– En fin, te has vuelto un extraño en esta casa.
– Todo eso es cierto -le dije-, pero la razón es muy fácil: estoy hasta la coronilla de toda esta vaina.
– ¿De nosotros?
Mi respuesta podía ser afirmativa, pero no hubiera sido justa:
– De todo -le dije.
Y entonces le conté mi situación en el liceo. Me juzgaban por mis calificaciones, mis padres se vanagloriaban año tras año de los resultados, me creían no sólo el alumno intachable, sino además el amigo ejemplar, el más inteligente y rápido, y el más famoso por su simpatía. O, como decía mi abuela: «El nene perfecto».
Sin embargo, para terminar pronto, la verdad era la contraria. Parecía así, porque no tenía el valor y el sentido de independencia de mi hermano Luis Enrique, que sólo hacía lo que le daba la gana. Y que sin duda iba a lograr una felicidad que no es la que se desea para los hijos, pero sí la que les permite sobrevivir a los cariños descomedidos, los miedos irracionales y las esperanzas alegres de los padres.
Mi madre quedó anonadada con el retrato adverso del que ellos se habían forjado en sus sueños solitarios.
– Pues no sé qué vamos a hacer -dijo al cabo de un silencio mortal-, porque si le contamos todo esto a tu padre se nos morirá de repente. ¿No te das cuenta de que eres el orgullo de la familia?
Para ellos era simple: ya que no había posibilidad alguna de que yo fuera el médico eminente que mi padre no pudo ser por falta de recursos, soñaban al menos con que fuera un profesional de cualquier cosa.
– Pues no seré nada de nada -concluí-. Me niego a que me hagan por la fuerza como yo no quiero o como ustedes quisieran que fuera, y mucho menos como quiere el gobierno.
La disputa, un poco a la topa tolondra, se prolongó por el resto de la semana. Creo que mi madre quería tomarse el tiempo para conversarlo con papá, y esa idea me infundió un nuevo aliento. Un día soltó como al azar una propuesta sorprendente:
– Dicen que si te lo propones podrías ser un buen escritor.
Nunca había oído algo semejante en la familia. Mis inclinaciones habían permitido suponer desde niño que fuera dibujante, músico, cantor de iglesia e incluso poeta dominical. Me había descubierto una tendencia conocida de todos hacia una escritura más bien retorcida y etérea, pero mi reacción esa vez fue más bien de sorpresa.
– Si hay que ser escritor tendría que ser de los grandes, y a ésos ya no los hacen -le respondí a mi madre-. Al fin y al cabo, para morirse de hambre hay otros oficios mejores.
Una de esas tardes, en vez de conversar conmigo, lloró sin lágrimas. Hoy me habría alarmado, porque aprecio el llanto reprimido como un recurso infalible de las grandes mujeres para forzar sus propósitos. Pero a mis dieciocho años no supe qué decirle a mi madre, y mi silencio le frustró las lágrimas.
– Muy bien -dijo entonces-, prométeme al menos que terminarás el bachillerato lo mejor que puedas y yo me encargo de arreglarte lo demás con tu papá.
Ambos tuvimos al mismo tiempo el alivio de haber ganado. Acepté, tanto por ella como por mi padre, porque temí que se murieran si no llegábamos pronto a un acuerdo. Así fue como encontramos la solución fácil de que estudiara derecho y ciencias políticas, que no sólo era una buena base cultural para cualquier oficio, sino también una carrera humanizada con clases en la mañana y tiempo libre para trabajar en las tardes. Preocupado también por la carga emocional que había sobrellevado mi madre en aquellos días, le pedí que me preparara el ambiente para hablar cara a cara con papá. Se opuso, segura de que terminaríamos en un pleito.
– No hay en este mundo dos hombres más parecidos que él y tú -me dijo-. Y eso es lo peor para conversar.
Siempre creí lo contrario. Sólo ahora, cuando ya pasé por todas las edades que mi padre tuvo en su larga vida, he empezado a verme en el espejo mucho más parecido a él que a mi mismo.
Mi madre debió coronar aquella noche su preciosismo de orfebre, porque papá reunió en la mesa a toda la familia y anunció con un aire casual: «Tendremos abogado en casa». Temerosa tal vez de que mi padre intentara reabrir el debate para la familia en pleno, mi madre intervino con su mejor inocencia.
– En nuestra situación, y con este cuadro de hijos -me explicó-, hemos pensado que la mejor solución es la única carrera que te puedes costear tú mismo.
Tampoco era tan simple como ella lo decía, ni mucho menos, pero para nosotros podía ser el menor de los males, y sus estragos podían ser los menos sangrientos. De modo que le pedí su opinión a mi padre, para seguir el juego, y su respuesta fue inmediata y de una sinceridad desgarradora:
– ¿Qué quieres que te diga? Me dejas el corazón partido por la mitad, pero me queda al menos el orgullo de ayudarte a ser lo que te dé la gana.
El colmo de los lujos de aquel enero de 1946 fue mi primer viaje en avión, gracias a José Palencia, que reapareció con un problema grande. Había hecho a saltos cinco años de bachillerato en Cartagena, pero acababa de fracasar en el sexto. Me comprometí a conseguirle un lugar en el liceo para que tuviera por fin su diploma y él me invitó a que fuéramos en avión.
El vuelo a Bogotá se hacía dos veces por semana en un DC-3 de la empresa LANSA, cuyo riesgo mayor no era el avión mismo sino las vacas sueltas en la pista de arcilla improvisada en un potrero. A veces tenía que dar varias vueltas hasta que acabaran de espantarlas. Fue la experiencia inaugural de mi miedo legendario al avión, en una época en que la Iglesia prohibía llevar hostias consagradas para tenerlas a salvo de las catástrofes. El vuelo duraba casi cuatro horas, sin escalas, a trescientos veinte kilómetros por hora. Quienes habíamos hecho la prodigiosa travesía fluvial, nos guiábamos desde el cielo por el mapa vivo del río Grande de la Magdalena. Reconocíamos los pueblos en miniatura, los buquecitos de cuerda, las muñequitas felices que nos hacían adioses desde los patios de las escuelas. A las azafatas de carne y hueso se les iba el tiempo en tranquilizar a los pasajeros que viajaban rezando, en socorrer a los mareados y en convencer a muchos de que no había riesgos de tropezar con las bandadas de gallinazos que oteaban la mortecina del río. Los viajeros duchos, por su parte, contaban como proezas de coraje una y otra vez los vuelos históricos. El ascenso al altiplano de Bogotá, sin presurización ni máscaras de oxígeno, se sentía como un bombo en el corazón, y las sacudidas y el batir de alas aumentaban la felicidad del aterrizaje. Pero la sorpresa mayor fue haber llegado primero que nuestros telegramas de la víspera.
De paso por Bogotá, José Palencia compró instrumentos para una orquesta completa, y no sé si lo hizo con premeditación o por premonición, pero desde que el rector Espitia lo vio entrar pisando firme con guitarras, tambores, maracas y armónicas, me di cuenta de que estaba admitido. Yo también, por mi parte, sentí el peso de mi nueva condición desde que atravesé el zaguán: era un alumno del sexto año. Hasta entonces no tenía conciencia de llevar en la frente una estrella con la que todos soñaban, y de que se notaba sin remedio en el modo de acercarse a nosotros, en el tono de hablarnos e incluso en un cierto temor reverencial. Fue, además, todo un año de fiesta. Aunque el dormitorio era sólo para becados, José Palencia se instaló en el mejor hotel del marco de la plaza, una de cuyas dueñas tocaba el piano, y la vida se nos convirtió en un domingo el año entero.
Fue otro de los saltos de mi vida. Mi madre me compraba ropa desechable mientras fui adolescente, y cuando ya no me servía la adaptaba para los hermanos menores. Los años más problemáticos fueron los dos primeros, porque la ropa de paño para el clima frío era cara y difícil. A pesar de que mi cuerpo no crecía con demasiado entusiasmo, no daba tiempo para adaptar un vestido a dos estaturas sucesivas en un mismo año. Para colmo, la costumbre original de intercambiar la ropa entre los internos no logró imponerse, porque los ajuares estaban tan vistos que las burlas a los nuevos dueños eran insoportables. Esto se resolvió en parte cuando Espitia impuso un uniforme de saco azul y pantalones grises, que unificó la apariencia y disimuló los cambalaches.
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