Gabriel Márquez - Vivir para contarla

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Vivir para contarla es, probablemente, el libro más esperado de la década, compendio y recreación de un tiempo crucial en la vida de Gabriel García Márquez. En este apasionante relato, el premio Nobel colombiano ofrece la memoria de sus años de infancia y juventud, aquellos en los que se fundaría el imaginario que, con el tiempo, daría lugar a algunos de los relatos y novelas fundamentales de la literatura en lengua española del siglo XX.
Estamos ante la novela de una vida, a través de cuyas páginas García Márquez va descubriendo ecos de personajes e historias que han poblado obras como Cien años de soledad, El amor en los tiempos del cólera, El coronel no tiene quien le escriba o Crónica de una muerte anunciada, y que convierten Vivir para contarla en una guía de lectura para toda su obra, en acompañante imprescindible para iluminar pasajes inolvidables que, tras la lectura de estas memorias, adquieren una nueva perspectiva.
«A los que un día le dirán: "Esto fuiste", "esto hiciste" o "esto imaginaste", Gabo se les adelanta y dice simplemente: soy, seré, imaginé. Esto recuerdo. Gracias por la memoria.»
CARLOS FUENTES

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Un amigo de mi papá a quien nunca conocimos me consiguió un empleo de vacaciones en una imprenta cercana a la casa. El sueldo era muy poco más que nada, y mi único estímulo fue la idea de aprender el oficio. Sin embargo, no me quedaba un minuto para ver la imprenta, porque el trabajo consistía en ordenar láminas litografiadas para que las encuadernaran en otra sección. Un consuelo fue que mi madre me autorizó para que comprara con mi sueldo el suplemento dominical de La Prensa que tenía las tiras cómicas de Tarzán, de Buck Rogers -que se llamaba Rogelio el Conquistador- y la de Mutt and Jeff -que se llamaban Benitín y Eneas-. En el ocio de los domingos aprendí a dibujarlos de memoria y continuaba por mi cuenta los episodios de la semana. Logré entusiasmar con ellos a algunos adultos de la cuadra y llegué a venderlos hasta por dos centavos.

El empleo era fatigante y estéril, y por mucho que me esmerara, los informes de mis superiores me acusaban de falta de entusiasmo en el trabajo. Debió ser por consideración a mi familia que me relevaron de la rutina del taller y me nombraron repartidor callejero de láminas de propaganda de un jarabe para la tos recomendado por los más famosos artistas de cine. Me pareció bien, porque los volantes eran preciosos, con fotos de los actores a todo color y en papel satinado. Sin embargo, desde el principio caí en la cuenta de que repartirlos no era tan fácil como yo pensaba, porque la gente los veía con recelo por ser regalados, y la mayoría se crispaba para no recibirlos como si estuvieran electrificados. Los primeros días regresé al taller con los sobrantes para que me los completaran. Hasta que me encontré con unos condiscípulos de Aracataca, cuya madre se escandalizó de verme en aquel oficio que le pareció de mendigos. Me regañó casi a gritos por andar en la calle con unas sandalias de trapo que mi madre me había comprado para no gastar los botines de pontifical.

– Dile a Luisa Márquez -me dijo- que piense en lo que dirían sus padres si vieran a su nieto preferido repartiendo propaganda para tísicos en el mercado.

No transmití el mensaje para ahorrarle disgustos a mi madre, pero lloré de rabia y de vergüenza en mi almohada durante varias noches. El final del drama fue que no volví a repartir los volantes, sino que los echaba en los caños del mercado sin prever que eran de aguas mansas y el papel satinado se quedaba flotando hasta formar en la superficie una colcha de hermosos colores que se convirtió en un espectáculo insólito desde el puente.

Algún mensaje de sus muertos debió recibir mi madre en un sueño revelador, porque antes de dos meses me sacó de la imprenta sin explicaciones. Yo me oponía por no perder la edición dominical de La Prensa que recibíamos en familia como una bendición del cielo, pero mi madre la siguió comprando aunque tuviera que echar una papa menos en la sopa. Otro recurso salvador fue la cuota de consuelo que durante los meses más ásperos nos mandó tío Juanito. Seguía viviendo en Santa Marta con sus escasas ganancias de contador juramentado, y se impuso el deber de mandarnos una carta cada semana con dos billetes de a peso. El capitán de la lancha Aurora, viejo amigo de la familia, me la entregaba a las siete de la mañana, y yo regresaba a casa con un mercado básico para varios días.

Un miércoles no pude hacer el mandado y mi madre se lo encomendó a Luis Enrique, que no resistió a la tentación de multiplicar los dos pesos en la máquina de monedas de una cantina de chinos. No tuvo la determinación de parar cuando perdió las dos primeras fichas, y siguió tratando de recuperarlas hasta que perdió hasta la penúltima moneda. «Fue tal el pánico -me contó ya de adulto- que tomé la decisión de no volver nunca más a la casa.» Pues sabía bien que los dos pesos alcanzaban para el mercado básico de una semana. Por fortuna, con la última ficha sucedió algo en la máquina que se estremeció con un temblor de fierros en las entrañas y vomitó en un chorro imparable las fichas completas de los dos pesos perdidos. «Entonces me iluminó el diablo -me contó Luis Enrique- y me atreví a arriesgar una ficha más.» Ganó. Arriesgó otra y ganó, y otra y otra y ganó. «El susto de entonces era más grande que el de haber perdido y se me aflojaron las tripas -me contó-, pero seguí jugando.» Al final había ganado dos veces los dos pesos originales en monedas de a cinco, y no se atrevió a cambiarlas por billetes en la caja por temor de que el chino lo enredara en algún cuento chino. Le abultaban tanto en los bolsillos que antes de darle a mamá los dos pesos de tío Juanito en monedas de a cinco, enterró en el fondo del patio los cuatro ganados por él, donde solía esconder cuanto centavo encontraba fuera de lugar. Se los gastó poco a poco sin confesarle a nadie el secreto hasta muchos años después, y atormentado por haber caído en la tentación de arriesgar los últimos cinco centavos en la tienda del chino.

Su relación con el dinero era muy personal. En una ocasión en que mi madre lo sorprendió rasguñando en su cartera la plata del mercado, su defensa fue algo bárbara pero lúcida: la plata que uno saca sin permiso de las carteras de los padres no puede ser un robo, porque es la misma plata de todos, que nos niegan por la envidia de no poder hacer con ella lo que hacen los hijos. Llegué a defender su argumento hasta el extremo de confesar que yo mismo había saqueado los escondites domésticos por necesidades urgentes. Mi madre perdió los estribos. «No sean tan insensatos -casi me gritó-: ni tú ni tu hermano me roban nada, porque yo misma dejo la plata donde sé que irán a buscarla cuando estén en apuros.» En algún ataque de rabia le oí murmurar desesperada que Dios debería permitir el robo de ciertas cosas para alimentar a los hijos.

El encanto personal de Luis Enrique para las travesuras era muy útil para resolver problemas comunes, pero no alcanzó para hacerme cómplice de sus pilatunas. Al contrario, se las arregló siempre para que no recayera sobre mí la menor sospecha, y eso afianzó un afecto de verdad que duró para siempre. Nunca le dejé saber, en cambio, cuánto envidiaba su audacia y cuánto sufría con las cuerizas que le aplicaba papá. Mi comportamiento era muy distinto del suyo, pero a veces me costaba trabajo moderar la envidia. En cambio, me inquietaba la casa de los padres en Cataca, donde sólo me llevaban a dormir cuando me iban a dar purgantes vermífugos o aceite de ricino. Tanto, que aborrecí las monedas de a veinte centavos que me pagaban por la dignidad con que me los tomaba.

Creo que el colmo de la desesperación de mi madre fue mandarme con una carta para un hombre que tenía fama de ser el más rico y a la vez el filántropo más generoso de la ciudad. Las noticias de su buen corazón se publicaban con tanto despliegue como sus triunfos financieros. Mi madre le escribió una carta de angustia sin ambages para solicitar una ayuda económica urgente no en su nombre, pues ella era capaz de soportar cualquier cosa, sino por el amor de sus hijos. Hay que haberla conocido para comprender lo que aquella humillación significaba en su vida, pero la ocasión lo exigía. Me advirtió que el secreto debía quedar entre nosotros dos, y así fue, hasta este momento en que lo escribo.

Toqué al portón de la casa, que tenía algo de iglesia, y casi al instante se abrió un ventanuco por donde asomó una mujer de la que sólo recuerdo el hielo de sus ojos. Recibió la carta sin decir una palabra y volvió a cerrar. Debían ser las once de la mañana, y esperé sentado en el quicio hasta las tres de la tarde, cuando decidí tocar otra vez en busca de una respuesta. La misma mujer volvió a abrir, me reconoció sorprendida, y me pidió esperar un momento. La respuesta fue que volviera el martes de la semana siguiente a la misma hora. Así lo hice, pero la única respuesta fue que no habría ninguna antes de una semana. Debí volver tres veces más, siempre para la misma respuesta, hasta un mes y medio después, cuando una mujer más áspera que la anterior me contestó, de parte del señor, que aquélla no era una casa de caridad.

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