La última noche que pasaron en la casa se acostaron tardé, estuvieron hablando horas y horas, como si el día siguiente fuese de dolorosas despedidas, cada uno por su lado. Pero estar así juntos todavía era aún un modo de fortalecer los ánimos, sabido es que las varas empiezan a partirse en el momento en que se apartan del haz, todo lo que es quebrable está quebrado ya. Desplegaron sobre la mesa de la cocina el mapa de la península, en esta configuración aún incongruentemente sujeta a Francia, y marcaron el itinerario de la primera jornada, inaugural, con cuidado de elegir los trayectos menos accidentados, vistas las pocas fuerzas del lázaro caballar. Pero tendrían que hacer un desvío más hacia el norte, hasta A Coruña, era ahí donde estaba internada la madre loca de María Guavaira, el simple amor de hija ordenaba sacarla de aquel manicomio, imaginemos el pánico en la casa de los orates, una isla entrándoles por la puerta, lanzándose enorme sobre la ciudad, llevándose a su paso los barcos anclados, y todas aquellas galerías de cristal de la avenida de la Marina rompiéndose en el mismo instante, y los locos creyendo, en su locura lo pueden creer, que ha llegado el día del juicio. María Guavaira tendrá la lealtad de decir, No sé cómo nos las vamos a arreglar con mi madre dentro de la galera, aunque no es violenta, será sólo el tiempo de llegar a un lugar seguro, tened paciencia. Le respondieron que la tendrían, que no se preocupara, que todo se arreglará de la mejor manera posible, pero bien sabemos que ni el mucho amor resiste intacto a su propia locura, qué hará si tiene que cargar con la ajena, en este caso la loca madre de uno de los locos. Menos mal que José Anaiço tuvo la feliz idea de telefonear desde el primer lugar donde fue posible, para saber noticias, bien pudiera ser que las autoridades sanitarias hayan trasladado ya o vayan a trasladar a los alienados a sitio seguro, que este naufragio no es de los clásicos, aquí se salvan primero los que ya están perdidos.
Se recogieron al fin las parejas a sus cuartos, hicieron lo que siempre se hace en situaciones de éstas, quién sabe si volveremos aquí algún día, quédense entonces los ecos del humano amor carnal, ese que no tiene semejante en ninguna especie, porque está hecho de suspiros, de murmullos, de palabras imposibles, de saliva y de sudor, de agonía, de martirio implorado, Aún no, se muere de sed y se rechaza el agua liberadora, Ahora, ahora, amor, y es esto lo que la vejez y la muerte nos ha de robar. Pedro Orce, que esta viejo y tiene ya de la muerte el primer aviso, que es la soledad, salió una vez más para ver el barco de piedra, fue con él el perro que tiene todos los nombres y ninguno, y si alguien dice que, por ir el perro, no va Pedro Orce solo, ése olvida el origen remoto del animal, los perros de infierno lo han visto ya todo, y teniendo vida tan larga no son compañía para nadie, son los humanos, que tan poco viven, los que acompañan a tales perros. El barco de piedra está allí, y la proa es alta y aguda como en la primera noche, a Pedro Orce no le extraña, cada uno ve el mundo con los ojos que tiene, y los ojos ven lo que quieren, los ojos hacen la diversidad del mundo y fabrican maravillas, aunque sean de piedra, y las altas proas, aunque sean de ilusión.
Despertó la mañana cubierta y lloviznosa, manera de decir que siendo corriente no es exacta, no despiertan las mañanas, despertamos nosotros en ellas, y entonces, acercándonos a la ventana, vemos que el cielo está cubierto de nubes bajas y cae una lluvia menuda, un calabobos que los va a acompañar, aunque, siendo tan grande la fuerza de la tradición, si este nuestro viaje llevara diario de a bordo, seguro que el escribano de la nao labraría así su primera lauda, Despertó la mañana cubierta y lloviznosa, como si a los cielos desagradase la aventura, siempre en casos como éste se invoca al cielo, lo mismo da que llueva o que haga sol. Dos Caballos, a empujones, pasó a ocupar el lugar de la galera, bajo tejado, aunque éste no sea de teja sino de paja, que esto no es garaje sino alpendre abierto a todos los vientos. Así abandonado, sin la cobertura de lona que sirvió para reparar el toldo de la galera, parece ya una ruina, a las cosas les ocurre como a las personas, cuando no sirven se acaban, se acaban si dejan de servir. La galera, al contrario, pese a su vetustez, rejuveneció con la salida al aire libre, y la lluvia que cae la baña de novedad, admirable ha sido siempre el efecto de la acción, fíjense en el caballo, bajo el hule que le cubre los lomos parece un corcel de torneo, enjaezado para la batalla.
No deberían sorprender estas demoras descriptivas, son modos de mostrar cuánto cuesta a la gente arrancarse de los lugares donde vivieron felices, sobre todo cuando no se huye en pánico desbocado. María Guavaira cierra ahora cuidadosamente las puertas, suelta las gallinas que se quedan, los conejos de la jaula, el puerco de la pocilga, son animales habituados a mesa puesta y quedan ahora a la gracia de Dios, si no a las artes del diablo, que el puerco es bien capaz, si se da maña, de acabar con los otros bichos. Cuando el más joven de los jornaleros aparezca tendrá que romper una ventana para entrar en la casa, no hay, en leguas a la redonda, nadie que sea testigo del asalto, Si lo hice, fue por bien, son palabras de él, y es posible que sea verdad.
María Guavaira subió al pescante, a su lado se sentó Joaquim Sassa con el paraguas abierto, es su deber, acompañar a la mujer amada y defenderla del mal tiempo, ya que no puede tomarle el oficio, que de estas cinco personas sólo María Guavaira sabe cómo se gobierna una galera y un caballo. Al atardecer, cuando el cielo escampe, habrá lecciones, Pedro Orce se empeñará en ser el primero en recibir los rudimentos, gran bondad la suya que así ya pueden las dos parejas reposar bajo el toldo sin indeseadas separaciones, además, siendo el asiento del cochero tan espacioso, pueden viajar tres personas, solución ideal para la intimidad de los restantes, aunque sólo sea para estar callados, quietos y juntos. Agitó María Guavaira las riendas, el caballo, uncido a la lanza de la galera, sin compañero al lado, dio el primer estirón, sintió la resistencia de los tirantes, luego el peso de la carga, la memoria volvió a sus viejos huesos y músculos, y el son casi olvidado se repitió, la tierra aplastada por el rodar de las ruedas calzadas de hierro. Todo se aprende, se olvida y reaprende si la necesidad lo exige. Durante unos cien metros el perro acompañó a la galera bajo la lluvia, luego se dio cuenta de que podía viajar, aunque por su pie, al abrigo de la incomodidad. Se metió bajo la galera, concertó su paso a la andadura del caballo, así lo veremos durante todo el tiempo que este viaje dure, llueva o haga sol, a no ser que le apetezca hacer trabajo de batidor o distraerse con esas idas y venidas sin aparente sentido que hacen tan semejantes a los perros y a los hombres.
Este día no anduvieron mucho. Había que ahorrar fatigas al caballo, tanto más cuanto que el camino accidentado le exigía continuos esfuerzos, al subir tirando, al bajar aguantando. En todo lo que los ojos alcanzaban, no se veía alma viviente, Debemos de ser los últimos en dejar estos lugares, dijo María Guavaira, y el cielo bajo, el aire turbio, el paisaje afligido, eran ya el desmayo de un mundo final, despoblado, miserando después de tantos sufrimientos y fatigas, de tanto vivir y morir, de tanta vida obstinada y muerte sucesiva. Pero en esta galera viajera van amores nuevos, y los amores nuevos, como no ignoran los observadores, es lo más fuerte que hay en el mundo, por eso no temen accidentes, siendo ellos mismos, los amores, como por excelencia son, la máxima representación del accidente, el relámpago súbito, la caída sonriente, el atropello ansioso. Sin embargo, no se debe confiar por entero en las primeras impresiones, esta casi fúnebre despedida de un país desierto, bajo la lluvia melancólica, preferible sería, de no ser nosotros tan discretos, aguzar el oído y seguir la charla de Joana Carda y José Anaiço, de María Guavaira y Joaquim Sassa, el silencio de Pedro Orce es más discreto aún, de él se podía decir que ni parece que aquí vaya.
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