Gabriel Márquez - Vivir para contarla

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Vivir para contarla es, probablemente, el libro más esperado de la década, compendio y recreación de un tiempo crucial en la vida de Gabriel García Márquez. En este apasionante relato, el premio Nobel colombiano ofrece la memoria de sus años de infancia y juventud, aquellos en los que se fundaría el imaginario que, con el tiempo, daría lugar a algunos de los relatos y novelas fundamentales de la literatura en lengua española del siglo XX.
Estamos ante la novela de una vida, a través de cuyas páginas García Márquez va descubriendo ecos de personajes e historias que han poblado obras como Cien años de soledad, El amor en los tiempos del cólera, El coronel no tiene quien le escriba o Crónica de una muerte anunciada, y que convierten Vivir para contarla en una guía de lectura para toda su obra, en acompañante imprescindible para iluminar pasajes inolvidables que, tras la lectura de estas memorias, adquieren una nueva perspectiva.
«A los que un día le dirán: "Esto fuiste", "esto hiciste" o "esto imaginaste", Gabo se les adelanta y dice simplemente: soy, seré, imaginé. Esto recuerdo. Gracias por la memoria.»
CARLOS FUENTES

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Germán vivía pendiente a toda hora de mis carencias, hasta el punto de saber si no tenía dónde dormir y me daba a hurtadillas el peso y medio para la cama. Nunca supe cómo lo sabía. Gracias a mi buena conducta me hice a la confianza del personal del hotel, hasta el punto de que las putitas me prestaban para la ducha su jabón personal. En el puesto de mando, con sus tetas siderales y su cráneo de calabaza, presidía la vida su dueña y señora, Catalina la Grande. Su machucante de planta, el mulato Jonás San Vicente, había sido un trompetista de lujo hasta que le desbarataron la dentadura orificada en un asalto para robarle los casquetes. Maltrecho y sin fuelle para soplar tuvo que cambiar de oficio, y no podía conseguir otro mejor para su tranca de seis pulgadas que la cama de oro de Catalina la Grande. También ella tenía su tesoro íntimo que le sirvió para trepar en dos años desde las madrugadas miserables del muelle fluvial hasta su trono de mamasanta mayor. Tuve la suerte de conocer el ingenio y la mano suelta de ambos para hacer felices a sus amigos. Pero nunca entendieron por qué tantas veces no tenía el peso y medio para dormir, y sin embargo pasaban a recogerme gentes de mucho mundo en limusinas oficiales.

Otro paso feliz de aquellos días fue que terminé de copiloto único del Mono Guerra, un taxista tan rubio que parecía albino, y tan inteligente y simpático que lo habían elegido concejal honorario sin hacer campaña. Sus madrugadas en el barrio chino parecían de cine, porque él mismo se encargaba de enriquecerlas -y a veces enloquecerlas- con desplantes inspirados. Me avisaba cuando tenía alguna noche sin prisa, y la pasábamos juntos en el descalabrado barrio chino, donde nuestros padres y los padres de sus padres aprendieron a hacernos.

Nunca pude descubrir por qué, en medio de una vida tan sencilla, me hundí de pronto en un desgano imprevisto. Mi novela en curso -La casa-, a unos seis meses de haberla empezado, me pareció una farsa desangelada. Más era lo que hablaba de ella que lo que escribía, y en realidad lo poco coherente que tuve fueron los fragmentos que antes y después publiqué en «La Jirafa» y en Crónica cuando me quedaba sin tema. En la soledad de los fines de semana, cuando los otros se refugiaban en sus casas, me quedaba más solo que la mano izquierda en la ciudad desocupada. Era de una pobreza absoluta y de una timidez de codorniz, que trataba de contrarrestar con una altanería insoportable y una franqueza brutal. Sentía que sobraba en todas partes y aun algunos conocidos me lo hacían notar. Esto era más crítico en la sala de redacción de El Heraldo, donde escribía hasta diez horas continuas en un rincón apartado sin alternar con nadie, envuelto en la humareda de los cigarrillos bastos que fumaba sin pausas en una soledad sin alivio. Lo hacía a toda prisa, muchas veces hasta el amanecer, y en tiras de papel de imprenta que llevaba a todas partes en la carpeta de cuero.

En uno de los tantos descuidos de aquellos días la olvidé en un taxi, y lo entendí sin amarguras como una trastada más de mi mala suerte. No hice ningún esfuerzo por recuperarla, pero Alfonso Fuenmayor, alarmado por mi negligencia, redactó y publicó una nota al final de mi sección: «El último sábado se quedó olvidada una papelera en un automóvil de servicio público. En vista de que el dueño de esa papelera y el autor de esta sección son, coincidencialmente, una misma persona, ambos agradeceríamos a quien la tenga se sirva comunicarse con cualquiera de los dos. La papelera no contiene en absoluto objetos de valor: solamente «jirafas» inéditas». Dos días después alguien dejó mis borradores en la portería de El Heraldo, pero sin la carpeta, y con tres errores de ortografía corregidos con muy buena letra en tinta verde.

El sueldo diario me alcanzaba justo para pagar el cuarto, pero lo que menos me importaba en aquellos días era el abismo de la pobreza. Las muchas veces en que no pude pagarlo me iba a leer en el café Roma como lo que era en realidad: un solitario al garete en la noche del paseo Bolívar. A cualquier conocido le hacía un saludo de lejos, si es que me dignaba mirarlo, y seguía de largo hasta mi reservado habitual, donde muchas veces leí hasta que me espantaba el sol. Pues aun entonces seguía siendo un lector insaciable sin ninguna formación sistemática. Sobre todo de poesía, aun de la mala, pues en los peores ánimos estuve convencido de que la mala poesía conduce tarde o temprano a la buena.

En mis notas de «La Jirafa» me mostraba muy sensible a la cultura popular, al contrario de mis cuentos que más bien parecían acertijos kafkianos escritos por alguien que no sabía en qué país vivía. Sin embargo, la verdad de mi alma era que el drama de Colombia me llegaba como un eco remoto y sólo me conmovía cuando se desbordaba en ríos de sangre. Encendía un cigarrillo sin terminar el anterior, aspiraba el humo con las ansias de vida con que los asmáticos se beben el aire, y las tres cajetillas que consumía en un día se me notaban en las uñas y en una tos de perro viejo que perturbó mi juventud. En fin, era tímido y triste, como buen caribe, y tan celoso de mi intimidad que cualquier pregunta sobre ella la contestaba con un desplante retórico. Estaba convencido de que mi mala suerte era congénita y sin remedio, sobre todo con las mujeres y el dinero, pero no me importaba, pues creía que la buena suerte no me hacía falta para escribir bien. No me interesaban la gloria, ni la plata, ni la vejez, porque estaba seguro de que iba a morir muy joven y en la calle.

El viaje con mi madre para vender la casa de Aracataca me rescató de ese abismo, y la certidumbre de la nueva novela me indicó el horizonte de un porvenir distinto. Fue un viaje decisivo entre los numerosos de mi vida, porque me demostró en carne propia que el libro que había tratado de escribir era una pura invención retórica sin sustento alguno en una verdad poética. El proyecto, por supuesto, saltó en añicos al enfrentarlo con la realidad en aquel viaje revelador.

El modelo de una epopeya como la que yo soñaba no podía ser otro que el de mi propia familia, que nunca fue protagonista y ni siquiera víctima de algo, sino testigo inútil y víctima de todo. Empecé a escribirla a la hora misma del regreso, pues ya no me servía para nada la elaboración con recursos artificiales, sino la carga emocional que arrastraba sin saberlo y me había esperado intacta en la casa de los abuelos. Desde mi primer paso en las arenas ardientes del pueblo me había dado cuenta de que mi método no era el más feliz para contar aquel paraíso terrenal de la desolación y la nostalgia, aunque gasté mucho tiempo y trabajo para encontrar el método correcto. Los atafagos de Crónica, a punto de salir, no fueron un obstáculo, sino todo lo contrario: un freno de orden para la ansiedad.

Salvo Alfonso Fuenmayor -que me sorprendió en la fiebre creativa horas después de que empecé a escribirla- el resto de mis amigos creyó por mucho tiempo que seguía con el viejo proyecto de La casa. Decidí que así fuera por el temor pueril de que se descubriera el fracaso de una idea de la cual había hablado tanto como si fuera una obra maestra. Pero también lo hice por la superstición que todavía cultivo de contar una historia y escribir otra distinta para que no se sepa cuál es cuál. Sobre todo en las entrevistas de prensa, que al fin y al cabo son un género de ficción peligroso para escritores tímidos que no quieren decir más de lo que deben. Sin embargo, Germán Vargas debió descubrirlo con su perspicacia misteriosa, porque meses después del viaje de don Ramón a Barcelona se lo dijo en una carta: «Creo que Gabito ha abandonado el proyecto de La casa y está metido en otra novela». Don Ramón, por supuesto, lo sabía desde antes de irse.

Desde la primera línea tuve por cierto que el nuevo libro debía sustentarse con los recuerdos de un niño de siete años sobreviviente de la matanza pública de 1928 en la zona bananera. Pero lo descarté muy pronto, porque el relato quedaba limitado al punto de vista de un personaje sin bastantes recursos poéticos para contarlo, Entonces tomé conciencia de que mi aventura de leer Ulises a los veinte años, y más tarde El sonido y la furia, eran dos audacias prematuras sin futuro, y decidí releerlos con una óptica menos prevenida. En efecto, mucho de lo que me había parecido pedante o hermético en Joyce y Faulkner se me reveló entonces con una belleza y una sencillez aterradoras. Pensé en diversificar el monólogo con voces de todo el pueblo, como un coro griego narrador, al modo de Mientras yo agonizo, que son reflexiones de toda una familia interpuestas alrededor de un moribundo. No me sentí capaz de repetir su recurso sencillo de indicar los nombres de los protagonistas en cada parlamento, como en los textos de teatro, pero me dio la idea de usar sólo las tres voces del abuelo, la madre y el niño, cuyos tonos y destinos tan diferentes podían identificarse por sí solos. El abuelo de la novela no sería tuerto como el mío, pero era cojo; la madre absorta, pero inteligente, como la mía, y el niño inmóvil, asustado y pensativo, como lo fui siempre a su edad. No fue un hallazgo de creación, ni mucho menos, sino apenas un recurso técnico.

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