Ninguno de ellos logró rozar siquiera la gloria de Guillermo Valencia, un aristócrata de Popayán que antes de sus treinta años se había impuesto como el sumo pontífice de la generación del Centenario, así llamada por haber coincidido en 1910 con el primer siglo de la independencia nacional. Sus contemporáneos Eduardo Castillo y Porfirio Barba Jacob, dos poetas grandes de estirpe romántica, no obtuvieron la justicia crítica que merecían de sobra en un país encandilado por la retórica de mármol de Valencia, cuya sombra mítica les cerró el paso a tres generaciones. La inmediata, surgida en 1925 con el nombre y los ímpetus de Los Nuevos, contaba con ejemplares magníficos como Rafael Maya y otra vez León de Greiff, que no fueron reconocidos en toda su magnitud mientras Valencia estuvo en su trono. Este había disfrutado hasta entonces de una gloria peculiar que lo llevó en vilo a las puertas mismas de la presidencia de la República.
Los únicos que se atrevieron a salirle al paso en medio siglo fueron los del grupo Piedra y Cielo con sus cuadernos juveniles, que en última instancia sólo tenían en común la virtud de no ser valencistas: Eduardo Carranza, Arturo Camacho Ramírez, Aurelio Arturo y el mismo Jorge Rojas, que había financiado la publicación de sus poemas. No todos eran iguales en forma ni inspiración, pero en conjunto estremecieron las ruinas arqueológicas de los parnasianos y despertaron para la vida una nueva poesía del corazón, con resonancias múltiples de Juan Ramón Jiménez, Rubén Darío, García Lorca, Pablo Neruda o Vicente Huidobro. La aceptación pública no fue inmediata ni ellos mismos parecieron conscientes de ser vistos como enviados de la Divina Providencia para barrer la casa de la poesía. Sin embargo, don Baldomero Sanín Cano, el ensayista y crítico más respetable de aquellos años, se apresuró a escribir un ensayo terminante para salir al paso de cualquier tentativa contra Valencia. Su mesura proverbial se desmandó. Entre muchas sentencias definitivas, escribió que Valencia se había «apoderado de la ciencia antigua para conocer el alma de los tiempos remotos en el pasado, y cavila sobre los textos contemporáneos para sorprender, por analogía, toda el alma del hombre». Lo consagró una vez más como un poeta sin tiempo ni fronteras, y lo colocó entre aquellos que «como Lucrecio, Dante, Goethe, conservaron el cuerpo para salvar el alma». Más de uno debió pensar entonces que con amigos como ése, Valencia no necesitaba enemigos.
Eduardo Carranza le replicó a Sanín Cano con un artículo que lo decía todo desde el título: «Un caso de bardolatría». Fue la primera y certera embestida para situar a Valencia en sus límites propios y reducir su pedestal a su lugar y a su tamaño. Lo acusó de no haber encendido en Colombia una llama del espíritu sino una ortopedia de palabras, y definió sus versos como los de un artista culterano, frígido y habilidoso, y un cincelador concienzudo. Su conclusión fue una pregunta a sí mismo que en esencia quedó como uno de sus buenos poemas: «Si la poesía no sirve para apresurarme la sangre, para abrirme de repente ventanas sobre lo misterioso, para ayudarme a descubrir el mundo, para acompañar a este desolado corazón en la soledad y en el amor, en la fiesta y en el desamor, ¿para qué me sirve la poesía?».Y terminaba: «Para mí -¡blasfemo de mí!-, Valencia es apenas un buen poeta».
La publicación de «Un caso de bardolatría» en «Lecturas Dominicales» de El Tiempo, que entonces tenía una amplia circulación, causó una conmoción social. Tuvo además el resultado prodigioso de un examen a fondo de la poesía en Colombia desde sus orígenes, que tal vez no se había hecho con seriedad desde que don Juan de Castellanos escribió los ciento cincuenta mil endecasílabos de su Elegías de varones ilustres de Indias.
La poesía fue desde entonces a cielo abierto. No sólo para Los Nuevos, que se pusieron de moda, sino para otros que surgieron después y se disputaban su lugar a codazos. La poesía llegó a ser tan popular que hoy no es posible entender hasta qué punto se vivía cada número de «Lecturas Dominicales», que dirigía Carranza, o de Sábado, que entonces dirigía Carlos Martín, nuestro antiguo rector del liceo. Además de su poesía, Carranza impuso con su gloria una manera de ser poeta a las seis de la tarde en la carrera Séptima de Bogotá, que era como pasearse en una vitrina de diez cuadras con un libro en la mano apoyada sobre el corazón. Fue un modelo de su generación, que hizo escuela en la siguiente, cada una a su manera.
A mediados de año llegó a Bogotá el poeta Pablo Neruda, convencido de que la poesía tenía que ser un arma política. En sus tertulias bogotanas se enteró de la clase de reaccionario que era Laureano Gómez, y a modo de despedida, casi al correr de la pluma escribió en su honor tres sonetos punitivos, cuyo primer cuarteto daba el tono de todos:
Adiós, Laureano nunca laureado,
sátrapa triste y rey advenedizo.
Adiós, emperador de cuarto piso,
antes de tiempo y sin cesar pagado.
A pesar de sus simpatías de derechas y su amistad personal con el mismo Laureano Gómez, Carranza destacó los sonetos en sus páginas literarias, más como una primicia periodística que como una proclama política. Pero el rechazo fue casi unánime. Sobre todo por el contrasentido de publicarlos en el periódico de un liberal de hueso colorado como el ex presidente Eduardo Santos, tan contrario al pensamiento retrógrado de Laureano Gómez como al revolucionario de Pablo Neruda. La reacción más ruidosa fue la de quienes no toleraban que un extranjero se permitiera semejante abuso. El solo hecho de que tres sonetos casuísticos y más ingeniosos que poéticos pudieran armar tal revuelo, fue un síntoma alentador del poder de la poesía en aquellos años. De todos modos, a Neruda le impidieron después la entrada a Colombia el mismo Laureano Gómez, ya como presidente de la República, y el general Gustavo Rojas Pinilla en su momento, pero estuvo en Cartagena y Buenaventura varias veces en escalas marítimas entre Chile y Europa. Para los amigos colombianos a los que anunciaba su paso, cada escala de ida y de vuelta era una fiesta de las grandes.
Cuando ingresé a la facultad de derecho, en febrero de 1947, mi identificación permanecía incólume con el grupo Piedra y Cielo. Aunque había conocido a los más notables en la casa de Carlos Martín, en Zipaquirá, no tuve la audacia de recordárselo ni siquiera a Carranza, que era el más abordable. En cierta ocasión lo encontré tan cerca y al descubierto en la librería Grancolombia, que le hice un saludo de admirador. Me correspondió muy amable, pero no me reconoció. En cambio, en otra ocasión el maestro León de Greiff se levantó de su mesa de El Molino para saludarme en la mía cuando alguien le contó que había publicado cuentos en El Espectador, y me prometió leerlos. Por desgracia, pocas semanas después ocurrió la revuelta popular del 9 de abril, y tuve que abandonar la ciudad todavía humeante. Cuando volví, al cabo de cuatro años, El Molino había desaparecido bajo sus cenizas, y el maestro se había mudado con sus bártulos y su corte de amigos al café El Automático, donde nos hicimos amigos de libros y aguardiente, y me enseñó a mover sin arte ni fortuna las piezas del ajedrez.
A mis amigos de la primera época les parecía incomprensible que me empeñara en escribir cuentos, y yo mismo no me lo explicaba en un país donde el arte mayor era la poesía. Lo supe desde muy niño, por el éxito de Miseria humana, un poema popular que se vendía en cuadernillos de papel de estraza o recitado por dos centavos en los mercados y cementerios de los pueblos del Caribe. La novela, en cambio, era escasa. Desde María, de Jorge Isaacs, se habían escrito muchas sin mayor resonancia. José María Vargas Vila había sido un fenómeno insólito con cincuenta y dos novelas directas al corazón de los pobres. Viajero incansable, su exceso de equipaje eran sus propios libros, que se exhibían y se agotaban como pan en la puerta de los hoteles de América Latina y España. Aura o las violetas, su novela estelar, rompió más corazones que muchas mejores de contemporáneos suyos.
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