José Saramago - Manual de pintura y caligrafía
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¿Para qué bajar a la Capilla Sixtina? Buscar a Miguel Ángel y encontrar a centenares de personas con la cabeza alzada, torciendo el cuello y los ojos para distinguir en la penumbra de lo alto la creación del mundo y del hombre, el pecado original, el diluvio, la embriaguez de Noé -es tal vez la más amarga decepción que puede alcanzar a quien ame al arte bienintencionado, a quien no pueda entrar en la capilla en horas muertas, que sólo pueden ser aquellas en las que las obras de arte del Vaticano están vetadas al público. Así, guardado el recuerdo aplastante del conjunto titánico (son triviales las palabras, pero no hay otras), no queda más que abrir un libro de buenos grabados y volver a ver tranquilamente el techo y la pared del fondo con el Juicio Final. Por dolorosa que sea la limitación.
No conozco, no sé qué puede ofrecer El Cairo en materia de momias, pero me atrevo a dudar de que alguna sea tan impresionante como ésta: tiene descubierta la cabeza y el rostro, oscuro, reseco, agarrotado, pero lo que más aflige son las manos, negras también, pero asombrosamente bien conservadas, con las uñas blancas e intactas, vivísimas.
No tienen fin los museos del Vaticano. Se avanza por decenas de enormes salas y galerías, de rotondas, de stanze, y siempre con el remordimiento de estar dejando atrás, y quizá para siempre, el cuadro, el fresco, la escultura, el libro iluminado que probablemente nos ayudarían a comprender mejor este mundo y la vida que hacemos en él.
Aquí está, por ejemplo, un Sócrates en copia romana, con su cabeza redonda, el cuello corto, la frente arqueada, la nariz aplastada, los ojos, que ni el vacío del mármol puede apagar -aquí está el más hermoso hombre feo de la historia, el que obligaba a los otros hombres a renacer de sí mismos, el que fue acusado de «honrar a otros dioses y de haber intentado corromper a la juventud», y que por eso murió. Y son éstas las dos eternas acusaciones contra el hombre. Entro rápidamente en San Pedro: he ahí la grandeza, el lujo aplastante de una Iglesia triunfalista, pero he ahí también la victoria de las obras del hombre, la corona de su inteligencia y la osadía de sus manos. Allí, a la derecha, estaba la Pietà de Miguel Ángel, a la que un dudoso loco mutiló. Pero los turistas no muestran gran pena, sólo la pasajera incomodidad de una ausencia en su ruta.
Recorriéndola de paso, Nápoles me dejó la impresión de un gigantesco atasco de automóviles, de una gincana de locos mansos (¿dónde está la exuberancia verbal de los napolitanos?). Me dejó también el recuerdo de la bahía iluminada, vista desde la terraza del hotel, como una procesión parada de luceros a lo largo de la ladera.
Y también la ciudad donde la sigla MSI aparecía en todas partes, en las paredes, en el respaldo de los bancos de los jardines, es igualmente la ciudad donde tenderos añorantes de un Duce tienen a la venta ceniceros con el retrato de Benito Mussolini uniformado y cesáreo, entre frases movilizadoras para la revindicta fascista. Es también la ciudad donde, por dos veces, me advirtieron que no debía dejar ningún objeto dentro del automóvil, «por mi interés».
Pero Nápoles tiene también su Museo Nazionale. En él me refugio para ver lo que en Pompeya no encontré, o sólo fragmentariamente: los mosaicos y las pinturas que sólo conocía por reproducciones de buena voluntad, pero a las que faltaba aquella preciosa dimensión que la irregularidad deliberada del mosaico da, o la aspereza de la pared pintada, que las manos no deben tocar pero que los ojos tantean. Y toda esta riqueza de escultura: algunos originales griegos, pocos, innumerables estatuas romanas o helenísticas, figuras que bastarían para poblar otra civilización, una Pompeya resucitada, una Nápoles pacífica. Me perdí al salir de la ciudad: era inevitable.
Y ahora descanso en Positano, en esta costa de Salerno de la que he dicho que es «bienaventurada» antes de saber que la propaganda turística oficial la llamaba «la divina costiera». Tenemos razón los dos: esta paz es divina y bienaventurada. Pero ahí va, es ella, Melina Mercuri, con sombrero de paja y vestido ancho, pálida y magra, con Jules Dassin. Me arranco de la indolencia del sol e imagino este diálogo entre ella y yo: «Entonces, Melina, ¿sigue usted fuera de Grecia? ¿Aquí tan cerca y no puede entrar en su tierra? ¿Cómo van las cosas por allí?». E, inmediatamente, la respuesta: «¿Y por allí, cómo van las cosas?».
Vuelvo a mi sitio, miro las aguas quietas de este mar interior que sabe tantas y tan antiguas historias, y me repito a mí mismo la pregunta: «¿Y por allí, cómo van las cosas?».
Si Carmo, en su desastre de amor, no me hubiera cortado las esperanzas de publicación (si es que lo fueron, si no fueron más bien conformidad mía con lo que deciden otros), ¿qué haría con estas páginas? ¿Se las daría, para que con ellas hiciera un librito, un opúsculo, un cuaderno, un folleto? Realmente, éstos sólo para mi uso denominados ejercicios de autobiografía, no valen nada sin las lecturas que de ellos intenté hacer después. Y como recuerdos de viaje, como itinerario estético, o sólo turístico, poco más interés tienen que el gesto encogido de un pintor dominguero, que la frase explicativa que, de tan personal e íntima, va a encontrar pronto la súbita y dura hostilidad de oyentes generalizadores. Bendito sea pues Carmo, y bendita Sandra que, al empujar a Carmo fuera de sus sábanas (o, con más rigor, fuera de las sábanas cuyo uso en el hotel pagaba Carmo), me empujó a mí fuera de los catálogos de la editora antes incluso de entrar. Dicen que Dios escribe derecho con líneas torcidas, y yo diría que ésas son precisamente las que prefiere, en primer lugar para mostrar su virtuosismo, la divina habilidad prestidigitadora, y, en segundo lugar, porque no hay otras. Todas las líneas humanas son torcidas, todo es laberinto. Pero la línea recta, más que aspiración, es una posibilidad. El mismo laberinto contiene la línea recta, quebrada, sí, interrumpida, sí, pero permanente y a la espera. El dios geométrico de que vengo hablando habrá encarnado en Sandra, habrá movido la decisión, harto de Carmo el muslo (de Sandra), y así las cosas ocuparon obedientes sus conocidos lugares. Bendita sea Sandra, bendita Sandra sea, bendita sea, bendita Sandra.
Pero estas páginas existen, y aún no ha acabado mi trabajo. Los ejercicios, sí, pero no lo que de antes venía. Hay cosas que empiezan ahora a ponerse en claro, diría incluso que ya me parecen obvias, mientras que antes eran caos y confusión, eran otra forma de laberinto, sin duda reductible a la línea recta, pero que complica esa reductibilidad enmadejándose y apretándose sobre sí o comprimiendo los espacios por donde la circulación se hace. Tomemos el llamado metro de carpintero. Son diez reglas de diez centímetros (¿o cinco de veinte?), unidas punta a punta pero que aparecen dobladas, siendo así proyecto cierto y medida errada. Hay que desdoblarlo, extenderlo, todo lo que dé su tamaño para que su tamaño sea. Creo que también a los hombres hay que hacerles lo mismo, o que eso a sí mismos se hagan. Nacemos ya doblados, siendo ya reglas contrapuestas, y somos comprimidos, apretados. Tenemos tres metros dentro de nosotros y comportamientos de mano travesera.
No sé si estaría esto en mi cabeza cuando recordé la cabeza de Sócrates, vista en Nápoles. Era Sócrates aquel que obligaba a los otros hombres a nacer de su interior, pero no basta saberlo para que el parto se haga por sí mismo. Ni probablemente sus métodos de pregunta-respuesta-pregunta (como Platón, sin estenografía ni grabadora los registró), bastarían a los laberintos que somos, a la posición defectuosa que somos en el útero de nosotros mismos. Como no bastaría, o no basta, la búsqueda por los medios y por las obras de arte, no este mío, sino otro del que he hablado, el de los otros, el que me hace doblar las rodillas. Es subjetivo esto, creo haberlo escrito ya más o menos, y, en consecuencia, hay que desconfiar. Si, uniendo la subjetividad al efecto de estilo, hablo del remordimiento con que dejo atrás el libro iluminado, la escultura, el fresco, el cuadro que probablemente me ayudarían, a la buena paz (repito: a la buena paz), a entender mejor este mundo y la vida que en él hago -¿quiero del arte una paz que Sócrates sistemáticamente retira a los hombres, o la paz que Sócrates les abriría, después de destruida esa otra de la conformidad y del hábito? (Seguro sería ésta, pero hay peligro en decir algunas cosas: muchas veces no decimos más que palabras, y ése es el gran peligro cuando hablamos de arte. Es también el gran peligro cuando hablamos de todo.) Sócrates, el arte, comprender este mundo y la vida que hacemos en él, juntar piedra con piedra, color con color, la palabra recuperada con la recuperación de la palabra, añadir el resto que falte para continuar organizando el sentido de las cosas, no necesariamente para completar este sentido, sino para ajustarlo, unir la biela al excéntrico, la mano al puño, y todo al cerebro. Punto en el que, llegado ya, como desde este principio estaba previsto, me levanto de la silla, busco en la estantería un libro (Contribución a la crítica de la economía política, de Karl Marx) y, como estudiante aplicado, copio una página, seguro que es necesario añadirla a Sócrates y al arte para que continúe el sentido: «El modo de producción de la vida material condiciona el desarrollo de la vida social, política e intelectual en general. No es la consciencia de los hombres lo que determina su ser; es su ser social lo que, al contrario, determina su consciencia. En cierto estadio de desarrollo las fuerzas productivas de la sociedad entran en contradicción con las relaciones de producción existentes o, lo que es su expresión jurídica, con las relaciones de propiedad en cuyo seno se han movido hasta entonces. De formas de desarrollo de las fuerzas productivas, estas relaciones pasan a ser su traba. Surge entonces una época de revolución social. La transformación de la base económica altera, más o menos rápidamente, toda la inmensa superestructura. Al considerar tales alteraciones es necesario siempre distinguir entre la alteración material -que se puede comprobar de manera científicamente rigurosa- de las condiciones económicas de producción, y las formas jurídicas, políticas, religiosas, artísticas o filosóficas, en resumen, las formas ideológicas por las que los hombres cobran consciencia de este conflicto llevándolo a sus últimas consecuencias. Del mismo modo que no se juzga al individuo por la idea que él se forma de sí mismo, no se podrá juzgar una época de transformación por su consciencia de sí; es preciso, al contrario, explicar esta consciencia por las contradicciones de la vida material, por el conflicto que existe entre las fuerzas productivas sociales y las relaciones de producción. Una organización social nunca desaparece antes de que se desarrollen todas las fuerzas productivas que es capaz de contener; nunca relaciones de producción nuevas y superiores cambian antes de que las condiciones materiales de existencia de estas relaciones se produzcan en el propio seno de la vieja sociedad. De ahí que la humanidad sólo plantea los problemas que es capaz de resolver, y así, en una observación atenta, se descubrirá que el propio problema sólo surge cuando las condiciones materiales para resolverlo ya existían o estaban, al menos, en vías de manifestarse. A grandes rasgos, los modos de producción asiático, antiguo, feudal y burgués moderno pueden ser calificados como épocas progresivas de la formación económica de la sociedad. Las relaciones de producción burguesas son la última forma contradictoria no en el sentido de una contradicción individual, sino en el sentido de una contradicción que nace de las condiciones de existencia social de los individuos. Sin embargo, las fuerzas productivas que se desarrollan en el seno de la sociedad burguesa crean al mismo tiempo las condiciones materiales para resolver esta contradicción. Con esta organización social termina, así, la prehistoria de la sociedad humana».
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