Nuestras pocas discrepancias serias las discutíamos sólo entre nosotros, y a veces alcanzaban temperaturas peligrosas que sin embargo se olvidaban tan pronto como nos levantábamos de la mesa, o si llegaba algún amigo ajeno. La lección menos olvidable la aprendí para siempre en el bar Los Almendros, una noche de recién llegado en que Álvaro y yo nos enmarañamos en una discusión sobre Faulkner. Los únicos testigos en la mesa eran Germán y Alfonso, y se mantuvieron al margen en un silencio de mármol que llegó a extremos insoportables. No recuerdo en qué momento, pasado de rabia y aguardiente bruto, desafié a Álvaro a que resolviéramos la discusión a trompadas. Ambos iniciamos el impulso para levantarnos de la mesa y echarnos al medio de la calle, cuando la voz impasible de Germán Vargas nos frenó en seco con una lección para siempre:
– El que se levante primero ya perdió.
Ninguno llegaba entonces a los treinta años. Yo, con veintitrés cumplidos, era el menor del grupo, y había sido adoptado por ellos desde que llegué para quedarme en el pasado diciembre. Pero en la mesa de don Ramón Vinyes nos comportábamos los cuatro como los promotores y postuladores de la fe, siempre juntos, hablando de lo mismo y burlándonos de todo, y tan de acuerdo en llevar la contraria que habíamos terminado por ser vistos como si sólo fuéramos uno.
La única mujer que considerábamos como parte del grupo era Meira Delmar, que se iniciaba en el ímpetu de la poesía, pero sólo departíamos con ella en las escasas ocasiones en que nos salíamos de nuestra órbita de malas costumbres. Eran memorables las veladas en su casa con los escritores y artistas famosos que pasaban por la ciudad. Otra amiga con menos tiempo y frecuencia era la pintora Cecilia Porras, que iba desde Cartagena de vez en cuando, y nos acompañaba en nuestros periplos nocturnos, pues le importaba un rábano que las mujeres fueran mal vistas en cafés de borrachos y casas de perdición.
Los del grupo nos encontrábamos dos veces al día en la librería Mundo, que terminó convertida en un centro de reunión literaria. Era un remanso de paz en medio del fragor de la calle San Blas, la arteria comercial bulliciosa y ardiente por donde se vaciaba el centro de la ciudad a las seis de la tarde. Alfonso y yo escribíamos hasta la prima noche en nuestra oficina contigua a la sala de redacción de El Heraldo, como alumnos aplicados, él sus editoriales juiciosos y yo mis notas despelucadas. Con frecuencia nos intercambiábamos ideas de una máquina a otra, nos prestábamos adjetivos, nos consultábamos datos de ida y vuelta, hasta el punto de que en algunos casos era difícil saber cuál párrafo era de quién.
Nuestra vida diaria fue casi siempre previsible, salvo en las noches de los viernes que estábamos a merced de la inspiración y a veces empalmábamos con el desayuno del lunes. Si el interés nos atrapaba, los cuatro emprendíamos una peregrinación literaria sin freno ni medida. Empezaba en El Tercer Hombre con los artesanos del barrio y los mecánicos de un taller de automóviles, además de funcionarios públicos descarrilados y otros que lo eran menos. El más raro de todos era un ladrón de domicilios que llegaba poco antes de la medianoche con el uniforme del oficio: pantalones de ballet, zapatos de tenis, gorra de pelotero y un maletín de herramientas ligeras. Alguien que lo sorprendió robando en su casa alcanzó a retratarlo y publicó la foto en la prensa por si alguien lo identificaba. Lo único que obtuvo fueron varias cartas de lectores indignados por jugarles sucio a los pobres rateros.
El ladrón tenía una vocación literaria bien asumida, no perdía palabra en las conversaciones sobre artes y libros, y sabíamos que era autor vergonzante de poemas de amor que declamaba para la clientela cuando no estábamos nosotros. Después de la medianoche se iba a robar en los barrios altos, como si fuera un empleo, y tres o cuatro horas después nos traía de regalo algunas baratijas apartadas del botín mayor. «Para las niñas», nos decía, sin preguntar siquiera si las teníamos. Cuando un libro le llamaba la atención nos lo llevaba de regalo, y si valía la pena se lo donábamos a la biblioteca departamental que dirigía Meira Delmar.
Aquellas cátedras itinerantes nos habían merecido una reputación turbia entre las buenas comadres que encontrábamos al salir de la misa de cinco, y cambiaban de acera para no cruzarse con borrachos amanecidos. Pero la verdad es que no había parrandas más honradas Y fructíferas. Si alguien lo supo de inmediato fui yo, que los acompañaba en sus gritos de los burdeles sobre la obra de John Dos Passos o los goles desperdiciados por el Deportivo Junior. Tanto, que una de las graciosas hetairas de El Gato Negro, harta de toda una noche de disputas gratuitas, nos había gritado al pasar:
– iSi ustedes tiraran tanto como gritan, nosotras estaríamos bañadas en oro!
Muchas veces íbamos a ver el nuevo sol en un burdel sin nombre del barrio chino donde vivió durante años Orlando Rivera Figurita, mientras pintaba un mural que hizo época. No recuerdo alguien más disparatero, con su mirada lunática, su barba de chivo y su bondad de huérfano. Desde la escuela primaria le había picado la ventolera de ser cubano, y terminó por serlo más y mejor que si lo hubiera sido. Hablaba, comía, pintaba, se vestía, se enamoraba, bailaba y vivía su vida como un cubano, y cubano se murió sin conocer Cuba.
No dormía. Cuando lo visitábamos de madrugada bajaba a saltos de los andamios, más pintorreteado él mismo que el mural, y blasfemando en lengua de mambises en la resaca de la marihuana. Alfonso y yo le llevábamos artículos y cuentos para ilustrar, y teníamos que contárselos de viva voz porque no tenía paciencia para entenderlos leídos. Hacía los dibujos en un instante con técnicas de caricatura, que eran las únicas en que creía. Casi siempre le quedaban bien, aunque Germán Vargas decía de buena leche que eran mucho mejores cuando le quedaban mal.
Así era Barranquilla, una ciudad que no se parecía a ninguna, sobre todo de diciembre a marzo, cuando los alisios del norte compensaban los días infernales con unos ventarrones nocturnos que se arremolinaban en los patios de las casas y se llevaban a las gallinas por los aires. Sólo permanecían vivos los hoteles de paso y las cantinas de vaporinos alrededor del puerto. Algunas pajaritas nocturnas esperaban noches enteras la clientela siempre incierta de los buques fluviales. Una banda de cobres tocaba un valse lánguido en la alameda, pero nadie la escuchaba, por los gritos de los choferes que discutían de futbol entre los taxis parados en batería en la calzada del paseo Bolívar. El único local posible era el café Roma, una tasca de refugiados españoles que no cerraba nunca por la razón simple de que no tenía puertas. Tampoco tenía techos, en una ciudad de aguaceros sacramentales, pero nunca se oyó decir que alguien dejara de comerse una tortilla de papas o de concertar un negocio por culpa de la lluvia. Era un remanso a la intemperie, con mesitas redondas pintadas de blanco y silletas de hierro bajo frondas de acacias floridas. A las once, cuando cerraban los periódicos matutinos -El Heraldo y La Prensa-, los redactores nocturnos se reunían a comer. Los refugiados españoles estaban desde las siete, después de escuchar en casa el diario hablado del profesor Juan José Pérez Domenech, que seguía dando noticias de la guerra civil española doce años después de haberla perdido. Una noche de suerte, el escritor Eduardo Zalamea había anclado allí de regreso de La Guajira, y se disparó un tiro de revólver en el pecho sin consecuencias graves. La mesa quedó como una reliquia histórica que los meseros les mostraban a los turistas sin permiso para ocuparla. Años después, Zalamea publicó el testimonio de su aventura en Cuatro años a bordo de mí mismo, una novela que abrió horizontes insospechables en nuestra generación.
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