda ella luminosa y calma, construida en el contorno de una colina, con el Duomo en lo alto, donde existen dos retablos de cerámica, uno de Andrea, otro de Giovanni della Robbia. Y me quedé con un pintor de quien hasta ahora me pasó inadvertido cuanto había visto. Es él Margaritone di Magnano, hombre arentino del siglo XIII, que allí tiene, entre otras pinturas, un admirable y bizantino San Francisco. Arezzo sigue siendo uno de mis amores italianos más firmes.
¿Qué diré de Perugia, donde siempre entro lleno de esperanzas, pero de donde siempre salgo decepcionado, no porque la ciudad me desilusione objetivamente, sino porque la chispa del entusiasmo deseado todavía no ha saltado entre ella y yo? Y, pese a todo, ahí está esa Fontana Maggiore, en el centro de la antigua Piazza dei Priori, con sus delicadas esculturas del siglo XIII, intactas, y todas las arquitecturas que la rodean: la Catedral, el Palacio Comunal, con el atrio de poderosos pilares y bóvedas, las Logge di Braccio Fortebraccio, que son la primera obra del Renacimiento realizada en Perugia. Llegará sin duda el día (alguien me lo está debiendo) en que esta ciudad será también mi otra casa. De las salas del museo, al menos, hago ya remanso y alimento. En ellas reencuentro al gran Piero, un magnífico retablo que representa a la Virgen con el Niño y santos, y tiene en la parte superior una Anunciación que un artificioso contorno, ejecutado posteriormente, no llega a perjudicar. En la predela, registro una escena casi nocturna: un San Francisco recibiendo los estigmas, mientras otro fraile levanta la cabeza, con una expresión en la que parece haber sorpresa y escepticismo.
Voy a Rocca Paolina a temblar de frío y a compadecerme del guarda que está allí y que a toda costa quiere trabar conversación. La Rocca es una calle subterránea cubierta de bóvedas y bordeada de casas, tiendas que dejaron de serlo, hornos que ya no cuecen pan, sombría, pese a la iluminación, y de donde se sale con un suspiro de alivio. Aquí fuera, a la luz del día, el Corso Vanucci hierve de chicos y chicas de la Universidad de los Extranjeros. Aquí se hablan todas las lenguas del mundo: ¿quién sabe si no será precisamente esta marea internacional y ruidosa lo que hasta hoy no me deja encontrar Perugia?
Bajo hacia el sur, encuentro Todi. Allí, almuerzo ante el más asombroso paisaje de la Umbría, que deja muy lejos el que se goza desde lo alto de Assis -lo que no es decir poco. Fue aquí donde vi un gran cartel electoral coronado por las palabras CORAGGIO FASCISTI. Me sentí como si una rápida sombra me helara el rostro. Miré alrededor, y la pequeña plaza de Todi se transformó en Italia entera: por ella temí, y por mí: recordé los resultados de las recientes elecciones, el número de votos del Movimiento Social Italiano, y esta pere-grinación personal por caminos y miradores, por las naves de los templos y las salas de los museos, me resultó súbitamente inútil, ociosa, con perdón de la injuria que a mí mismo así me hacía, y de la que hacía también a Italia. Pero Todi es una tierra consoladora.
Meto en este punto a Roma, la gigantesca, la ciudad cuyas puertas y ventanas fueron hechas para hombres de tres metros, la ciudad que no consiente ser recorrida a pie, la ciudad que fatiga los músculos, los huesos y (perdónese la herejía) el espíritu. Aquí dejo esta humillada confesión: no entiendo a Roma. Pero no me cansaré de visitar el museo de Villa Giulia donde se disponen, en una rigurosa lección de arte y de historia, los restos arqueológicos de la Etruria meridional; dócilmente vuelvo al Museo de las Termas, aunque la escultura romana casi siempre me deje en estado de melancolía; y reservo todas mis horas disponibles para los museos del Vaticano, batalla en la que estoy derrotado de antemano, pues dos vidas enteras no bastarían para matarme el hambre.
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