Gabriel Márquez - Vivir para contarla

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Vivir para contarla es, probablemente, el libro más esperado de la década, compendio y recreación de un tiempo crucial en la vida de Gabriel García Márquez. En este apasionante relato, el premio Nobel colombiano ofrece la memoria de sus años de infancia y juventud, aquellos en los que se fundaría el imaginario que, con el tiempo, daría lugar a algunos de los relatos y novelas fundamentales de la literatura en lengua española del siglo XX.
Estamos ante la novela de una vida, a través de cuyas páginas García Márquez va descubriendo ecos de personajes e historias que han poblado obras como Cien años de soledad, El amor en los tiempos del cólera, El coronel no tiene quien le escriba o Crónica de una muerte anunciada, y que convierten Vivir para contarla en una guía de lectura para toda su obra, en acompañante imprescindible para iluminar pasajes inolvidables que, tras la lectura de estas memorias, adquieren una nueva perspectiva.
«A los que un día le dirán: "Esto fuiste", "esto hiciste" o "esto imaginaste", Gabo se les adelanta y dice simplemente: soy, seré, imaginé. Esto recuerdo. Gracias por la memoria.»
CARLOS FUENTES

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La verdad de verdad es que no sabía cómo seguir viviendo. Mi convalecencia en Sucre me sirvió para darme cuenta de que no sabía por dónde iba en la vida, pero no me dio pistas del buen rumbo ni ningún argumento nuevo para convencer a mis padres de que no se murieran si me tomaba la libertad de decidir por mi cuenta. De modo que me fui a Barranquilla con doscientos pesos que me había dado mi madre antes de regresar a Cartagena, escamoteados a los fondos domésticos.

El 15 de diciembre de 1949 entré en la librería Mundo a las cinco de la tarde para esperar a los amigos que no había vuelto a ver después de nuestra noche de mayo en que fui con el inolvidable señor Razzore. No llevaba más que un maletín de playa con otra muda de ropa y algunos libros y la carpeta de piel con mis borradores. Minutos después que yo llegaron todos a la librería, uno detrás del otro. Fue una bienvenida ruidosa sin Álvaro Cepeda, que seguía en Nueva York. Cuando se completó el grupo pasamos a los aperitivos, que ya no eran en el café Colombia junto a la librería, sino en uno reciente de amigos más cercanos en la acera de enfrente: el café Japy.

No tenía ningún rumbo, ni esa noche ni en el resto de mi vida. Lo raro es que nunca pensé que ese rumbo podía estar en Barranquilla, y si iba allí era sólo por hablar de literatura y para agradecer de cuerpo presente la remesa de libros que me habían mandado a Sucre. De lo primero nos sobró, pero nada de lo segundo, a pesar de que lo intenté muchas veces, porque el grupo tenía un terror sacramental a la costumbre de dar o recibir las gracias entre nosotros mismos.

Germán Vargas improvisó aquella noche una comida de doce personas, entre las que había de todo, desde periodistas, pintores y notarios, hasta el gobernador del departamento, un típico conservador barranquillero, con su manera propia de discernir y gobernar. La mayoría se retiró pasada la medianoche y el resto se desbarató a migajas, hasta que sólo quedamos Alfonso, Germán y yo, con el gobernador, más o menos en el sano juicio en que solíamos estar en las madrugadas de la adolescencia.

En las largas conversaciones de aquella noche había recibido una lección sorprendente sobre el modo de ser de los gobernantes de la ciudad en los años sangrientos. Calculaba que entre los estragos de esa política bárbara los menos alentadores eran un número impresionante de refugiados sin techo ni pan en las ciudades.

– A este paso -concluyó-, mi partido, con el apoyo de las armas, quedará sin adversario en las próximas elecciones y dueño absoluto del poder.

La única excepción era Barranquilla, de acuerdo con una cultura de convivencia política que los propios conservadores locales compartían, y que había hecho de ella un refugio de paz en el ojo del huracán. Quise hacerle un reparo ético, pero él me frenó en seco con un gesto de la mano.

– Perdón -dijo-, esto no quiere decir que estemos al margen de la vida nacional. Al contrario: justo por nuestro pacifismo, el drama social del país se nos ha venido metiendo en puntas de pies por la puerta de atrás, y ya lo tenemos aquí adentro.

Entonces supe que había unos cinco mil refugiados venidos del interior en la peor miseria y no sabían cómo rehabilitarlos ni dónde esconderlos para que no se hiciera público el problema. Por primera vez en la historia de la ciudad había patrullas militares que montaban guardia en lugares críticos, y todo el mundo las veía, pero el gobierno lo negaba y la censura impedía que se denunciaran en la prensa.

Al amanecer, después de embarcar casi a rastras al señor gobernador, fuimos al Chop Suey, el desayunadero de los grandes amanecidos. Alfonso compró en el quiosco de la esquina tres ejemplares de El Heraldo, en cuya página editorial había una nota firmada por Puck, su seudónimo en la columna interdiaria. Era sólo un saludo para mí, pero Germán le tomó el pelo porque la nota decía que yo estaba allí de vacaciones informales.

– Lo mejor hubiera sido decir que se queda a vivir aquí para no escribir una nota de saludo y después otra de despedida -se burló Germán-. Menos gasto para un periódico tan tacaño como El Heraldo.

Ya en serio, Alfonso pensaba que no le iría mal a su sección editorial un columnista más. Pero Germán estaba indomable a la luz del amanecer.

– Será un quintacolumnista porque ya tienen cuatro.

Ninguno de ellos consultó mi disposición, como yo lo deseaba, para decirle que sí. No se habló más del tema. Ni fue necesario, porque Alfonso me dijo esa noche que había hablado con la dirección del periódico y les parecía bien la idea de un nuevo columnista, siempre que fuera bueno pero sin muchas pretensiones. En todo caso no podían resolver nada hasta después de las fiestas del Año Nuevo. De modo que me quedé con el pretexto del empleo, aunque en febrero me dijeran que no.

7

Fue así como se publicó mi primera nota en la página editorial de El Heraldo de Barranquilla el 5 de enero de 1950. No quise firmarla con mi nombre para curarme en salud por si no lograba encontrarle el paso como había ocurrido en El Universal. El seudónimo no lo pensé dos veces: Septimus, tomado de Septimus Warren Smith, el personaje alucinado de Virginia Woolf en La señora Dalloway. El título de la columna -«La Jirafa»- era el sobrenombre confidencial con que sólo yo conocía a mi pareja única en los bailes de Sucre.

Me pareció que las brisas de enero soplaban más que nunca aquel año, y apenas se podía andar contra ellas en las calles castigadas hasta el amanecer. Los temas de conversación al levantarse eran los estragos de los vientos locos durante la noche, que arrastraban consigo sueños y gallineros y convertían en guillotinas voladoras las láminas de cinc de los techos.

Hoy pienso que aquellas brisas locas barrieron los rastrojos de un pasado estéril y me abrieron las puertas de una nueva vida. Mi relación con el grupo dejó de ser de complacencias y se convirtió en una complicidad profesional. Al principio comentábamos los temas en proyecto o intercambiábamos observaciones nada doctorales pero de no olvidar. La definitiva para mí fue la de una mañana en que entré en el café Japy cuando Germán Vargas estaba acabando de leer en silencio «La Jirafa» recortada del periódico del día. Los otros del grupo esperaban su veredicto en torno de la mesa con una especie de terror reverencial que hacía más denso el humo de la sala. Al terminar, sin mirarme siquiera, Germán la rompió en pedacitos sin decir una sola palabra y los revolvió entre la basura de colillas y fósforos quemados del cenicero. Nadie dijo nada, ni el humor de la mesa cambió, ni se comentó el episodio en ningún momento. Pero la lección me sirve todavía cuando me asalta por pereza o por prisa la tentación de escribir un párrafo por salir del paso.

En el hotel de lance donde viví casi un año, los propietarios terminaron por tratarme como a un miembro de la familia. Mi único patrimonio de entonces eran las sandalias históricas y dos mudas de ropa que lavaba en la ducha, y la carpeta de piel que me robé en el salón de té más respingado de Bogotá en los tumultos del 9 de abril. La llevaba conmigo a todas partes con los originales de lo que estuviera escribiendo, que era lo único que tenía para perder. No me habría arriesgado a dejarla ni bajo siete llaves en la caja blindada de un banco. La única persona a quien se la había confiado en mis primeras noches fue al sigiloso Lácides, el portero del hotel, que me la aceptó en garantía por el precio del cuarto. Les dio una pasada intensa a las tiras de papel escritas a máquina y enmarañadas de enmiendas, y la guardó en la gaveta del mostrador. La rescaté el día siguiente a la hora prometida y seguí cumpliendo con mis pagos con tanto rigor que me la recibía en prenda hasta por tres noches. Llegó a ser un acuerdo tan serio que algunas veces se la dejaba en el mostrador sin decirle más que las buenas noches, y yo mismo cogía la llave en el tablero y subía a mi cuarto.

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