Gabriel Márquez - Vivir para contarla

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Vivir para contarla es, probablemente, el libro más esperado de la década, compendio y recreación de un tiempo crucial en la vida de Gabriel García Márquez. En este apasionante relato, el premio Nobel colombiano ofrece la memoria de sus años de infancia y juventud, aquellos en los que se fundaría el imaginario que, con el tiempo, daría lugar a algunos de los relatos y novelas fundamentales de la literatura en lengua española del siglo XX.
Estamos ante la novela de una vida, a través de cuyas páginas García Márquez va descubriendo ecos de personajes e historias que han poblado obras como Cien años de soledad, El amor en los tiempos del cólera, El coronel no tiene quien le escriba o Crónica de una muerte anunciada, y que convierten Vivir para contarla en una guía de lectura para toda su obra, en acompañante imprescindible para iluminar pasajes inolvidables que, tras la lectura de estas memorias, adquieren una nueva perspectiva.
«A los que un día le dirán: "Esto fuiste", "esto hiciste" o "esto imaginaste", Gabo se les adelanta y dice simplemente: soy, seré, imaginé. Esto recuerdo. Gracias por la memoria.»
CARLOS FUENTES

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Volví a verlo pocas veces y siempre por alguna razón válida y apremiante, casi siempre en relación con sus obras de caridad en favor de los perseguidos políticos. Una mañana apareció en mi casa de recién casado con un ladrón de domicilios que había cumplido su condena, pero la policía no le daba tregua: le robaban todo lo que llevaba encima. En cierta ocasión le regalé un par de zapatos de explorador con un dibujo especial en la suela para mayor seguridad. Pocos días después, la criada de la casa reconoció las suelas en la foto de un delincuente callejero que encontraron muerto en una cuneta. Era nuestro ladrón amigo.

No pretendo que ese episodio tuviera algo que ver con el destino final de Camilo, pero meses después entró en el hospital militar para visitar a un amigo enfermo, y no volvió a saberse nada de él hasta que el gobierno anunció que había reaparecido como guerrillero raso en el Ejército de Liberación Nacional. Murió el 5 de febrero de 1966, a sus treinta y siete años, en un combate abierto con una patrulla militar.

El ingreso de Camilo al seminario había coincidido con mi decisión íntima de no seguir perdiendo el tiempo en la facultad de derecho, pero tampoco tuve ánimos para enfrentarme de una vez por todas a mis padres. Por mi hermano Luis Enrique que había llegado a Bogotá con un buen empleo en febrero de 1948- supe que ellos estaban tan satisfechos con los resultados de mi bachillerato y mi primer año de derecho, que me mandaron de sorpresa la máquina de escribir más liviana y moderna que existía en el mercado. La primera que tuve en esta vida, y también la más infortunada, porque el mismo día la empeñamos por doce pesos para seguir la fiesta de bienvenida con mi hermano y los compañeros de pensión. Al día siguiente, locos de dolor de cabeza, fuimos a la casa de empeño a comprobar que la máquina estaba allí todavía con sus sellos intactos, y asegurarnos de que seguía en buenas condiciones hasta que nos cayera del cielo el dinero para rescatarla. Tuvimos una buena oportunidad con lo que me pagó mi socio el dibujante falso, pero a última hora decidimos dejar el rescate para después. Cada vez que pasábamos por la casa de empeño mi hermano y yo, juntos o separados, comprobábamos desde la calle que la máquina seguía en su lugar, envuelta como una joya en papel celofán y con un lazo de organdí, entre hileras de aparatos domésticos bien protegidos. Al cabo de un mes, los cálculos alegres que habíamos hecho en la euforia de la borrachera seguían sin cumplirse, pero la máquina estaba intacta en su sitio, y allí podía seguir mientras pagáramos a tiempo los intereses trimestrales.

Creo que entonces no éramos todavía conscientes de las terribles tensiones políticas que empezaban a perturbar el país. A pesar del prestigio de conservador moderado con que llegó Ospina Pérez al poder, la mayoría de su partido sabía que la victoria sólo había sido posible por la división de los liberales. Éstos, aturdidos por el golpe, le reprochaban a Alberto Lleras la imparcialidad suicida que hizo posible la derrota. El doctor Gabriel Turbay, más abrumado por su genio depresivo que por los votos adversos, se fue a Europa sin rumbo ni sentido, con el pretexto de una alta especialización en cardiología, y murió solo y vencido por el asma de la derrota al cabo de año y medio entre las flores de papel y los gobelinos marchitos del hotel Place Athénée de París. Jorge Eliécer Gaitán, en cambio, no interrumpió ni un día su campaña electoral para el periodo siguiente, sino que la radicalizó a fondo con un programa de restauración moral de la República que rebasó la división histórica del país entre liberales y conservadores, y la profundizó con un corte horizontal y más realista entre explotadores y explotados: el país político y el país nacional. Con su grito histórico -«¡A la carga!»- y su energía sobrenatural, esparció la semilla de la resistencia aun en los últimos rincones con una gigantesca campaña de agitación que fue ganando terreno en menos de un año, hasta llegar a las vísperas de una auténtica revolución social.

Sólo así tomamos conciencia de que el país empezaba a desbarrancarse en el precipicio de la misma guerra civil que nos quedó desde la independencia de España, y alcanzaba ya a los bisnietos de los protagonistas originales. El Partido Conservador, que había recuperado la presidencia por la división liberal después de cuatro periodos consecutivos, estaba decidido por cualquier medio a no perderla de nuevo. Para lograrlo, el gobierno de Ospina Pérez adelantaba una política de tierra arrasada que ensangrentó el país hasta la vida cotidiana dentro de los hogares.

Con mi inconsciencia política y desde mis nubes literarias no había vislumbrado siquiera aquella realidad evidente hasta una noche en que regresaba a la pensión y me encontré con el fantasma de mi conciencia. La ciudad desierta, azotada por el viento glacial que soplaba por las troneras de los cerros, estaba copada por la voz metálica y el deliberado énfasis arrabalero de Jorge Eliécer Gaitán en su discurso de rigor de cada viernes en el teatro Municipal. La capacidad del recinto no era para más de mil personas enlatadas, pero el discurso se propagaba en ondas concéntricas, primero por los altavoces en las calles adyacentes y después por las radios a todo volumen que resonaban como latigazos en el ámbito de la ciudad atónita, y desbordaban por tres y hasta por cuatro horas la audiencia nacional.

Aquella noche tuve la impresión de ser el único en las calles, salvo en la esquina crucial del periódico El Tiempo, protegida como todos los viernes por un pelotón de policías armados como para la guerra. Fue una revelación para mí, que me había permitido la arrogancia de no creer en Gaitán, y aquella noche comprendí de golpe que había rebasado el país español y estaba inventando una lengua franca para todos, no tanto por lo que decían las palabras como por la conmoción y las astucias de la voz. Él mismo, en sus discursos épicos, aconsejaba a sus oyentes en un malicioso tono paternal que regresaran en paz a sus casas, y ellos lo traducían al derecho como la orden cifrada de expresar su repudio contra todo lo que representaban las desigualdades sociales y el poder de un gobierno brutal. Hasta los mismos policías que debían guardar el orden quedaban motivados por una advertencia que interpretaban al revés.

El tema del discurso de aquella noche era un recuento descarnado de los estragos por la violencia oficial en su política de tierra arrasada para destruir la oposición liberal, con un número todavía incalculable de muertos por la fuerza pública en las áreas rurales, y poblaciones enteras de refugiados sin techo ni pan en las ciudades. Al cabo de una enumeración pavorosa de asesinatos y atropellos, Gaitán empezó a subir la voz, a regodearse palabra por palabra, frase por frase, en un prodigio de retórica efectista y certera. La tensión del público aumentaba al compás de su voz, hasta una explosión final que estalló en el ámbito de la ciudad y retumbó por la radio en los rincones más remotos del país.

La muchedumbre enardecida se echó a la calle en una batalla campal incruenta, ante la tolerancia secreta de la policía. Creo que fue aquella noche cuando entendí por fin las frustraciones del abuelo y los lúcidos análisis de Camilo Torres Restrepo. Me sorprendía que en la Universidad Nacional los estudiantes siguieran siendo liberales y godos, con nudos comunistas, pero la brecha que Gaitán estaba excavando en el país no se sentía pasar por allí. Llegué a la pensión aturdido por la conmoción de la noche y encontré a mi compañero de cuarto leyendo a Ortega y Gasset en la paz de su cama.

– Vengo nuevo, doctor Vega -le dije-. Ahora sé cómo y por qué empezaban las guerras del coronel Nicolás Márquez.

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