Crónica tuvo para mí la importancia lateral de obligarme a improvisar cuentos de emergencia para llenar espacios imprevistos en la angustia del cierre. Me sentaba a la máquina mientras linotipistas y armadores hacían lo suyo, e inventaba de la nada un relato del tamaño del hueco. Así escribí «De cómo Natanael hace una visita», que me resolvió un problema de urgencia al amanecer, y «Ojos de perro azul» cinco semanas después.
El primero de esos dos cuentos fue el origen de una serie con un mismo personaje, cuyo nombre tomé sin permiso de André Gide. Más tarde escribí «El final de Natanael» para resolver otro drama de última hora. Ambos formaron parte de una secuencia de seis, que archivé sin dolor cuando me di cuenta de que no tenían nada que ver conmigo. De los que me quedaron a medias recuerdo uno sin la menor idea de su argumento: «De cómo Natanael se viste de novia». El personaje no se me parece hoy a nadie que haya conocido, ni estaba fundado en vivencias propias o ajenas, ni puedo imaginarme siquiera cómo podía ser un cuento mío con un tema tan equívoco. Natanael, en definitiva, era un riesgo literario sin ningún interés humano. Es bueno recordar estos desastres para no olvidar que un personaje no se inventa de cero, como quise hacerlo con Natanael. Por fortuna la imaginación no me dio para llegar tan lejos de mí mismo y, por desgracia, también era un convencido de que el trabajo literario tenía que pagarse tan bien como pegar ladrillos, y si pagábamos bien y puntuales a los tipógrafos, con más razón había que pagarles a los escritores.
La mejor resonancia que teníamos de nuestro trabajo en Crónica nos llegaba en las cartas de don Ramón a Germán Vargas. Se interesaba por las noticias menos pensadas y por los amigos y hechos de Colombia, y Germán le mandaba recortes de prensa y le contaba en cartas interminables las noticias que prohibía la censura. Es decir, para él había dos Crónicas: la que hacíamos nosotros y la que le resumía Germán los fines de semana. Los comentarios entusiastas o severos de don Ramón sobre nuestros artículos eran nuestra avidez mayor.
Entre las varias causas con que quisieron explicarse los tropiezos de Crónica, y aun las incertidumbres del grupo, supe por casualidad que algunos los atribuían a mi mala suerte congénita y contagiosa. Como una prueba mortal se citaba mi reportaje sobre Berascochea, el futbolista brasileño, con el cual quisimos conciliar deporte y literatura en un género nuevo y fue el descalabro definitivo. Cuando me enteré de mi fama indigna ya estaba muy extendida entre los clientes del Japy. Desmoralizado hasta el tuétano la comenté con Germán Vargas, que ya la conocía, como el resto del grupo.
– Tranquilo, maestro -me dijo sin la menor duda-. Escribir como usted escribe sólo se explica por una buena suerte que no la derrota nadie.
No todo fueron malas noches. La del 27 de julio de 1950, en la casa de fiestas de la Negra Eufemia, tuvo un cierto valor histórico en mi vida de escritor. No sé por qué buena causa la dueña había ordenado un sancocho épico de cuatro carnes, y los alcaravanes alborotados por los olores montaraces extremaron los chillidos alrededor del fogón. Un cliente frenético agarró un alcaraván por el cuello y lo echó vivo en la olla hirviendo. El animal alcanzó apenas a lanzar un aullido de dolor con un aletazo final y se hundió en los profundos infiernos. El asesino bárbaro trató de agarrar otro, pero la Negra Eufemia estaba ya levantada del trono con todo su poder.
– ¡Quietos, carajo -gritó-, que los alcaravanes les van a sacar los ojos!
Sólo a mí me importó, porque fui el único que no tuvo alma para probar el sancocho sacrílego. En vez de irme a dormir me precipité a la oficina de Crónica y escribí de un solo trazo el cuento de tres clientes de un burdel a quienes los alcaravanes les sacaron los ojos y nadie lo creyó. Tenía sólo cuatro cuartillas de tamaño oficio a doble espacio, y estaba contado en primera persona del plural por una voz sin nombre. Es de un realismo transparente y sin embargo el más enigmático de mis cuentos, que además me enfiló por un rumbo que estaba a punto de abandonar por no poder. Había empezado a escribir a las cuatro de la madrugada del viernes y terminé a las ocho de la mañana atormentado por un deslumbramiento de adivino. Con la complicidad infalible de Porfirio Mendoza, el armador histórico de El Heraldo, reformé el diagrama previsto para la edición de Crónica que circulaba el día siguiente. En el último minuto, desesperado por la guillotina del cierre, le dicté a Porfirio el título definitivo que acababa por fin de encontrar, y él lo escribió en directo en el plomo fundido: «La noche de los alcaravanes».
Para mí fue el principio de una nueva época, después de nueve cuentos que estaban todavía en el limbo metafísico y cuando no tenía ningún proyecto para proseguir con un género que no lograba atrapar. Jorge Zalamea lo reprodujo el mes siguiente en Crítica, excelente revista de poesía grande. He vuelto a leerlo cincuenta años después, antes de escribir este párrafo, y creo que no le cambiaría ni una coma. En medio del desorden sin brújula en que estaba viviendo, aquél fue el principio de una primavera.
El país, en cambio, entraba en barrena. Laureano Gómez había regresado de Nueva York para ser proclamado candidato conservador a la presidencia de la República. El liberalismo se abstuvo ante el imperio de la violencia, y Gómez fue elegido en solitario para el 7 de agosto de 1950. Puesto que el Congreso estaba clausurado, tomó posesión ante la Corte Suprema de Justicia.
Apenas si alcanzó a gobernar de cuerpo presente, pues a los quince meses se retiró de la presidencia por motivos reales de salud. Lo reemplazó el jurista y parlamentario conservador Roberto Urdaneta Arbeláez, en su condición de primer designado de la República. Los buenos entendedores lo interpretaron como una fórmula muy propia de Laureano Gómez para dejar el poder en otras manos, pero sin perderlo, y seguir gobernando desde su casa por interpuesta persona. Y en casos urgentes, por teléfono.
Pienso que el regreso de Álvaro Cepeda con su grado de la Universidad de Columbia, un mes antes del sacrificio del alcaraván, fue decisivo para sobrellevar los hados funestos de aquellos días. Volvió más despelucado y sin el bigote de cepillo, y más cerrero que cuando se fue. Germán Vargas y yo, que lo esperábamos hacía varios meses con el temor de que lo hubieran desbravado en Nueva York, nos moríamos de risa cuando lo vimos bajar del avión de saco y corbata y saludando desde la escalerilla con la primicia de Hemingway: Al otro lado del río y entre los árboles. Se lo arranqué de las manos, lo acaricié por ambos lados, y cuando quise preguntarle algo, Álvaro se me adelantó:
– ¡Es una mierda!
Germán Vargas, ahogado de risa, me murmuró al oído: «Volvió igualito». Sin embargo, Álvaro nos aclaró después que su juicio sobre el libro era una broma, pues apenas empezaba a leerlo en el vuelo desde Miami. En todo caso, lo que nos levantó los ánimos fue que trajo más alborotado que antes el sarampión del periodismo, el cine y la literatura. En los meses siguientes, mientras volvió a aclimatarse, nos mantuvo con la fiebre a cuarenta grados.
Fue un contagio inmediato. «La Jirafa», que desde hacía meses giraba sobre sí misma dando palos de ciego, empezó a respirar con dos fragmentos saqueados del borrador de La casa. Uno era «El hijo del coronel», nunca nacido, y el otro era «Ny», una niña fugitiva a cuya puerta llamé muchas veces en busca de caminos distintos, y jamás contestó. También recobré mi interés de adulto por las tiras cómicas, no como pasatiempo dominical sino como un nuevo género literario condenado sin razón al cuarto de los niños. Mi héroe, en medio de tantos, fue Dick Tracy. Y además, cómo no, recuperé el culto del cine que me inculcó el abuelo y me alimentó don Antonio Daconte en Aracataca, y que Álvaro Cepeda convirtió en una pasión evangélica para un país donde las mejores películas se conocían por relatos de peregrinos. Fue una suerte que su regreso coincidiera con el estreno de dos obras maestras: Intruder in the Dust, dirigida por Clarence Brown sobre la novela de William Faulkner, y El retrato de Jenny, dirigida por William Dieterle sobre la novela de Robert Nathan. Ambas las comenté en «La Jirafa», después de largas discusiones con Álvaro Cepeda. Quedé tan interesado que empecé a ver el cine con otra óptica. Antes de conocerlo a él yo no sabía que lo más importante era el nombre del director, que es el último que aparece en los créditos. Para mí era una simple cuestión de escribir guiones y manejar actores, pues lo demás lo hacían los numerosos miembros del equipo. Cuando Álvaro regresó me dio un curso completo a base de gritos y ron blanco hasta el amanecer en las mesas de las peores cantinas, para enseñarme a golpes lo que le habían enseñado de cine en los Estados Unidos, y amanecíamos soñando despiertos con hacerlo en Colombia.
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