Gabriel Márquez - Vivir para contarla

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Vivir para contarla es, probablemente, el libro más esperado de la década, compendio y recreación de un tiempo crucial en la vida de Gabriel García Márquez. En este apasionante relato, el premio Nobel colombiano ofrece la memoria de sus años de infancia y juventud, aquellos en los que se fundaría el imaginario que, con el tiempo, daría lugar a algunos de los relatos y novelas fundamentales de la literatura en lengua española del siglo XX.
Estamos ante la novela de una vida, a través de cuyas páginas García Márquez va descubriendo ecos de personajes e historias que han poblado obras como Cien años de soledad, El amor en los tiempos del cólera, El coronel no tiene quien le escriba o Crónica de una muerte anunciada, y que convierten Vivir para contarla en una guía de lectura para toda su obra, en acompañante imprescindible para iluminar pasajes inolvidables que, tras la lectura de estas memorias, adquieren una nueva perspectiva.
«A los que un día le dirán: "Esto fuiste", "esto hiciste" o "esto imaginaste", Gabo se les adelanta y dice simplemente: soy, seré, imaginé. Esto recuerdo. Gracias por la memoria.»
CARLOS FUENTES

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Las únicas que sobrevivieron a su tiempo habían sido El carnero, escrita entre 1600 y 1638 en plena Colonia por el español Juan Rodríguez Freyle, un relato tan desmesurado y libre de la historia de la Nueva Granada, que terminó por ser una obra maestra de la ficción; María, de Jorge Isaacs, en 1867; La vorágine, de José Eustasio Rivera, en 1924; La marquesa de Yolombó, de Tomás Carrasquilla, en 1926, y Cuatro años a bordo de mí mismo, de Eduardo Zalamea, en 1950. Ninguno de ellos había logrado vislumbrar la gloria que tantos poetas tenían con justicia o sin ella. En cambio, el cuento -con un antecedente tan insigne como el del mismo Carrasquilla, el escritor grande de Antioquia- había naufragado en una retórica escarpada y sin alma.

La prueba de que mi vocación era sólo de narrador fue el reguero de versos que dejé en el liceo, sin firma o con seudónimos, porque nunca tuve la intención de morirme por ellos. Más aún: cuando publiqué los primeros cuentos en El Espectador, muchos se disputaban el género, pero sin derechos suficientes. Hoy pienso que esto podía entenderse porque la vida en Colombia, desde muchos puntos de vista, seguía en el siglo XIX. Sobre todo en la Bogotá lúgubre de los años cuarenta, todavía nostálgica de la Colonia, cuando me matriculé sin vocación ni voluntad en la facultad de derecho de la Universidad Nacional.

Para comprobarlo bastaba con sumergirse en el centro neurálgico de la carrera Séptima y la avenida Jiménez de Quesada, bautizado por la desmesura bogotana como la mejor esquina del mundo. Cuando el reloj público de la torre de San Francisco daba las doce del día, los hombres se detenían en la calle o interrumpían la charla en el café para ajustar los relojes con la hora oficial de la iglesia. Alrededor de ese crucero, y en las cuadras adyacentes, estaban los sitios más concurridos donde se citaban dos veces al día los comerciantes, los políticos, los periodistas -y los poetas, por supuesto-, todos de negro hasta los pies vestidos, como el rey nuestro señor don Felipe IV.

En mis tiempos de estudiante todavía se leía en aquel lugar un periódico que tal vez tenía pocos antecedentes en el mundo. Era un tablero negro como el de las escuelas, que se exhibía en el balcón de El Espectador a las doce del día y a las cinco de la tarde con las últimas noticias escritas con tiza. En esos momentos el paso de los tranvías se volvía difícil, si no imposible, por el estorbo de las muchedumbres que esperaban impacientes. Aquellos lectores callejeros tenían además la posibilidad de aplaudir con una ovación cerrada las noticias que les parecían buenas y de rechiflar o tirar piedras contra el tablero cuando no les gustaban. Era una forma de participación democrática instantánea con la cual tenía El Espectador un termómetro más eficaz que cualquier otro para medirle la fiebre a la opinión pública.

Aún no existía la televisión y había noticieros de radio muy completos pero a horas fijas, de modo que antes de ir a almorzar o a cenar, uno se quedaba esperando la aparición del tablero para llegar a casa con una versión más completa del mundo. Allí se supo y se siguió con un rigor ejemplar e inolvidable el vuelo solitario del capitán Concha Venegas entre Lima y Bogotá. Cuando eran noticias como ésas, el tablero se cambiaba varias veces fuera de sus horas previstas para alimentar la voracidad del público con boletines extraordinarios. Ninguno de los lectores callejeros de aquel periódico único sabía que el inventor y esclavo de la idea se llamaba José Salgar, un redactor primíparo de El Espectador a los veinte años, que llegó a ser un periodista de los grandes sin haber ido más allá de la escuela primaria.

La institución distintiva de Bogotá eran los cafés del centro, en los que tarde o temprano confluía la vida de todo el país. Cada uno disfrutó en su momento de una especialidad -política, literaria, financiera-, de modo que gran parte de la historia de Colombia en aquellos años tuvo alguna relación con ellos. Cada quien tenía su favorito como una señal infalible de su identidad.

Escritores y políticos de la primera mitad del siglo -incluido algún presidente de la República- habían estudiado en los cafés de la calle Catorce, frente al colegio del Rosario. El Windsor, que hizo su época de políticos famosos, era uno de los más perdurables y fue refugio del gran caricaturista Ricardo Rendón, que hizo allí su obra grande, y años después se perforó el cráneo genial con un plomo de revólver en la trastienda de la Gran Vía.

El revés de mis tantas tardes de tedio fue el descubrimiento casual de una sala de música abierta al público en la Biblioteca Nacional. La convertí en mi refugio preferido para leer al amparo de los grandes compositores, cuyas obras solicitábamos por escrito a una empleada encantadora. Entre los visitantes habituales descubríamos afinidades de toda índole por la clase de música que preferíamos. Así conocí a la mayoría de mis autores preferidos a través de los gustos ajenos, por lo abundantes y variados, y aborrecí a Chopin durante muchos años por culpa de un melómano implacable que lo solicitaba casi a diario y sin misericordia.

Una tarde encontré la sala desierta porque el7sistema estaba descompuesto, pero la directora me permitió sentarme a leer en el silencio. Al principio me sentí en un remanso de paz, pero antes de dos horas no había logrado concentrarme por unas ráfagas de ansiedad que me estorbaban la lectura y me hacían sentir ajeno a mi propio pellejo. Tardé varios días en darme cuenta de que el remedio de mi ansiedad no era el silencio de la sala sino el ámbito de la música, que desde entonces se me convirtió en una pasión casi secreta y para siempre.

Las tardes de los domingos, cuando cerraban la sala de música, mi diversión más fructífera era viajar en los tranvías de vidrios azules, que por cinco centavos giraban sin cesar desde la plaza de Bolívar hasta la avenida Chile, y pasar en ellos aquellas tardes de adolescencia que parecían arrastrar una cola interminable de otros muchos domingos perdidos. Lo único que hacía durante aquel viaje de círculos viciosos era leer libros de versos, quizás una cuadra de la ciudad por cada cuadra de versos, hasta que se encendían las primeras luces en la llovizna perpetua. Entonces recorría los cafés taciturnos de los barrios viejos en busca de alguien que me hiciera la caridad de conversar conmigo sobre los poemas que acababa de leer. A veces lo encontraba -siempre un hombre- y nos quedábamos hasta pasada la medianoche en algún cuchitril de mala muerte, rematando las colillas de los cigarrillos que nosotros mismos nos habíamos fumado y hablando de poesía mientras en el resto del mundo la humanidad entera hacía el amor.

En aquel tiempo todo el mundo era joven, pero siempre encontrábamos a otros que eran más jóvenes que nosotros. Las generaciones se empujaban unas a otras, sobre todo entre los poetas y los criminales, y apenas si uno había acabado de hacer algo cuando ya se perfilaba alguien que amenazaba con hacerlo mejor. A veces encuentro entre papeles viejos algunas de las fotos que nos tomaban los fotógrafos callejeros en el atrio de la iglesia

de San Francisco, y no puedo reprimir un frémito de compasión, porque no parecen fotos nuestras sino de los hijos de nosotros mismos, en una ciudad de puertas cerradas donde nada era fácil, y mucho menos sobrevivir sin amor a las tardes de los domingos. Allí conocí por casualidad a mi tío José María Valdeblánquez, cuando creí ver a mi abuelo abriéndose paso con el paraguas entre la muchedumbre dominical que salía de misa. Su atuendo no enmascaraba un ápice de su identidad: vestido entero de paño negro, camisa blanca con cuello de celuloide y corbata de rayas diagonales, chaleco con leontina, sombrero duro y espejuelos dorados. Fue tal mi impresión que le cerré el paso sin darme cuenta. Él levantó el paraguas amenazante y me enfrentó a una cuarta de los ojos:

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