Estas novedades se conocían en las vitrinas inalcanzables de las librerías, pero algunos ejemplares circulaban por los cafés de estudiantes, que eran centros activos de divulgación cultural entre universitarios de provincia. Muchos tenían sus lugares reservados año tras año, y allí recibían el correo y hasta los giros postales. Algunos favores de los dueños, o de sus dependientes de confianza, fueron decisivos para salvar muchas carreras universitarias. Numerosos profesionales del país podían deberles más a ellos que a sus acudientes invisibles.
Yo prefería El Molino, el café de los poetas mayores, a sólo unos doscientos metros de mi pensión y en la esquina crucial de la avenida Jiménez de Quesada con la carrera Séptima. No permitían estudiantes de mesa fija, pero uno estaba seguro de aprender más y mejor que en los libros de texto con las conversaciones literarias que escuchábamos agazapados en las mesas cercanas. Era una casa enorme y bien puesta al estilo español, y sus paredes estaban decoradas por el pintor Santiago Martínez Delgado, con episodios de la batalla de don Quijote contra los molinos de viento. Aunque no tuviera sitio reservado, me las arreglé siempre para que los meseros me ubicaran lo más cerca posible del gran maestro León de Greif -barbudo, gruñón, encantador-, que empezaba su tertulia al atardecer con algunos de los escritores más famosos del momento, y terminaba a la medianoche ahogado en alcoholes de mala muerte con sus alumnos de ajedrez. Fueron muy pocos los nombres grandes de las artes y las letras del país que no pasaron por aquella mesa, y nosotros nos hacíamos los muertos en la nuestra para no perder ni una de sus palabras. Aunque solían hablar más de mujeres o de intrigas políticas que de sus artes y oficios, siempre decían algo nuevo que aprender. Los más asiduos éramos de la costa atlántica, no tan unidos por las conspiraciones caribes contra los cachacos como por el vicio de los libros. Jorge Álvaro Espinosa, un estudiante de derecho que me había enseñado a navegar en la Biblia y me hizo aprender de memoria los nombres completos de los contertulios de Job, me puso un día sobre la mesa un mamotreto sobrecogedor, y sentenció con su autoridad de obispo:
– Esta es la otra Biblia.
Era, cómo no, el Ulises de James Joyce, que leí a pedazos y tropezones hasta que la paciencia no me dio para más. Fue una temeridad prematura. Años después, ya de adulto sumiso, me di a la tarea de releerlo en serio, y no sólo fue el descubrimiento de un mundo propio que nunca sospeché dentro de mí, sino además una ayuda técnica invaluable para la libertad del lenguaje, el manejo del tiempo y las estructuras de mis libros.
Uno de mis compañeros de cuarto era Domingo Manuel Vega, un estudiante de medicina que ya era mi amigo desde Sucre y compartía conmigo la voracidad de la lectura. Otro era mi primo Nicolás Ricardo, el hijo mayor de mi tío Juan de Dios, que me mantenía vivas las virtudes de la familia. Vega llegó una noche con tres libros que acababa de comprar, y me prestó uno al azar, como lo hacía a menudo para ayudarme a dormir. Pero esa vez logró todo lo contrario: nunca más volví a dormir con la placidez de antes. El libro era La metamorfosis de Franz Kafka, en la falsa traducción de Borges publicada por la editorial Losada de Buenos Aires, que definió un camino nuevo para mi vida desde la primera línea, y que hoy es una de las divisas grandes de la literatura universal: «Al despertar Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, encontróse en su cama convertido en un monstruoso insecto». Eran libros misteriosos, cuyos desfiladeros no eran sólo distintos sino muchas veces contrarios a todo lo que conocía hasta entonces. No era necesario demostrar los hechos: bastaba con que el autor lo hubiera escrito para que fuera verdad, sin más pruebas que el poder de su talento y la autoridad de su voz. Era de nuevo Scherezada, pero no en su mundo milenario en el que todo era posible, sino en otro mundo irreparable en el que ya todo se había perdido.
Al terminar la lectura de La metamorfosis me quedaron las ansias irresistibles de vivir en aquel paraíso ajeno. El nuevo día me sorprendió en la máquina viajera que me prestaba el mismo Domingo Manuel Vega, para intentar algo que se pareciera al pobre burócrata de Kafka convertido en un escarabajo enorme. En los días sucesivos no fui a la universidad por el temor de que se rompiera el hechizo, y seguí sudando gotas de envidia hasta que Eduardo Zalamea Borda publicó en sus páginas una nota desconsolada, en la cual lamentaba que la nueva generación de escritores colombianos careciera de nombres para recordar, y que nada se vislumbraba en el porvenir que pudiera enmendarlo. No sé con qué derecho me sentí aludido en nombre de mi generación por el desafío de aquella nota, y retomé el cuento abandonado para intentar un desagravio. Elaboré la idea argumental del cadáver consciente de La metamorfosis pero aliviado de sus falsos misterios y sus prejuicios ontológicos.
De todos modos me sentía tan inseguro que no me atreví a consultarlo con ninguno de mis compañeros de mesa. Ni siquiera con Gonzalo Mallarino, mi condiscípulo de la facultad de derecho, que era el lector único de las prosas líricas que yo escribía para sobrellevar el tedio de las clases. Releí y corregí mi cuento hasta el cansancio, y por último escribí una nota personal para Eduardo Zalamea -a quien nunca había visto- y de la cual no recuerdo ni una letra. Puse todo dentro de un sobre y lo llevé en persona a la recepción de El Espectador. El portero me autorizó a subir al segundo piso para que le entregara la carta al propio Zalamea en cuerpo y alma, pero la sola idea me paralizó. Dejé el sobre en la mesa del portero y me di a la fuga.
Esto había sido un martes y no me inquietaba ningún palpito sobre la suerte de mi cuento, pero estaba seguro de que en caso de publicarse no sería muy pronto. Mientras tanto vagué y divagué de café en café durante dos semanas para entretener la ansiedad los sábados en la tarde, hasta el 13 de septiembre, cuando entré en El Molino y me di de bruces con el título de mi cuento a todo lo ancho de El Espectador acabado de salir: «La tercera resignación».
Mi primera reacción fue la certidumbre arrasadora de que no tenía los cinco centavos para comprar el periódico. Este era el símbolo más explícito de la pobreza, porque muchas cosas básicas de la vida cotidiana, además del periódico, costaban cinco centavos: el tranvía, el teléfono público, la taza de café, el lustre de los zapatos. Me lancé a la calle sin protección contra la llovizna imperturbable, pero no encontré en los cafés cercanos a ningún conocido que me diera una moneda de caridad. Tampoco encontré a nadie en la pensión a la hora muerta del sábado, salvo a la dueña, que era lo mismo que nadie, porque le estaba debiendo setecientas veinte veces cinco centavos por dos meses de cama y asistencia. Cuando volví a la calle, dispuesto para lo que fuera, encontré a un hombre de la Divina Providencia que se bajó de un taxi con El Espectador en la mano, y le pedí de frente que me lo regalara.
Así pude leer mi primer cuento en letras de molde, con una ilustración de Hernán Merino, el dibujante oficial del periódico. Lo leí escondido en mi cuarto, con el corazón desaforado y con un solo aliento. En cada línea iba descubriendo el poder demoledor de la letra impresa, pues lo que había construido con tanto amor y dolor como una parodia sumisa de un genio universal, se me reveló entonces como un monólogo enrevesado y deleznable, sostenido a duras penas por tres o cuatro frases consoladoras. Tuvieron que pasar casi veinte años para que me atreviera a leerlo por segunda vez, y mi juicio de entonces -apenas moderado por la compasión- fue mucho menos complaciente.
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