Gabriel Márquez - Vivir para contarla

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Vivir para contarla es, probablemente, el libro más esperado de la década, compendio y recreación de un tiempo crucial en la vida de Gabriel García Márquez. En este apasionante relato, el premio Nobel colombiano ofrece la memoria de sus años de infancia y juventud, aquellos en los que se fundaría el imaginario que, con el tiempo, daría lugar a algunos de los relatos y novelas fundamentales de la literatura en lengua española del siglo XX.
Estamos ante la novela de una vida, a través de cuyas páginas García Márquez va descubriendo ecos de personajes e historias que han poblado obras como Cien años de soledad, El amor en los tiempos del cólera, El coronel no tiene quien le escriba o Crónica de una muerte anunciada, y que convierten Vivir para contarla en una guía de lectura para toda su obra, en acompañante imprescindible para iluminar pasajes inolvidables que, tras la lectura de estas memorias, adquieren una nueva perspectiva.
«A los que un día le dirán: "Esto fuiste", "esto hiciste" o "esto imaginaste", Gabo se les adelanta y dice simplemente: soy, seré, imaginé. Esto recuerdo. Gracias por la memoria.»
CARLOS FUENTES

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– Pues de aquí no me muevo mientras no me lo resuelvan.

El gerente quedó pasmado, y todo el personal suspendió el trabajo para mirar a mi madre. Estaba impasible, con la nariz afilada, pálida y perlada de sudor. Se había quitado el luto de su padre, pero lo había asumido en aquel momento porque le pareció el vestido más propio para aquella diligencia. El gerente no volvió a mirarla, sino que miró a sus empleados sin saber qué hacer, y al fin exclamó para todos:

– ¡Esto no tiene precedentes!

Mi madre no pestañeó. «Tenía las lágrimas atoradas en la garganta pero tuve que resistir porque habría quedado muy mal», me contó. Entonces el gerente le pidió al empleado que le llevara los documentos a su oficina. Éste lo hizo, y a los cinco minutos volvió a salir, regañado y furioso, pero con todos los tiquetes en regla para viajar.

La semana siguiente desembarcamos en la población de Sucre como si hubiéramos nacido en ella. Debía tener unos dieciséis mil habitantes, como tantos municipios del país en aquellos tiempos, y todos se conocían, no tanto por sus nombres como por sus vidas secretas.

No sólo el pueblo sino la región entera era un piélago de aguas mansas que cambiaban de colores por los mantos de flores que las cubrían según la época, según el lugar y según nuestro propio estado de ánimo. Su esplendor recordaba el de los remansos de ensueño del sudeste asiático. Durante los muchos años en que la familia vivió allí no hubo un solo automóvil. Habría sido inútil, pues las calles rectas de tierra aplanada parecían tiradas a cordel para los pies descalzos y muchas casas tenían en las cocinas su muelle privado con las canoas domésticas para el transporte local.

Mi primera emoción fue la de una libertad inconcebible. Todo lo que a los niños nos había faltado o lo que habíamos añorado se nos puso de pronto al alcance de la mano. Cada quien comía cuando tenía hambre o dormía a cualquier hora, y no era fácil ocuparse de nadie, pues a pesar del rigor de sus leyes los adultos andaban tan embolatados con su tiempo personal que no les alcanzaba para ocuparse ni de ellos mismos. La única condición de seguridad para los niños fue que aprendieran a nadar antes de caminar, pues el pueblo estaba dividido en dos por un caño de aguas oscuras que servía al mismo tiempo de acueducto y albañal. Los echaban desde el primer año por los balcones de las cocinas, primero con salvavidas para que le perdieran el miedo al agua y después sin salvavidas para que le perdieran el respeto a la muerte. Años después, mi hermano Jaime y mi hermana Ligia, que sobrevivieron a los riesgos iniciáticos, se lucieron en campeonatos infantiles de natación.

Lo que me convirtió a Sucre en una población inolvidable fue el sentimiento de libertad con que nos movíamos los niños en la calle. En dos o tres semanas sabíamos quién vivía en cada casa, y nos comportábamos en ellas como conocidos de siempre. Las costumbres sociales -simplificadas por el uso- eran las de una vida moderna dentro de una cultura feudal: los ricos -ganaderos e industriales del azúcar- en la plaza mayor, y los pobres donde pudieran. Para la administración eclesiástica era un territorio de misiones con jurisdicción y mando en un vasto imperio lacustre. En el centro de aquel mundo, la iglesia parroquial, en la plaza mayor de Sucre, era una versión de bolsillo de la catedral de Colonia, copiada de memoria por un párroco español doblado de arquitecto. El manejo del poder era inmediato y absoluto. Todas las noches, después del rosario, daban en la torre de la iglesia las campanadas correspondientes a la calificación moral de la película anunciada en el cine contiguo, de acuerdo con el catálogo de la Oficina Católica para el Cine. Un misionero de turno, sentado en la puerta de su despacho, vigilaba el ingreso al teatro desde la acera de enfrente, para sancionar a los infractores.

Mi gran frustración fue por la edad en que llegué a Sucre. Me faltaban todavía tres meses para cruzar la línea fatídica de los trece años, y en la casa ya no me soportaban como niño pero tampoco me reconocían como adulto, y en aquel limbo de la edad terminé por ser el único de los hermanos que no aprendió a nadar. No sabían si sentarme a la mesa de los pequeños o a la de los grandes. Las mujeres del servicio ya no se cambiaban la ropa delante de mí ni con las luces apagadas, pero una de ellas durmió desnuda varias veces en mi cama sin perturbarme el sueño. No había tenido tiempo de saciarme con aquel desafuero del libre albedrío cuando tuve que volver a Barranquilla en enero del año siguiente para empezar el bachillerato, porque en Sucre no había un colegio bastante para las calificaciones excelentes del maestro Casalins.

Al cabo de largas discusiones y consultas, con muy escasa participación mía, mis padres se decidieron por el colegio San José de la Compañía de Jesús en Barranquilla. No me explico de dónde sacaron tantos recursos en tan pocos meses, si la farmacia y el consultorio homeopático estaban todavía por verse. Mi madre dio siempre una razón que no requería pruebas: «Dios es muy grande». En los gastos de la mudanza debía de estar prevista la instalación y el sostén de la familia, pero no mis avíos de colegio. De no tener sino un par de zapatos rotos y una muda de ropa que usaba mientras me lavaban la otra, mi madre me equipó de ropa nueva con un baúl del tamaño de un catafalco sin preveer que en seis meses ya habría crecido una cuarta. Fue también ella quien decidió por su cuenta que empezara a usar los pantalones largos, contra la disposición social acatada por mi padre de que no podían llevarse mientras no se empezara a cambiar de voz.

La verdad es que en las discusiones sobre la educación de cada hijo me sostuvo siempre la ilusión de que papá, en una de sus rabias homéricas, decretara que ninguno de nosotros volviera al colegio. No era imposible. Él mismo fue un autodidacta por la fuerza mayor de su pobreza, y su padre estaba inspirado por la moral de acero de don Fernando VII, que proclamaba la enseñanza individual en casa para preservar la integridad de la familia. Yo le temía al colegio como a un calabozo, me espantaba la sola idea de vivir sometido al régimen de una campana, pero también era mi única posibilidad de gozar de mi vida libre desde los trece años, en buenas relaciones con la familia, pero lejos de su orden, de su entusiasmo demográfico, de sus días azarosos, y leyendo sin tomar aliento hasta donde me alcanzara la luz.

Mi único argumento contra el colegio San José, uno de los más exigentes y costosos del Caribe, era su disciplina marcial pero mi madre me paró con un alfil: «Allí se hacen los gobernadores». Cuando ya no hubo retroceso posible, mi padre se lavó las manos:

– Conste que yo no dije ni que sí ni que no.

Él habría preferido el colegio Americano para que aprendiera inglés, pero mi madre lo descartó con la razón viciada de que era un cubil de luteranos. Hoy tengo que admitir en honor de mi padre que una de las fallas de mi vida de escritor ha sido no hablar inglés.

Volver a ver Barranquilla desde el puente del mismo Capitán de Caro en que habíamos viajado tres meses antes, me turbó el corazón como si hubiera presentido que regresaba solo a la vida real. Por fortuna, mis padres me habían hecho arreglos de alojamiento y comida con mi primo José María Valdeblánquez y su esposa Hortensia, jóvenes y simpáticos, que compartieron conmigo su vida apacible en un salón sencillo, un dormitorio y un patiecito empedrado que siempre estaba en sombras por la ropa puesta a secar en alambres. Dormían en el cuarto con su niña de seis meses. Yo dormía en el sofá de la sala, que de noche se transformaba en cama.

El colegio San José estaba a unas seis cuadras, en un parque de almendros donde había estado el cementerio más antiguo de la ciudad y todavía se encontraban huesecillos sueltos y piltrafas de ropa muerta a ras del empedrado. El día en que entré al patio principal había una ceremonia del primer año, con el uniforme dominical de pantalones blancos y saco de paño azul, y no pude reprimir el terror de que ellos supieran todo lo que yo ignoraba. Pero pronto me di cuenta de que estaban tan crudos y asustados como yo, ante las incertidumbres del porvenir.

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