Gabriel Márquez - Vivir para contarla

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Vivir para contarla es, probablemente, el libro más esperado de la década, compendio y recreación de un tiempo crucial en la vida de Gabriel García Márquez. En este apasionante relato, el premio Nobel colombiano ofrece la memoria de sus años de infancia y juventud, aquellos en los que se fundaría el imaginario que, con el tiempo, daría lugar a algunos de los relatos y novelas fundamentales de la literatura en lengua española del siglo XX.
Estamos ante la novela de una vida, a través de cuyas páginas García Márquez va descubriendo ecos de personajes e historias que han poblado obras como Cien años de soledad, El amor en los tiempos del cólera, El coronel no tiene quien le escriba o Crónica de una muerte anunciada, y que convierten Vivir para contarla en una guía de lectura para toda su obra, en acompañante imprescindible para iluminar pasajes inolvidables que, tras la lectura de estas memorias, adquieren una nueva perspectiva.
«A los que un día le dirán: "Esto fuiste", "esto hiciste" o "esto imaginaste", Gabo se les adelanta y dice simplemente: soy, seré, imaginé. Esto recuerdo. Gracias por la memoria.»
CARLOS FUENTES

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Pretendía ser un drama de la guerra de los Mil Días en el Caribe colombiano, del cual había conversado con Manuel Zapata Olivella, en una visita anterior a Cartagena. En esa ocasión, y sin relación alguna con mi proyecto, él me regaló un folleto escrito por su padre sobre un veterano de aquella guerra, cuyo retrato impreso en la portada, con el liquilique y los bigotes chamuscados de pólvora, me recordó de algún modo a mi abuelo. He olvidado su nombre, pero su apellido había de seguir conmigo por siempre jamás: Buendía. Por eso pensé en escribir una novela con el título de La casa, sobre la epopeya de una familia que podía tener mucho de la nuestra durante las guerras estériles del coronel Nicolás Márquez.

El título tenía fundamento en el propósito de que la acción no saliera nunca de la casa. Hice varios principios y esquemas de personajes parciales a los cuales les ponía nombres de familia que más tarde me sirvieron para otros libros. Soy muy sensible a la debilidad de una frase en la que dos palabras cercanas rimen entre sí, aunque sea en rima vocálica, y prefiero no publicarla mientras no la tenga resuelta. Por eso estuve a punto de prescindir muchas veces del apellido Buendía por su rima ineludible con los pretéritos imperfectos. Sin embargo el apellido acabó imponiéndose porque había logrado para él una identidad convincente.

En ésas andaba cuando amaneció en la casa de Sucre una caja de madera sin letreros pintados ni referencia alguna. Mi hermana Margot la había recibido sin saber de quién, convencida de que era algún rezago de la farmacia vendida. Yo pensé lo mismo y desayuné en familia con el corazón en su puesto. Mi papá aclaró que no había abierto la caja porque pensó que era el resto de mi equipaje, sin recordar que ya no me quedaban ni los restos de nada en este mundo. Mi hermano Gustavo, que a los trece años ya tenía práctica bastante para clavar o desclavar cualquier cosa, decidió abrirla sin permiso. Minutos después oímos su grito:

– ¡Son libros!

Mi corazón saltó antes que yo. En efecto, eran libros sin pista alguna del remitente, empacados de mano maestra hasta el tope de la caja y con una carta difícil de descifrar por la caligrafía jeroglífica y la lírica hermética de Germán Vargas: «Ahí le va esa vaina, maestro, a ver si por fin aprende». Firmaban también Alfonso Fuenmayor, y un garabato que identifiqué como de don Ramón Vinyes, a quien aún no conocía. Lo único que me recomendaban era que no cometiera ningún plagio que se notara demasiado. Dentro de uno de los libros de Faulkner iba una nota de Álvaro Cepeda, con su letra enrevesada, y escrita además a toda prisa, en la cual me avisaba que la semana siguiente se iba por un año a un curso especial en la escuela de periodismo de la Universidad de Columbia, en Nueva York.

Lo primero que hice fue exhibir los libros en la mesa del comedor, mientras mi madre terminaba de levantar los trastos del desayuno. Tuvo que armarse de una escoba para espantar a los hijos menores que querían cortar las ilustraciones con las tijeras de podar y a los perros callejeros que husmeaban los libros como si fueran de comer. También yo los olía, como hago siempre con todo libro nuevo, y los repasé todos al azar leyendo párrafos a saltos de mata. Cambié tres o cuatro veces de lugar en la noche porque no encontraba sosiego o me agotaba la luz muerta del corredor del patio, y amanecí con la espalda torcida y todavía sin una idea remota del provecho que podía sacar de aquel milagro.

Eran veintitrés obras distinguidas de autores contemporáneos, todas en español y escogidas con la intención evidente de que fueran leídas con el propósito único de aprender a escribir. Y en traducciones tan recientes como El sonido y la furia, de William Faulkner. Cincuenta años después me es imposible recordar la lista completa y los tres amigos eternos que la sabían ya no están aquí para acordarse. Sólo había leído dos: La señora Dalloway, de la señora Woolf, y Contrapunto, de Aldous Huxley. Los que mejor recuerdo eran los de William Faulkner: El villorrio, El sonido y la furia, Mientras yo agonizo y Las palmeras salvajes. También Manhattan Transfer y tal vez otro, de John Dos Passos; Orlando, de Virginia Woolf; De ratones y de hombres y Las viñas de la ira, de John Steinbeck; El retrato de Jenny, de Robert Nathan, y La ruta del tabaco, de Erskine Caldwell. Entre los títulos que no recuerdo a la distancia de medio siglo había por lo menos uno de Hemingway, tal vez de cuentos, que era lo que más les gustaba de él a los tres de Barranquilla; otro de Jorge Luis Borges, sin duda también de cuentos, v quizás otro de Felisberto Hernández, el insólito cuentista uruguayo que mis amigos acababan de descubrir a gritos. Los leí todos en los meses siguientes, a unos bien y a otros menos, y gracias a ellos logré salir del limbo creativo en que estaba encallado.

Por la pulmonía me habían prohibido fumar, pero fumaba en el baño como escondido de mí mismo. El médico se dio cuenta y me habló en serio, pero no logré obedecerle. Ya en Sucre, mientras trataba de leer sin pausas los libros recibidos, encendía un cigarrillo con la brasa del otro hasta que ya no podía más, y mientras más trataba de dejarlo más fumaba. Llegué a cuatro cajetillas diarias, interrumpía las comidas para fumar y quemaba las sábanas por quedarme dormido con el cigarrillo encendido. El miedo de la muerte me despertaba a cualquier hora de la noche, y sólo fumando más podía sobrellevarlo, hasta que resolví que prefería morirme a dejar de fumar.

Más de veinte años después, ya casado y con hijos, seguía fumando. Un médico que me vio los pulmones en la pantalla me dijo espantado que dos o tres años después no podría respirar. Aterrado, llegué al extremo de permanecer sentado horas y horas sin hacer nada más, porque no conseguía leer, o escuchar música, o conversar con amigos o enemigos sin fumar. Una noche cualquiera, durante una cena casual en Barcelona, un amigo siquiatra les explicaba a otros que el tabaco era quizás la adicción más difícil de erradicar. Me atreví a preguntarle cuál era la razón de fondo, y su respuesta fue de una simplicidad escalofriante:

– Porque dejar de fumar sería para ti como matar a un ser querido.

Fue una deflagración de clarividencia. Nunca supe por qué, ni quise saberlo, pero exprimí en el cenicero el cigarrillo que acababa de encender, y no volví a fumar uno más, sin ansiedad ni remordimientos, en el resto de mi vida.

La otra adicción no era menos persistente. Una tarde entró una de las criadas de la casa vecina, y después de hablar con todos fue hasta la terraza y con un gran respeto me pidió permiso para hablar conmigo. No interrumpí la lectura hasta que ella me preguntó:

– ¿Se acuerda de Matilde?

No recordaba quién era, pero no me creyó.

– No se haga el pendejo, señor Gabito -me dijo con un énfasis deletreado-: Ni-gro-man-ta.

Y con razón: Nigromanta era entonces una mujer libre, con un hijo del policía muerto, y vivía sola con su madre y otros de la familia en la misma casa, pero en un dormitorio apartado con una salida propia hacia la culata del cementerio. Fui a verla, y el reencuentro persistió por más de un mes. Cada vez retrasaba la vuelta a Cartagena y quería quedarme en Sucre para siempre. Hasta una madrugada en que me sorprendió en su casa una tormenta de truenos y centellas como la noche de la ruleta rusa. Traté de eludirla bajo los alares, pero cuando no pude más me tiré por la calle al medio con el agua hasta las rodillas. Tuve la suerte de que mi madre estuviera sola en la cocina y me llevó al dormitorio por los senderos del jardín para que no se enterara papá. Tan pronto como me ayudó a quitarme la camisa empapada, la apartó a la distancia del brazo con las puntas del pulgar y el índice, y la tiró en el rincón con una crispación de asco.

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