Por el contrario, su hermano gemelo, Esteban Carrillo, se mantuvo lúcido y dinámico hasta muy viejo. En cierta ocasión en que desayunaba con él me acordé con todos los detalles visuales que a su padre habían tratado de tirarlo por la borda en la lancha de Ciénaga, levantado en hombros de la muchedumbre y manteado como Sancho Panza por los arrieros. Para entonces Papalelo había muerto, y le conté el recuerdo al tío Esteban porque me pareció divertido. Pero él se levantó de un salto, furioso porque no se lo hubiera contado a nadie tan pronto como ocurrió, y ansioso de que lograra identificar en la memoria al hombre que conversaba con el abuelo en aquella ocasión, para que le dijera quiénes eran los que trataron de ahogarlo. Tampoco entendía que Papalelo no se hubiera defendido, si era un buen tirador que durante dos guerras civiles había estado muchas veces en la línea de fuego, que dormía con el revólver debajo de la almohada, y que ya en tiempos de paz había matado en duelo a un enemigo. En todo caso, me dijo Esteban, nunca sería tarde para que él y sus hermanos castigaran la afrenta. Era la ley guajira: el agravio a un miembro de la familia tenían que pagarlo todos los varones de la familia del agresor. Tan decidido estaba mi tío Esteban, que se sacó el revólver del cinto y lo puso en la mesa para no perder tiempo mientras acababa de interrogarme. Desde entonces, cada vez que nos encontrábamos en nuestras errancias le volvía la esperanza de que me hubiera acordado. Una noche se presentó en mi cubículo del periódico, por la época en que yo andaba escudriñando el pasado de la familia para una primera novela que no terminé, y me propuso que hiciéramos juntos una investigación del atentado. Nunca se rindió. La última vez que lo vi en Cartagena de Indias, ya viejo y con el corazón agrietado, se despidió de mí con una sonrisa triste:
– No sé cómo has podido ser escritor con tan mala memoria.
Cuando no hubo nada más que hacer en Aracataca, mi padre nos llevó a vivir en Barranquilla una vez más, para instalar otra farmacia sin un centavo de capital, pero con un buen crédito de los mayoristas que habían sido socios suyos en negocios anteriores. No era la quinta botica, como decíamos en familia, sino la única de siempre que llevábamos de una ciudad a otra según los pálpitos comerciales de papá: dos veces en Barranquilla, dos en Aracataca y una en Sincé. En todas había tenido beneficios precarios y deudas salvables. La familia sin abuelos ni tíos ni criados se redujo entonces a los padres y los hijos, que ya éramos seis -tres varones y tres mujeres- en nueve años de matrimonio.
Me sentí muy inquieto por esa novedad en mi vida. Había estado en Barranquilla varias veces para visitar a mis padres, de niño y siempre de paso, y mis recuerdos de entonces son muy fragmentarios. La primera visita fue a los tres años, cuando me llevaron para el nacimiento de mi hermana Margot. Recuerdo el tufo de fango del puerto al amanecer, el coche de un caballo cuyo auriga espantaba con su látigo a los maleteros que trataban de subirse en el pescante en las calles desoladas y polvorientas. Recuerdo las paredes ocres y las maderas verdes de puertas y ventanas de la casa de maternidad donde nació la niña, y el fuerte aire de medicina que se respiraba en el cuarto. La recién nacida estaba en una cama de hierro muy sencilla al fondo de una habitación desolada, con una mujer que sin duda era mi madre, y de la que sólo consigo recordar una presencia sin rostro que me tendió una mano lánguida, y suspiró:
– Ya no te acuerdas de mí.
Nada más. Pues la primera imagen concreta que tengo de ella es de varios años después, nítida e indudable, pero no he logrado situarla en el tiempo. Debió ser en alguna visita que hizo a Aracataca después del nacimiento de Aída Rosa, mi segunda hermana. Yo estaba en el patio, jugando con un cordero recién nacido que Santos Villero me había llevado en brazos desde Fonseca, cuando llegó corriendo la tía Mama y me avisó con un grito que me pareció de espanto:
– ¡Vino tu mamá!
Me llevó casi a rastras hasta la sala, donde todas las mujeres de la casa y algunas vecinas estaban sentadas como en un velorio en sillas alineadas contra las paredes. La conversación se interrumpió por mi entrada repentina. Permanecí petrificado en la puerta, sin saber cuál de todas era mi madre, hasta que ella me abrió los brazos con la voz más cariñosa de que tengo memoria:
– ¡Pero si ya eres un hombre!
Tenía una bella nariz romana, y era digna y pálida, y más distinguida que nunca por la moda del año: vestido de seda color de marfil con el talle en las caderas, collar de perlas de varias vueltas, zapatos plateados de trabilla y tacón alto, y un sombrero de paja fina con forma de campana como los del cine mudo. Su abrazo me envolvió con el olor propio que le sentí siempre, y una ráfaga de culpa me estremeció de cuerpo y alma, porque sabía que mi deber era quererla pero sentí que no era cierto.
En cambio, el recuerdo más antiguo que conservo de mi padre es comprobado y nítido del 1 de diciembre de 1934, día en que cumplió treinta y tres años. Lo vi entrar caminando a zancadas rápidas y alegres en la casa de los abuelos en Cataca, con un vestido entero de lino blanco y el sombrero canotié. Alguien que lo felicitó con un abrazo le preguntó cuántos años cumplía. Su respuesta no la olvidé nunca porque en el momento no la entendí:
– La edad de Cristo.
Siempre me he preguntado por qué aquel recuerdo me parece tan antiguo, si es indudable que para entonces debía haber estado con mi padre muchas veces.
Nunca habíamos vivido en una misma casa, pero después del nacimiento de Margot adoptaron mis abuelos la costumbre de llevarme a Barranquilla, de modo que cuando nació Aida Rosa ya era menos extraño. Creo que fue una casa feliz. Allí tuvieron una farmacia, y más adelante abrieron otra en el centro comercial. Volvimos a ver a la abuela Argemira -la mamá Gime- y a dos de sus hijos, Julio y Ena, que era muy bella, pero famosa en la familia por su mala suerte. Murió a los veinticinco años, no se sabe de qué, y todavía se dice que fue por el maleficio de un novio contrariado. A medida que crecíamos, la mamá Gime seguía pareciéndome más simpática y deslenguada.
En esa misma época mis padres me causaron un percance emocional que me dejó una cicatriz difícil de borrar. Fue un día en que mi madre sufrió una ráfaga de nostalgia y se sentó a teclear en el piano «Cuando el baile se acabó», el valse histórico de sus amores secretos, y a papá se le ocurrió la travesura romántica de desempolvar el violín para acompañarla, aunque le faltaba una cuerda. Ella se acopló fácil a su estilo de madrugada romántica, y tocó mejor que nunca, hasta que lo miró complacida por encima del hombro y se dio cuenta de que él tenía los ojos húmedos de lágrimas. «¿De quién te estás acordando?», le preguntó mi madre con una inocencia feroz. «De la primera vez que lo tocamos juntos», contestó él, inspirado por el valse. Entonces mi madre dio un golpe de rabia con ambos puños en el teclado.
– ¡No fue conmigo, jesuita! -gritó a toda voz-.Tú sabes muy bien con quién lo tocaste y estás llorando por ella.
No dijo el nombre, ni entonces ni nunca más, pero el grito nos petrificó de pánico a todos en distintos sitios de la casa. Luis Enrique y yo, que siempre tuvimos razones ocultas para temer, nos escondimos debajo de las camas. Aida huyó a la casa vecina y Margot contrajo una fiebre súbita que la mantuvo en delirio por tres días. Aun los hermanos menores estaban acostumbrados a aquellas explosiones de celos de mi madre, con los ojos en llamas y la nariz romana afilada como un cuchillo. La habíamos visto descolgar con una rara serenidad los cuadros de la sala y estrellarlos uno tras otro contra el piso en una estrepitosa granizada de vidrio. La habíamos sorprendido olfateando las ropas de papá pieza por pieza antes de echarlas en el canasto de lavar. Nada más sucedió después de la noche del dueto trágico, pero el afinador florentino se llevó el piano para venderlo, y el violín -con el revólver- acabó de pudrirse en el ropero.
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