Gabriel Márquez - Vivir para contarla

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Vivir para contarla es, probablemente, el libro más esperado de la década, compendio y recreación de un tiempo crucial en la vida de Gabriel García Márquez. En este apasionante relato, el premio Nobel colombiano ofrece la memoria de sus años de infancia y juventud, aquellos en los que se fundaría el imaginario que, con el tiempo, daría lugar a algunos de los relatos y novelas fundamentales de la literatura en lengua española del siglo XX.
Estamos ante la novela de una vida, a través de cuyas páginas García Márquez va descubriendo ecos de personajes e historias que han poblado obras como Cien años de soledad, El amor en los tiempos del cólera, El coronel no tiene quien le escriba o Crónica de una muerte anunciada, y que convierten Vivir para contarla en una guía de lectura para toda su obra, en acompañante imprescindible para iluminar pasajes inolvidables que, tras la lectura de estas memorias, adquieren una nueva perspectiva.
«A los que un día le dirán: "Esto fuiste", "esto hiciste" o "esto imaginaste", Gabo se les adelanta y dice simplemente: soy, seré, imaginé. Esto recuerdo. Gracias por la memoria.»
CARLOS FUENTES

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Seguimos aturdidos por aquella confusión demente hasta que un hijo de la dueña gritó de pronto que la casa estaba quemándose. En efecto, se había abierto una grieta en el muro de calicanto del fondo, y un humo negro y espeso empezaba a enrarecer el aire de los dormitorios. Provenía sin duda de la Gobernación Departamental, contigua a la pensión, que había sido incendiada por los manifestantes, pero el muro parecía bastante fuerte para resistir. Así que bajamos la escalera a zancadas y nos encontramos en una ciudad en guerra. Los asaltantes desaforados tiraban por las ventanas de la Gobernación cuanto encontraban en las oficinas. El humo de los incendios había nublado el aire, y el cielo encapotado era un manto siniestro. Hordas enloquecidas, armadas de machetes y toda clase de herramientas robadas en las ferreterías, asaltaban y prendían fuego al comercio de la carrera Séptima y las calles adyacentes con ayuda de policías amotinados. Una visión instantánea nos bastó para darnos cuenta de que la situación era incontrolable. Mi hermano se anticipó a mi pensamiento con un grito:

– ¡Mierda, la máquina de escribir!

Corrimos hacia la casa de empeño que todavía estaba intacta, con las rejas de hierro bien cerradas, pero la máquina no estaba donde había estado siempre. No nos preocupamos, pensando que en los días siguientes podríamos recuperarla, sin darnos cuenta todavía de que aquel desastre colosal no tendría días siguientes.

La guarnición militar de Bogotá se limitó a proteger los centros oficiales y los bancos, y el orden público quedó a cargo de nadie. Muchos altos mandos de la policía se atrincheraron en la Quinta División desde las primeras horas, y numerosos agentes callejeros los siguieron con cargamentos de armas recogidas en las calles. Varios de ellos, con el brazal rojo de los alzados, hicieron una descarga de fusil tan cerca de nosotros que me retumbo dentro del pecho. Desde entonces tengo la convicción de que un fusil puede matar con el solo estampido.

Al regreso de la casa de empeño vimos devastar en minutos el comercio de la carrera Octava, que era el más rico de la ciudad. Las joyas exquisitas, los paños ingleses y los sombreros de Bond Street que los estudiantes costeños admirábamos en las vitrinas inalcanzables, estaban entonces a la mano de todos, ante los soldados impasibles que custodiaban los bancos extranjeros. El muy recafé San Marino, donde nunca pudimos entrar, estaba abierto y desmantelado, por una vez sin los meseros de esmoquin que se anticipaban a impedir la entrada de estudiantes caribes.

Algunos de los que salían cargados de ropa fina y grandes rollos de paño en el hombro los dejaban tirados en medio de la calle. Recogí uno, sin pensar que pesaba tanto, y tuve que abandonarlo con el dolor de mi alma. Por todas partes tropezábamos con aparatos domésticos tirados en las calles, y no era fácil caminar por entre las botellas de whisky de grandes marcas y toda clase de bebidas exóticas que las turbas degollaban a machetazos. Mi hermano Luis Enrique y José Falencia encontraron saldos del saqueo en un almacén de buena ropa, entre ellos un vestido azul celeste de muy buen paño y con la talla exacta de mi padre, que lo usó durante años en ocasiones solemnes. Mi único trofeo providencial fue la carpeta de piel de ternera del salón de té más caro de la ciudad, que me sirvió para llevar mis originales bajo el brazo en las muchas noches de los años siguientes en que no tuve dónde dormir.

Iba con un grupo que se abría paso por la carrera Octava rumbo al Capitolio, cuando una descarga de metralla barrió a los primeros que se asomaron en la plaza de Bolívar. Los muertos y heridos instantáneos apelotonados en mitad de la calle nos frenaron en seco, un moribundo bañado en sangre que salió a rastras del promontorio me agarró por la bota del pantalón y gritó usúplica desgarradora:

«Joven, por el amor de Dios, ¡no me deje morir!

Huí despavorido. Desde entonces aprendí a olvidar otros horrores, míos y ajenos, pero nunca olvidé el desamparo de aquellos ojos en el fulgor de los incendios. Sin embargo, todavía me sorprende no haber pensado ni un instante que mi hermano y yo fuéramos a morir en aquel infierno sin cuartel.

Desde las tres de la tarde había empezado a llover en ráfagas, pero después de las cinco se desgajó un diluvio bíblico que apagó muchos incendios menores y disminuyó los ímpetus de la rebelión. La escasa guarnición de Bogotá, incapaz de enfrentarla, desarticuló la furia callejera. No fue reforzada hasta después de la medianoche por las tropas de urgencia de los departamentos vecinos, sobre todo de Boyacá, que tenía el mal prestigio de ser la escuela de la violencia oficial. Hasta entonces la radio incitaba pero no informaba, de modo que toda noticia carecía de origen, y la verdad era imposible. Las tropas de refresco recuperaron en la madrugada el centro comercial devastado por las hordas y sin más luz que la de los incendios, pero la resistencia politizada continuó todavía por varios días con francotiradores apostados en torres y azoteas. A esa hora, los muertos en las calles eran ya incontables.

Cuando volvimos a la pensión la mayor parte del centro estaba en llamas, con tranvías volcados y escombros de automóviles que servían de barricadas casuales. Metimos en una maleta las pocas cosas que valía la pena, y sólo después me di cuenta de que se me quedaron borradores de dos o tres cuentos impublicables, el diccionario del abuelo, que nunca recuperé, y el libro de Diógenes Laercio que recibí como premio de primer bachiller.

Lo único que se nos ocurrió fue pedir asilo con mi hermano en casa del tío Juanito, a sólo cuatro cuadras de la pensión. Era un apartamento de segundo piso, con una sala, comedor y dos alcobas, donde el tío vivía con su esposa y sus hijos Eduardo, Margarita y Nicolás, el mayor, que había estado un tiempo conmigo en la pensión. Apenas cabíamos, pero los Márquez Caballero tuvieron el buen corazón de improvisar espacios donde no los había, incluso en el comedor, y no sólo para nosotros sino para otros amigos nuestros y compañeros de pensión: José Falencia, Domingo Manuel Vega, Carmelo Martínez -todos ellos de Sucre- y otros que apenas conocíamos.

Poco antes de la medianoche, cuando dejó de llover, subimos a la azotea para ver el paisaje infernal de la ciudad iluminada por los rescoldos de los incendios. Al fondo, los cerros de Monserrate y la Guadalupe eran dos inmensos bultos de sombras contra el cielo nublado por el humo, pero lo único que yo seguía viendo en la bruma desolada era la cara enorme del moribundo que se arrastró hacia mí para suplicarme una ayuda imposible. La cacería callejera había amainado, y en el silencio tremendo sólo se oían los tiros dispersos de incontables francotiradores apostados por todo el centro, y el estruendo de las tropas que poco a poco iban exterminando todo rastro de resistencia armada o desarmada para dominar la ciudad. Impresionado por el paisaje de la muerte, el tío Juanito expresó en un solo suspiro el sentimiento de todos:

– ¡Dios mío, esto parece un sueño!

De regreso a la sala en penumbras me derrumbé en el sofá. Los boletines oficiales de las emisoras ocupadas por el gobierno pintaban un panorama de tranquilidad paulatina. Ya no había discursos, pero no se podía distinguir con precisión entre las emisoras oficiales y las que seguían en poder de la rebelión, y aun a estas mismas era imposible distinguirlas de la avalancha incontenible del correo de las brujas. Se dijo que todas las embajadas estaban desbordadas por los refugiados, y que el general Marshall permanecía en la de los Estados Unidos protegido por una guardia de honor de la escuela militar. También Laureano Gómez se había refugiado allí desde las primeras horas, y había sostenido conversaciones telefónicas con su presidente, tratando de impedir que éste negociara con los liberales en una situación que él consideraba manejada por los comunistas. El ex presidente Alberto Lleras, entonces secretario general de la Unión Panamericana, había salvado la vida por milagro al ser reconocido en su automóvil sin blindaje cuando abandonaba el Capitolio y trataron de cobrarle la entrega legal del poder a los conservadores. La mayoría de los delegados de la Conferencia Panamericana estaba a salvo a la medianoche.

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