Gabriel Márquez - Vivir para contarla

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Vivir para contarla es, probablemente, el libro más esperado de la década, compendio y recreación de un tiempo crucial en la vida de Gabriel García Márquez. En este apasionante relato, el premio Nobel colombiano ofrece la memoria de sus años de infancia y juventud, aquellos en los que se fundaría el imaginario que, con el tiempo, daría lugar a algunos de los relatos y novelas fundamentales de la literatura en lengua española del siglo XX.
Estamos ante la novela de una vida, a través de cuyas páginas García Márquez va descubriendo ecos de personajes e historias que han poblado obras como Cien años de soledad, El amor en los tiempos del cólera, El coronel no tiene quien le escriba o Crónica de una muerte anunciada, y que convierten Vivir para contarla en una guía de lectura para toda su obra, en acompañante imprescindible para iluminar pasajes inolvidables que, tras la lectura de estas memorias, adquieren una nueva perspectiva.
«A los que un día le dirán: "Esto fuiste", "esto hiciste" o "esto imaginaste", Gabo se les adelanta y dice simplemente: soy, seré, imaginé. Esto recuerdo. Gracias por la memoria.»
CARLOS FUENTES

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Desde ese mismo instante di la novela por no publicada, y me entregué a la dura tarea de retraducirla a mi dialecto caribe, porque la única versión original era la que yo había mandado al concurso, y la misma que se había ido a España para la edición. Una vez restablecido el texto original, y de paso corregido una vez más por mi cuenta, la publicó la editorial Era, de México, con la advertencia impresa y expresa de que era la primera edición.

Nunca he sabido por qué La mala hora es el único de mis libros que me transporta a su tiempo y su lugar en una noche de luna grande y brisas primaverales. Era sábado, había escampado, y las estrellas no cabían en el cielo. Acababan de dar las once cuando oí a mi madre en el comedor susurrando un fado de amor para dormir al niño que paseaba en brazos. Le pregunté de dónde venía la música y me contestó muy a su modo:

– De las casas de las bandidas.

Me dio cinco pesos sin que se los pidiera, porque me vio vistiéndome para ir a la fiesta. Antes de que saliera me advirtió con su previsión infalible que dejaría sin tranca la puerta del patio para que pudiera regresar a cualquier hora sin despertar a mi padre. No alcancé a llegar hasta las casas de las bandidas porque había ensayo de músicos en la carpintería del maestro Valdés, a cuyo grupo se había afiliado Luis Enrique tan pronto como regresó a casa.

Aquel año me incorporé a ellos para tocar el tiple y cantar con sus seis maestros anónimos hasta el amanecer. Siempre tuve a mi hermano como buen guitarrista, pero mi primera noche supe que hasta sus rivales más enconados lo consideraban un virtuoso. No había conjunto mejor, y estaban tan seguros de sí mismos que cuando alguien les contrataba una serenata de reconciliación o desagravio, el maestro Valdés lo tranquilizaba de antemano:

– No te preocupes, que vamos a dejarla mordiendo almohada.

Las vacaciones sin él no eran iguales. Encendía la fiesta donde llegaba, y Luis Enrique y él, con Filadelfo Velilla, se acoplaban como profesionales. Fue entonces cuando descubrí la lealtad del alcohol y aprendí a vivir al derecho, durmiendo de día y cantando de noche. Como decía mi madre: solté la perra.

Sobre mí se dijo de todo, y corrió la voz de que mi correspondencia no me llegaba a la dirección de mis padres sino a las casas de las bandidas. Me convertí en el cliente más puntual de sus sancochos épicos de hiél de tigre y sus guisos de iguana, que daban ímpetus para tres noches completas. No volví a leer ni a sumarme a la rutina de la mesa familiar. Eso correspondía a la idea tantas veces expresada por mi madre de que yo hacía a mi manera lo que me daba la gana, y en cambio la mala fama la arrastraba el pobre Luis Enrique. Este, sin conocer la frase de mi madre, me dijo por esos días: «Lo único que falta decir ahora es que estoy corrompiéndote y me manden otra vez a la casa de corrección».

Por Navidad decidí huir de la competencia anual de las carrozas y me escapé con dos amigos cómplices para la población vecina de Majagual. Anuncié en casa que me iba por tres días, pero me quedé diez. La culpa fue de María Alejandrina Cervantes, una mujer inverosímil que conocí la primera noche, y con quien perdí la cabeza en la parranda más fragorosa de mi vida. Hasta el domingo en que no amaneció en mi cama y desapareció para siempre. Años más tarde la rescaté de mis nostalgias, no tanto por sus gracias como por la resonancia de su nombre, y la reviví para proteger a otra en alguna de mis novelas, como dueña y señora de una casa de placer que nunca existió. De regreso a casa encontré a mi madre hirviendo el café en la cocina a las cinco de la madrugada. Me dijo con un susurro cómplice que me quedara con ella, porque mi padre acababa de despertar, y estaba dispuesto a demostrarme que ni en las vacaciones era yo tan libre como creía. Me sirvió un tazón de café cerrero, aunque sabía que no me gustaba, y me hizo sentar junto al fogón. Mi padre entró en piyama, todavía con el humor del sueño, y se sorprendió de verme con el tazón humeante, pero me hizo una pregunta sesgada:

– ¿No decías que no tomabas café? Sin saber qué contestarle, le inventé lo primero que se me pasó por la cabeza:

– Siempre tengo sed a esta hora.

– Como todos los borrachos -replicó él.

No me miró más ni se volvió a hablar del asunto. Pero mi madre me informó que mi padre, deprimido desde aquel día, había empezado a considerarme como un caso perdido, aunque nunca me lo dejó saber.

Mis gastos aumentaban tanto que resolví saquear las alcancías de mi madre. Luis Enrique me absolvió con su lógica de que la plata robada a los padres, si se usa para el cine y no para putear, es plata legítima. Sufrí con los apuros de complicidad de mi madre para que mi padre no se diera cuenta de que yo andaba por malos rumbos. Tenía razón de sobra pues en la casa se notaba demasiado que a veces seguía dormido sin motivo a la hora del almuerzo y tenía una voz de gallo ronco, y andaba tan distraído que un día no escuché dos preguntas de papá, y él me endilgó el más duro de sus diagnósticos:

– Estás mal del hígado.

A pesar de todo, logré conservar las apariencias sociales. Me dejaba ver bien vestido y mejor educado en los bailes de gala y los almuerzos ocasionales que organizaban las familias de la plaza mayor, cuyas casas permanecían cerradas durante todo el año y se abrían para las fiestas de Navidad cuando volvían los estudiantes.

Aquél fue el año de Cayetano Gentile, que celebró sus vacaciones con tres bailes espléndidos. Para mí fueron fechas de suerte, porque en los tres bailé siempre con la misma pareja. La saqué a bailar la primera noche sin tomarme el trabajo de preguntar quién era, ni hija de quién, ni con quién. Me pareció tan sigilosa que en la segunda pieza le propuse en serio que se casara conmigo y su respuesta fue aún más misteriosa:

– Mi papá dice que todavía no ha nacido el príncipe que se va a casar conmigo.

Días después la vi atravesar el camellón de la plaza bajo el sol bravo de las doce, con un radiante vestido de organza y llevando de la mano a un niño y una niña de seis o siete años. «Son míos», me dijo muerta de risa, sin que yo se lo preguntara. Y con tanta malicia, que empecé a sospechar que mi propuesta de boda no se la había llevado el viento.

Desde recién nacido en la casa de Aracataca había aprendido a dormir en hamaca, pero sólo en Sucre la asumí como parte de mi naturaleza. No hay nada mejor para la siesta, para vivir la hora de las estrellas, para pensar despacio, para hacer el amor sin prejuicios. El día en que regresé de mi semana disipada la colgué entre dos árboles del patio, como lo hacía papá en otros tiempos, y dormí con la conciencia tranquila. Pero mi madre, siempre atormentada por el terror de que sus hijos nos muriéramos dormidos, me despertó al final de la tarde para saber si estaba vivo. Entonces se acostó a mi lado y abordó sin preámbulos el asunto que le estorbaba para vivir.

– Tu papá y yo quisiéramos saber qué es lo que te pasa.

La frase no podía ser más certera. Sabía desde hacía tiempo que mis padres compartían las inquietudes por los cambios de mi modo de ser, y ella improvisaba explicaciones banales para tranquilizarlo. No sucedía nada en la casa que mi madre no lo supiera y sus berrinches eran ya legendarios. Pero la copa se rebosó con mi llegada a casa a pleno día durante una semana. Mi posición justa hubiera sido eludir las preguntas o dejarlas pendientes para una ocasión más propicia, pero ella sabía que un asunto tan serio sólo admitía respuestas inmediatas.

Todos sus argumentos eran legítimos: desaparecía al anochecer, vestido como para una boda, y no regresaba a dormir en la casa, pero al día siguiente dormitaba en la hamaca hasta después del almuerzo. No volví a leer y por primera vez desde mi nacimiento me atreví a llegar a casa sin saber bien dónde estaba. «Ni siquiera miras a tus hermanos, confundes sus nombres y sus edades, y el otro día besaste a un nieto de Clemencia Morales creyendo que era uno de ellos», dijo mi madre. Pero de pronto tomó conciencia de sus exageraciones y las compensó con la simple verdad:

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