Gabriel Márquez - Vivir para contarla

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Vivir para contarla es, probablemente, el libro más esperado de la década, compendio y recreación de un tiempo crucial en la vida de Gabriel García Márquez. En este apasionante relato, el premio Nobel colombiano ofrece la memoria de sus años de infancia y juventud, aquellos en los que se fundaría el imaginario que, con el tiempo, daría lugar a algunos de los relatos y novelas fundamentales de la literatura en lengua española del siglo XX.
Estamos ante la novela de una vida, a través de cuyas páginas García Márquez va descubriendo ecos de personajes e historias que han poblado obras como Cien años de soledad, El amor en los tiempos del cólera, El coronel no tiene quien le escriba o Crónica de una muerte anunciada, y que convierten Vivir para contarla en una guía de lectura para toda su obra, en acompañante imprescindible para iluminar pasajes inolvidables que, tras la lectura de estas memorias, adquieren una nueva perspectiva.
«A los que un día le dirán: "Esto fuiste", "esto hiciste" o "esto imaginaste", Gabo se les adelanta y dice simplemente: soy, seré, imaginé. Esto recuerdo. Gracias por la memoria.»
CARLOS FUENTES

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Otra conquista de aquella época fue el permiso de mi padre para ir solo a la matine de los domingos en el teatro Colombia. Por primera vez se pasaban seriales con un episodio cada domingo, y se creaba una tensión que no permitía tener un instante de sosiego durante la semana. La invasión de Mongo fue la primera epopeya interplanetaria que sólo pude reemplazar en mi corazón muchos años después con la Odisea del espacio, de Stanley Kubrick. Sin embargo, el cine argentino, con las películas de Carlos Gardel y Libertad Lamarque, terminó por derrotar a todos.

En menos de dos meses terminamos de armar la farmacia y conseguimos y amueblamos la residencia de la familia. La primera era una esquina muy concurrida en el puro centro comercial y a sólo cuatro cuadras del paseo Bolívar. La residencia, por el contrario, estaba en una calle marginal del degradado y alegre Barrio Abajo, pero el precio del alquiler no correspondía a lo que era sino a lo que pretendía: una quinta gótica pintada de alfajores amarillos y rojos, y con dos alminares de guerra.

El mismo día en que nos entregaron el local de la farmacia colgamos las hamacas en los horcones de la trastienda y allí dormíamos a fuego lento en una sopa de sudor. Cuando ocupamos la residencia descubrimos que no había argollas para hamacas, pero tendimos los colchones en el suelo y dormimos lo mejor posible desde que conseguimos un gato prestado para ahuyentar los ratones. Cuando llegó mi madre con el resto de la tropa, el mobiliario estaba todavía incompleto y no había útiles de cocina ni muchas otras cosas para vivir.

A pesar de sus pretensiones artísticas, la casa era ordinaria y apenas suficiente para nosotros, con sala, comedor, dos dormitorios y un patiecito empedrado. En rigor no debía valer un tercio del alquiler que pagábamos por ella. Mi madre se espantó al verla, pero el esposo la tranquilizó con el señuelo de un porvenir dorado. Así fueron siempre. Era imposible concebir dos seres tan distintos que se entendieran tan bien y se quisieran tanto.

El aspecto de mi madre me impresionó. Estaba encinta por séptima vez, y me pareció que sus párpados y sus tobillos estaban tan hinchados corno su cintura. Entonces tenía treinta y tres años y era la quinta casa que amueblaba. Me impresionó su mal estado de ánimo, que se agravó desde la primera noche, aterrada por la idea que ella misma inventó, sin fundamento alguno, de que allí había vivido la Mujer X antes de que la acuchillaran. El crimen se había cometido hacía siete años, en la estancia anterior de mis padres, y fue tan aterrador que mi madre se había propuesto no volver a vivir en Barranquilla. Tal vez lo había olvidado cuando regresó aquella vez, pero le volvió de golpe desde la primera noche en una casa sombría en la que había detectado al instante un cierto aire del castillo de Drácula.

La primera noticia de la Mujer X había sido el hallazgo del cuerpo desnudo e irreconocible por su estado de descomposición. Apenas se pudo establecer que era una mujer menor de treinta años, de cabello negro y rasgos atractivos. Se creyó que la habían enterrado viva porque tenía la mano izquierda sobre los ojos con un gesto de terror, y el brazo derecho alzado sobre la cabeza. La única pista posible de su identidad eran dos cintas azules y una peineta adornada con lo que pudo ser un peinado de trenzas. Entre las muchas hipótesis, la que pareció más probable fue la de una bailarina francesa de vida fácil que había desaparecido desde la fecha posible del crimen.

Barranquilla tenía la fama justa de ser la ciudad más hospitalaria y pacífica del país, pero con la desgracia de un crimen atroz cada año. Sin embargo, no había precedentes de uno que hubiera estremecido tanto y por tanto tiempo a la opinión pública como el de la acuchillada sin nombre. El diario La Prensa, uno de los más importantes del país en aquel tiempo, se tenía como el pionero de las historietas gráficas dominicales -Buck Rogers,Tarzán de los Monos-, pero desde sus primeros años se impuso como uno de los grandes precursores de la crónica roja. Durante varios meses mantuvo en vilo a la ciudad con grandes titulares y revelaciones sorprendentes que hicieron famoso en el país, con razón o sin ella, al cronista olvidado.

Las autoridades trataban de reprimir sus informaciones con el argumento de que entorpecían la investigación, pero los lectores terminaron por creer menos en ellas que en las revelaciones de La Prensa. La confrontación los mantuvo con el alma en un hilo durante varios días, y por lo menos una vez obligó a los investigadores a cambiar de rumbo. La imagen de la Mujer X estaba entonces implantada con tanta fuerza en la imaginación popular, que en muchas casas se aseguraban las puertas con cadenas y se mantenían vigilancias nocturnas especiales, en previsión de que el asesino suelto intentara proseguir su programa de crímenes atroces, y se dispuso que las adolescentes no salieran solas de su casa después de las seis de la tarde.

La verdad, sin embargo, no la descubrió nadie, sino que fue revelada al cabo de algún tiempo por el mismo autor del crimen, Efraín Duncan, quien confesó haber matado a su esposa, Ángela Hoyos, en la fecha calculada por Medicina Legal, y haberla enterrado en el lugar donde encontraron el cadáver acuchillado. Los familiares reconocieron las cintas color azul y la peineta que llevaba Ángela cuando salió de casa con su esposo el 5 de abril para un supuesto viaje a Calamar. El caso se cerró sin más dudas por una casualidad final e inconcebible que parecía sacada de la manga por un autor de novelas fantásticas: Ángela Hoyos tenía una hermana gemela exacta a ella que permitió identificarla sin ninguna duda.

El mito de la Mujer X se vino abajo convertido en un crimen pasional corriente, pero el misterio de la hermana idéntica quedó flotando en las casas, porque llegó a pensarse que fuera la misma Mujer X devuelta a la vida por artes de brujería. Las puertas se cerraban con trancas y parapetos de muebles para impedir que entrara en la noche el asesino fugado de la cárcel con recursos de magia. En los barrios de ricos se pusieron de moda los perros de caza amaestrados contra asesinos capaces de atravesar paredes. En realidad, mi madre no logró superar el miedo hasta que los vecinos la convencieron de que la casa del Barrio Abajo no había sido construida en tiempos de la Mujer X.

El 10 de julio de 1939 mi madre dio a luz una niña con un bello perfil de india, a la que bautizaron con el nombre de Rita por la devoción inagotable que se tenía en la casa por santa Rita de Casia, fundada, entre otras muchas gracias, en la paciencia con que sobrellevó el mal carácter del marido extraviado. Mi madre nos contaba que éste llegó una noche a su casa, enloquecido por el alcohol, un minuto después de que una gallina había plantado su cagarruta en la mesa del comedor. Sin tiempo de limpiar el mantel inmaculado, la esposa alcanzó a taparla con un plato para evitar que la viera el marido, y se apresuró a distraerlo con la pregunta de rigor:

– ¿Qué quieres comer?

El hombre soltó un gruñido:

– Mierda.

La esposa levantó entonces el plato y le dijo con su santa dulzura:

– Aquí la tienes.

La historia dice que el propio marido se convenció entonces de la santidad de la esposa y se convirtió a la fe de Cristo.

La nueva botica de Barranquilla fue un fracaso espectacular, atenuado apenas por la rapidez con que mi padre lo presintió. Después de varios meses de defenderse al por menor, abriendo dos huecos para tapar uno, se reveló más errático de lo que parecía hasta entonces. Un día hizo sus alforjas y se fue a buscar las fortunas yacentes en los pueblos menos pensados del río Magdalena. Antes de irse me llevó con sus socios y amigos y les hizo saber con una cierta solemnidad que a falta de él estaría yo. Nunca supe si lo dijo en chanza, como le gustaba decirlo aun en ocasiones graves, o si lo dijo en serio como le divertía decirlo en ocasiones banales. Supongo que cada quien lo entendió como quiso, pues a los doce años yo era raquítico y pálido y apenas bueno para dibujar y cantar. La mujer que nos fiaba la leche le dijo a mi madre delante de todos, y de mí, sin una pizca de maldad:

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