Gabriel Márquez - Vivir para contarla

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Vivir para contarla es, probablemente, el libro más esperado de la década, compendio y recreación de un tiempo crucial en la vida de Gabriel García Márquez. En este apasionante relato, el premio Nobel colombiano ofrece la memoria de sus años de infancia y juventud, aquellos en los que se fundaría el imaginario que, con el tiempo, daría lugar a algunos de los relatos y novelas fundamentales de la literatura en lengua española del siglo XX.
Estamos ante la novela de una vida, a través de cuyas páginas García Márquez va descubriendo ecos de personajes e historias que han poblado obras como Cien años de soledad, El amor en los tiempos del cólera, El coronel no tiene quien le escriba o Crónica de una muerte anunciada, y que convierten Vivir para contarla en una guía de lectura para toda su obra, en acompañante imprescindible para iluminar pasajes inolvidables que, tras la lectura de estas memorias, adquieren una nueva perspectiva.
«A los que un día le dirán: "Esto fuiste", "esto hiciste" o "esto imaginaste", Gabo se les adelanta y dice simplemente: soy, seré, imaginé. Esto recuerdo. Gracias por la memoria.»
CARLOS FUENTES

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Hasta entonces sólo me había arriesgado con la poesía: versos satíricos en la revista del colegio San José y prosas líricas o sonetos de amores imaginarios a la manera de Piedra y Cielo en el único número del periódico del Liceo Nacional. Poco antes, Cecilia González, mi cómplice de Zipaquirá, había convencido al poeta y ensayista Daniel Arango de que publicara una cancioncilla escrita por mí, con seudónimo y en tipografía de siete puntos, en el rincón más escondido del suplemento dominical de El Tiempo. La publicación no me impresionó ni me hizo sentir más poeta de lo que era. En cambio, con el reportaje de Elvira tomé conciencia del periodista que llevaba dormido en el corazón, y me hice al ánimo de despertarlo. Empecé a leer los periódicos de otro modo. Camilo Torres y Luis Villar Borda, que estuvieron de acuerdo conmigo, me reiteraron el ofrecimiento de don Juan Lozano en sus páginas de La Razón, pero sólo me atreví con un par de poemas técnicos que nunca tuve como míos. Me propusieron hablar con Plinio Apuleyo Mendoza para la revista Sábado, pero mi timidez tutelar me advirtió que me faltaba mucho para arriesgarme con las luces apagadas en un oficio nuevo. Sin embargo, mi descubrimiento tuvo una utilidad inmediata, pues por esos días estaba enredado con la mala conciencia de que todo lo que escribía, en prosa o en verso, e incluso las tareas del liceo, eran imitaciones descaradas de Piedra y Cielo, y me propuse un cambio de fondo a partir de mi cuento siguiente. La práctica terminó por convencerme de que los adverbios de modo terminados en mente son un vicio empobrecedor. Así que empecé a castigarlos donde me salían al paso, y cada vez me convencía más de que aquella obsesión me obligaba a encontrar formas más ricas y expresivas. Hace mucho tiempo que en mis libros no hay ninguno, salvo en alguna cita textual. No sé, por supuesto, si mis traductores han detectado y contraído también, por razones de su oficio, esa paranoia de estilo.

La amistad con Camilo Torres y Villar Borda rebasó muy pronto los límites de las aulas y la sala de redacción y andábamos más tiempo juntos en la calle que en la universidad. Ambos hervían a fuego lento en un inconformismo duro por la situación política y social del país. Embebido en los misterios de la literatura yo no intentaba siquiera comprender sus análisis circulares y sus premoniciones sombrías, pero las huellas de su amistad prevalecieron entre las más gratas y útiles de aquellos años.

En las clases de la universidad, en cambio, estaba encallado. Siempre lamenté mi falta de devoción por los méritos de los maestros de grandes nombres que soportaban nuestros hastíos. Entre ellos Alfonso López Michelsen, hijo del único presidente colombiano reelegido en el siglo XX, y creo que de allí venía la impresión generalizada de que también él estaba predestinado a ser presidente por nacimiento, como en efecto lo fue. Llegaba a su cátedra de introducción al derecho con una puntualidad irritante y unas espléndidas chaquetas de casimir hechas en Londres. Dictaba su clase sin mirar a nadie, con ese aire celestial de los miopes inteligentes que siempre parecen andar a través de los sueños ajenos. Sus clases me parecían monólogos de una sola cuerda como lo era para mí cualquier clase que no fuera de poesía, pero el tedio de su voz tenía la virtud hipnótica de un encantador de serpientes. Su vasta cultura literaria tenía desde entonces un sustento cierto, y sabía usarla por escrito y de viva voz, pero sólo empecé a apreciarla cuando volvimos a conocernos años después y a hacernos amigos ya lejos del sopor de la cátedra. Su prestigio de político empedernido se nutría de su encanto personal casi mágico y de una lucidez peligrosa para descubrir las segundas intenciones de la gente. Sobre todo de la que quería menos. Sin embargo, su virtud más distinguida de hombre público fue su poder asombroso para crear situaciones históricas con una sola frase.

Con el tiempo logramos una buena amistad, pero en la universidad no fui el más asiduo y aplicado, y mi timidez irredimible mantenía una distancia insalvable, en especial con la gente que admiraba. Por todo esto me sorprendió tanto que me llamara al examen final de primer año, a pesar de mis faltas de asistencia que me habían merecido una reputación de alumno invisible.

Apelé a mi viejo truco de desviar el tema con recursos retóricos. Me di cuenta de que el maestro era consciente de mi astucia, pero tal vez la apreciaba como un recreo literario. El único tropiezo fue que en la agonía del examen usé la palabra prescripción y él se apresuró a pedirme que la definiera para asegurarse de que yo sabía de qué estaba hablando.

– Prescribir es adquirir una propiedad por el transcurso del tiempo -le dije.

Él me preguntó de inmediato:

– ¿Adquirirla o perderla?

Era lo mismo, pero no le discutí por mi inseguridad congénita, y creo que fue una de sus célebres bromas de sobremesa, porque en la calificación no me cobró la duda. Años después le comenté el incidente y no lo recordaba, por supuesto, pero entonces ni él ni yo estábamos seguros siquiera de que el episodio fuera cierto.

Ambos encontramos en la literatura un buen remanso para olvidarnos de la política y los misterios de la prescripción, y en cambio descubríamos libros sorprendentes y escritores olvidados en conversaciones infinitas que a veces terminaron por desbaratar visitas y exasperar a nuestras esposas. Mi madre me había convencido de que éramos parientes, y así era. Sin embargo, mejor que cualquier vínculo extraviado nos identificaba nuestra pasión común por los cantos vallenatos.

Otro pariente casual, por parte de padre, era Carlos H. Pareja, profesor de economía política y dueño de la librería Grancolombia, favorita de los estudiantes por la buena costumbre de exhibir las novedades de grandes autores en mesas descubiertas y sin vigilancia. Hasta sus mismos alumnos invadíamos el local en los descuidos del atardecer y escamoteábamos los libros por artes digitales, de acuerdo con el código escolar de que robar libros es delito pero no pecado. No por virtud sino por miedo físico, mi papel en los asaltos se limitaba a proteger las espaldas de los más diestros, con la condición de que además de los libros para ellos se llevaran algunos indicados por mí. Una tarde, uno de mis cómplices acababa de robarse La ciudad sin Laura, de Francisco Luis Bernárdez, cuando sentí una garra feroz en mi hombro, y una voz de sargento:

– ¡Al fin, carajo!

Me volví aterrado, y me enfrenté al maestro Carlos H. Pareja, mientras tres de mis cómplices escapaban en estampida. Por fortuna, antes de que alcanzara a disculparme me di cuenta de que el maestro no me había sorprendido por ladrón, sino por no haberme visto en su clase durante más de un mes. Después de un regaño más bien convencional, me preguntó:

– ¿Es verdad que eres hijo de Gabriel Eligio?

Era verdad, pero le contesté que no, porque sabía que su padre y el mío eran en realidad parientes distanciados por un incidente personal que nunca entendí. Pero más tarde se enteró de la verdad y desde aquel día me distinguió en la librería y en las clases como sobrino suyo, y mantuvimos una relación más política que literaria, a pesar de que él había escrito y publicado varios libros de versos desiguales con el seudónimo de Simón Latino. La conciencia del parentesco, sin embargo, sólo le sirvió a él para que no me prestara más como pantalla para robarle libros.

Otro maestro excelente, Diego Montaña Cuéllar, era el reverso de López Michelsen, con quien parecía mantener una rivalidad secreta. López como un liberal travieso y Montaña Cuéllar como un radical de izquierda. Sostuve con éste una buena relación fuera de la cátedra, Y siempre me pareció que López Michelsen me veía como a un pichón de poeta, y en cambio Montaña Cuéllar me veía como un buen prospecto para su proselitismo revolucionario.

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