Alfonso tenía reservas de archivo desde hacía años y mucho trabajo adelantado en los últimos seis meses con notas editoriales, materiales literarios, reportajes maestros y promesas de anuncios comerciales de sus amigos ricos. El jefe de redacción, sin horario definido y con un sueldo mejor que el de cualquier periodista de mi categoría, pero condicionado a las ganancias del futuro, estaba también preparado para tener la revista bien y a tiempo. Por fin, el sábado de la semana siguiente, cuando entré en nuestro cubículo de El Heraldo a las cinco de la tarde Alfonso Fuenmayor ni siquiera levantó la vista para terminar su editorial.
– Apúrese con sus vainas, maestro -me dijo-, que la semana entrante sale Crónica.
No me asusté, porque ya había oído la frase dos veces anteriores. Sin embargo, la tercera fue la vencida. El mayor acontecimiento periodístico de la semana -con una ventaja absoluta- había sido la llegada del futbolista brasileño Heleno de Freitas para el Deportivo Junior, pero no lo trataríamos en competencia con la prensa especializada, sino como una noticia grande de interés cultural y social. Crónica no se dejaría encasillar por esa clase de distinciones, y menos tratándose de algo tan popular como el futbol. La decisión fue unánime y el trabajo eficaz.
Habíamos preparado tanto material en la espera, que lo único de última hora fue el reportaje de Heleno, escrito por Germán Vargas, maestro del género y fanático del futbol. El primer número amaneció puntual en los puestos de venta el sábado 29 de abril de 1950, día de Santa Catalina de Siena, escritora de cartas azules en la plaza más bella del mundo. Crónica se imprimió con una divisa mía de última hora debajo del nombre: «Su mejor weekend». Sabíamos que estábamos desafiando el purismo indigesto que prevalecía en la prensa colombiana de aquellos años, pero lo que queríamos decir con la divisa no tenía un equivalente con los mismos matices en lengua española. La portada era un dibujo a tinta de Heleno de Freitas hecho por Alfonso Meló, el único retratista de nuestros tres dibujantes.
La edición, a pesar de las prisas de última hora y la falta de promoción, se agotó mucho antes de que la redacción en pleno llegara al estadio municipal el día siguiente domingo 30 de abril-, donde se jugaba el partido estelar entre el Deportivo Junior y el Sporting, ambos de Barranquilla. La revista misma estaba dividida porque Germán y Álvaro eran partidarios del Sporting y Alfonso y yo lo éramos del Junior. Sin embargo, el solo nombre de Heleno y el excelente reportaje de Germán Vargas sustentaron el equívoco de que Crónica era por fin la gran revista deportiva que Colombia esperaba.
Había lleno hasta las banderas. A los seis minutos del primer tiempo, Heleno de Freitas colocó su primer gol en Colombia con un remate de izquierda desde el centro del campo. Aunque al final ganó el Sporting por 3 a 2, la tarde fue de Heleno, y después de nosotros, por el acierto de la portada premonitoria. Sin embargo, no hubo poder humano ni divino capaz de hacerle entender a ningún público que Crónica no era una revista deportiva sino un semanario cultural que honraba a Heleno de Freitas como una de las grandes noticias del año.
No era una chiripa de novatos. Tres de los nuestros solían tratar temas de fútbol en sus columnas de interés general, incluido Germán Vargas, por supuesto. Alfonso Fuenmayor era un aficionado puntual del fútbol y Álvaro Cepeda fue durante años corresponsal en Colombia del Sporting News, de Saint Louis, Missouri. Sin embargo, los lectores que anhelábamos no acogieron con los brazos abiertos los números siguientes, y los fanáticos de los estadios nos abandonaron sin dolor.
Tratando de remendar el roto decidimos en consejo editorial que yo escribiera el reportaje central con Sebastián Berascochea, otra de las estrellas brasileñas del Deportivo Junior, con la esperanza de que conciliara futbol y literatura, como tantas veces había tratado de hacerlo con otras ciencias ocultas en mi columna diaria La fiebre del balón que Luis Carmelo Correa me había contagiado en los potreros de Cataca se me había bajado casi a cero. Además, yo era de los fanáticos precoces del béisbol caribe -o el juego de pelota, como decíamos en lengua vernácula-. Sin embargo, asumí el reto.
Mi modelo, por supuesto, fue el reportaje de Germán Vargas. Me reforcé con otros, y me sentí aliviado por una larga conversación con Berascochea, un hombre inteligente y amable, y con muy buen sentido de la imagen que deseaba dar a su público. Lo malo fue que lo identifiqué y describí como un vasco ejemplar, sólo por su apellido, sin parar mientes en el detalle de que era un negro retinto de la mejor estirpe africana. Fue la gran pifia de mi vida y en el peor momento para la revista. Tanto, que me identifiqué hasta el alma con la carta de un lector que me definió como un periodista deportivo incapaz de distinguir la diferencia entre un balón y un tranvía. El mismo Germán Vargas, tan meticuloso en sus juicios, afirmó años después en un libro de conmemoraciones que el reportaje de Berascochea era lo peor de todo lo que yo he escrito. Creo que exageraba, pero no demasiado, porque nadie conocía el oficio como él, con crónicas y reportajes escritos en un tono tan fluido que parecían dictados de viva voz al linotipista.
No renunciamos al futbol o al béisbol porque ambos eran populares en la costa caribe, pero aumentamos los temas de actualidad y las novedades literarias. Todo fue inútil: nunca logramos superar el equívoco de que Crónica fuera una revista deportiva, pero en cambio los fanáticos del estadio superaron el suyo y nos abandonaron a nuestra suerte. Así que seguimos haciéndola como nos habíamos propuesto, aunque desde la tercera semana se quedó flotando en el limbo de su ambigüedad.
No me amilané. El viaje a Caraca con mi madre, la conversación histórica con don Ramón Vinyes y mi vínculo entrañable con el grupo de Barranquilla me habían infundido un aliento nuevo que me duró para siempre. Desde entonces no me gané un centavo que no fuera con la máquina de escribir, y esto me parece más meritorio de lo que podría pensarse, pues los primeros derechos de autor que me permitieron vivir de mis cuentos y novelas me los pagaron a los cuarenta y tantos años, después de haber publicado cuatro libros con beneficios ínfimos. Antes de eso mi vida estuvo siempre perturbada por una maraña de trampas, gambetas e ilusiones para burlar los incontables señuelos que trataban de convertirme en cualquier cosa que no fuera escritor.
Consumado el desastre de Aracataca, muerto el abuelo y extinguido lo que pudo quedar de sus poderes inciertos, quienes vivíamos de ellos estábamos a merced de las añoranzas. La casa se quedó sin alma desde que no volvió nadie en el tren. Mina y Francisca Simodosea permanecieron al amparo de Elvira Carrillo, que se hizo cargo de ellas con una devoción de sierva. Cuando la abuela acabó de perder la vista y la razón mis padres se la llevaron con ellos para que al menos tuviera mejor vida para morir. La tía Francisca, virgen y mártir, siguió siendo la misma de los desparpajos insólitos y los refranes ríspidos, que se negó a entregar las llaves del cementerio y la fábrica de hostias para consagrar, con la razón de que Dios la habría llamado si ésa fuera su voluntad. Un día cualquiera se sentó en la puerta de su cuarto con varias de sus sábanas inmaculadas y cosió su propia mortaja cortada a su medida, y con tanto primor que la muerte esperó más de dos semanas hasta que la tuvo terminada. Esa noche se acostó sin despedirse de nadie, sin enfermedad ni dolor algunos, y se echó a morir en su mejor estado de salud. Sólo después se dieron cuenta de que la noche anterior había llenado los formularios de defunción y cumplido los trámites de su propio entierro. Elvira Carrillo, que tampoco conoció varón por voluntad propia, se quedó sola en la soledad inmensa de la casa. A medianoche la despertaba el espanto de la tos eterna en los dormitorios vecinos, pero nunca le importó, porque estaba acostumbrada a compartir también las angustias de la vida sobrenatural.
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