Gabriel Márquez - Vivir para contarla

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Vivir para contarla es, probablemente, el libro más esperado de la década, compendio y recreación de un tiempo crucial en la vida de Gabriel García Márquez. En este apasionante relato, el premio Nobel colombiano ofrece la memoria de sus años de infancia y juventud, aquellos en los que se fundaría el imaginario que, con el tiempo, daría lugar a algunos de los relatos y novelas fundamentales de la literatura en lengua española del siglo XX.
Estamos ante la novela de una vida, a través de cuyas páginas García Márquez va descubriendo ecos de personajes e historias que han poblado obras como Cien años de soledad, El amor en los tiempos del cólera, El coronel no tiene quien le escriba o Crónica de una muerte anunciada, y que convierten Vivir para contarla en una guía de lectura para toda su obra, en acompañante imprescindible para iluminar pasajes inolvidables que, tras la lectura de estas memorias, adquieren una nueva perspectiva.
«A los que un día le dirán: "Esto fuiste", "esto hiciste" o "esto imaginaste", Gabo se les adelanta y dice simplemente: soy, seré, imaginé. Esto recuerdo. Gracias por la memoria.»
CARLOS FUENTES

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Por desgracia, la realidad había tenido tiempo de interponer otros planes con las dos hermanas mayores, que se quedaron solteras de por vida. Aída, como en las novelitas rosas, ingresó en un convento de cadena perpetua, al que renunció después de veintidós años con todas las de la ley, cuando ya no encontró al mismo Rafael ni a ningún otro a su alcance. Margot, con su carácter rígido, perdió el suyo por un error de ambos. Contra precedentes tan tristes, Rita se casó con el primer hombre que le gustó, y fue feliz con cinco hijos y nueve nietos. Las otras dos -Ligia y Emi- se casaron con quienes quisieron cuando ya los padres se habían cansado de pelear contra la vida real.

Las angustias de la familia parecían ser parte de la crisis que vivía el país por la incertidumbre económica Y el desangre por la violencia política, que había llegado a Sucre como una estación siniestra, y entró a la casa en puntillas, pero con paso firme. Ya para entonces nos habíamos comido las escasas reservas, y éramos tan pobres como lo habíamos sido en Barran quilla antes del viaje a Sucre. Pero mi madre no se inmutaba, por su certidumbre ya probada de que todo niño trae su pan bajo el brazo. Ése era el estado de la casa cuando llegué de Cartagena, convaleciente de la pulmonía, pero la familia se había confabulado a tiempo para que no lo notara.

La comidilla de dominio público en el pueblo era una supuesta relación de nuestro amigo Cayetano Gentile con la maestra de escuela del cercano caserío de Chaparral, una bella muchacha de condición social distinta de la suya, pero muy seria y de una familia respetable. No era raro: Cayetano fue siempre un picaflor, no sólo en Sucre sino también en Cartagena, donde había estudiado su bachillerato e iniciado la carrera de medicina. Pero no se le conoció novia de planta en Sucre, ni parejas preferidas en los bailes.

Una noche lo vimos llegar de su finca en su mejor caballo, la maestra en la silla con las riendas en el puño, y él en ancas, abrazado a su cintura. No sólo nos sorprendió el grado de confianza que habían logrado, sino el atrevimiento de ambos de entrar por el camellón de la plaza principal a la hora de mayor movimiento y en un pueblo tan malpensado. Cayetano explicó a quien quiso oírlo que la había encontrado en la puerta de su escuela a la espera de alguien que le hiciera la caridad de llevarla al pueblo a esas horas de la noche. Lo previne en broma de que iba a amanecer cualquier día con un pasquín en la puerta, y él se encogió de hombros con un gesto muy suyo y me soltó su broma favorita:

– Con los ricos no se atreven.

En efecto, los pasquines habían pasado de moda tan pronto como llegaron, y se pensó que tal vez fueran un síntoma más del mal humor político que asolaba el país. La tranquilidad volvió al sueño de quienes los temían. En cambio, a los pocos días de mi llegada sentí que algo había cambiado hacia mí en el ánimo de algunos copartidarios de mi padre, que me señalaron como autor de artículos contra el gobierno conservador publicados en El Universal. No era cierto. Si tuve que escribir alguna vez notas políticas, fueron siempre sin firma y bajo la responsabilidad de la dirección, desde que ésta decidió suspender la pregunta de qué había pasado en el Carmen de Bolívar. Las de mi columna firmada revelaban sin duda una posición clara sobre el mal estado del país, y la ignominia de la violencia y la injusticia, pero sin consignas de partido. De hecho, ni entonces ni nunca fui militante de ninguno. La acusación alarmó a mis padres, y mi madre empezó a encender velas a los santos, sobre todo cuando me quedaba hasta muy tarde en la calle. Por primera vez sentí alrededor de mí un ambiente tan opresivo que decidí salir de casa lo menos posible.

Fue por esos malos tiempos cuando se presentó en el consultorio de papá un hombre impresionante que ya parecía ser el fantasma de sí mismo, con una piel que permitía traslucir el color de los huesos y el vientre abultado y tenso como un tambor. Sólo necesitó una frase para volverse inolvidable hasta más nunca:

– Doctor, vengo para que me saque un mico que me hicieron crecer dentro de la barriga.

Después de examinarlo, mi padre se dio cuenta de que el caso no estaba al alcance de su ciencia, y lo mandó a un colega cirujano que no encontró el mico que el paciente creía, sino un engendro sin forma pero con vida propia. Lo que a mí me importó, sin embargo, no fue la bestia del vientre sino el relato del enfermo sobre el mundo mágico de La Sierpe, un país de leyenda dentro de los límites de Sucre al que sólo podría llegarse por tremedales humeantes, donde uno de los episodios más corrientes era vengar una ofensa con un maleficio como aquel de una criatura del demonio dentro del vientre.

Los habitantes de La Sierpe eran católicos convencidos pero vivían la religión a su manera, con oraciones mágicas para cada ocasión. Creían en Dios, en la Virgen y en la Santísima Trinidad, pero los adoraban en cualquier objeto en que les pareciera descubrir facultades divinas. Lo que podía ser inverosímil para ellos era que alguien a quien le creciera una bestia satánica dentro del vientre fuera tan racional como para apelar a la herejía de un cirujano.

Pronto me llevé la sorpresa de que todo el mundo en Sucre conocía la existencia de La Sierpe como un hecho real, cuyo único problema era llegar a ella a través de toda clase de tropiezos geográficos y mentales. A última hora descubrí por casualidad que el maestro en el tema de La Sierpe era mi amigo Ángel Casij, a quien había visto por última vez cantando en una orquesta del barrio chino de Barrancabermeja, en mi segundo o tercer viaje por el río Magdalena. Lo encontré con más uso de razón que aquella vez, y con un relato alucinante de sus varios viajes a La Sierpe. Entonces supe todo lo que podía saberse de la Marquesita, dueña y señora de aquel vasto reino donde se conocían oraciones secretas para hacer el bien o el mal, para levantar del lecho a un moribundo no conociendo de él nada más que la descripción de su físico y el lugar preciso donde estaba, o para mandar una serpiente a través de los pantanos que al cabo de seis días le diera muerte a un enemigo.

Lo único que le estaba vedado era la resurrección de los muertos, por ser un poder reservado a Dios. Vivió todos los años que quiso, y se supone que fueron hasta doscientos treinta y tres, pero sin haber envejecido ni un día más después de los sesenta y seis. Antes de morir concentró sus fabulosos rebaños y los hizo girar durante dos días y dos noches alrededor de su casa, hasta que se formó la ciénaga de La Sierpe, un piélago sin límites tapizado de anémonas fosforescentes. Se dice que en el centro de ella hay un árbol con calabazos de oro, a cuyo tronco está amarrada una canoa que cada 2 de noviembre, día de Muertos, va navegando sin patrón hasta la otra orilla, custodiada por caimanes blancos y culebras con cascabeles de oro, donde la Marquesita sepultó su fortuna sin límites.

Desde que Ángel Casij me contó esta historia fantástica empezaron a sofocarme las ansias de visitar el paraíso de La Sierpe encallado en la realidad. Lo preparamos todo, caballos inmunizados con oraciones contrarias, canoas invisibles, y baquianos mágicos y todo cuanto fuera necesario para escribir la crónica de un realismo sobrenatural.

Sin embargo, las mulas se quedaron ensilladas. Mi lenta convalecencia de la pulmonía, las burlas de los amigos en los bailes de la plaza, los escarmientos pavorosos de amigos mayores, me obligaron a aplazar el viaje para un después que nunca fue. Hoy lo evoco, sin embargo, como un percance de buena suerte, porque a falta de la Marquesita fantástica me sumergí a fondo y desde el día siguiente en la escritura de una primera novela, de la que sólo me quedó el título: La casa.

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