Gabriel Márquez - Noticia de un Secuestro

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´Era, en efecto, el automóvil de Maruja. Había transcurrido por lo menos media hora desde el secuestro, y sólo quedaban los rastros: el cristal del lado del chofer destruido por un balazo, la mancha de sangre y el granizo de vidrio en el asiento, y la sombra húmeda en el asfalto, de donde acababan de llevarse al chofer todavía con vida. El resto estaba limpio y en orden´.
Gabriel García Márquez

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Los ánimos se habían serenado. Beatriz estaba en la sala, con su marido y sus hijos, y con su madre y sus dos hermanas, que escuchaban ávidos su relato. A Alberto le pareció pálida por el largo encierro y más joven que antes, y con un aire de colegiala por la sudadera deportiva, la cola de caballo y los zapatos planos. Trató de llorar, pero él se lo impidió, ansioso por saber de Maruja. «Tenga por seguro que está bien -le dijo Beatriz-. La cosa allá es difícil pero se aguanta, y Maruja es muy valiente». Y enseguida trató de resolver la preocupación que la atormentaba desde hacía quince días.

– ¿Sabes el teléfono de Marina? -preguntó.

Villamizar pensó que tal vez lo menos brutal sería la verdad.

– La mataron -dijo.

El dolor ce la mala noticia se le confundió a Beatriz con un pavor retroactivo. Si lo hubiera sabido dos horas antes tal vez no habría resistido el viaje de la liberación. Lloró hasta saciarse. Mientras tanto, Villamizar tomó precauciones para que no entrara nadie mientras se ponían de acuerdo sobre una versión pública del secuestro que no pusiera en riesgo a los otros secuestrados.

Los detalles del cautiverio permitían formarse una idea de la casa donde estaba la prisión. Para proteger a Maruja, Beatriz debía decir a la prensa que el viaje de regreso había durado más de tres horas desde algún lugar de tierra templada. Aunque la verdad era otra: la distancia real, las cuestas del camino, la música de los altoparlantes que los fines de semana tronaba casi hasta el amanecer, el ruido de los aviones, el clima, todo indicaba que era un barrio urbano. Por otra parte, habría bastado con interrogar a cuatro o cinco curas del sector para descubrir cuál fue el que exorcizó la casa.

Otros errores aún más torpes revelaban pistas para intentar un rescate armado con el mínimo de riesgos. La hora debía ser las seis de la mañana, después del cambio de turno, pues los guardianes de reemplazo no dormían bien durante la noche y caían rendidos por los suelos sin preocuparse de sus armas. Otro dato importante era la geografía de la casa, y en especial la puerta del patio, donde alguna vez vieron un guardián armado, y el perro era más sobornable de lo que hacían creer sus ladridos. Era imposible prever si alrededor del lugar no había además un cinturón de seguridad, aunque el desorden del régimen interno no inducía a creerlo, y en todo caso habría sido fácil averiguarlo una vez localizada la casa. Después de la desgracia de Diana Turbay se confiaba menos que nunca en el éxito de los rescates armados, pero Villamizar lo tuvo en cuenta por si se llegaba al punto de que no hubiera otra alternativa. En todo caso, fue tal vez el único secreto que no compartió con Rafael Pardo.

Estos datos le crearon a Beatriz un problema de conciencia. Se había comprometido con Maruja a no dar pistas que permitieran intentar un asalto a la casa, pero tornó la grave decisión de dárselos a su hermano, al comprobar que éste estaba tan consciente como Maruja, y corno ella misma, de la inconveniencia de una solución armada. Y menos cuando la liberación de Beatriz demostraba que, con todos sus tropiezos, estaba abierto el camino de la negociación. Fue así como al día siguiente, ya fresca, reposada y con una noche de buen sueño, concedió una conferencia de prensa en la casa de su hermano, donde apenas se podía caminar por entre un bosque de flores. Les dio a los periodistas y a la opinión pública una idea real de lo que fue el horror de su cautiverio, sin ningún dato que pudiera alentar a quienes quisieran actuar por su cuenta con riesgos para la vida de Maruja. El miércoles siguiente, con la seguridad de que Maruja conocía ya el nuevo decreto, Alexandra decidió improvisar un programa de júbilo. En las últimas semanas, a medida que avanzaban las negociaciones, Villamizar había hecho cambios notables en su apartamento para que la esposa liberada lo encontrara a su gusto. Habían puesto una biblioteca donde ella la quería, habían cambiado algunos muebles, algunos cuadros. Habían puesto en un lugar visible el caballo de la dinastía Tang que Maruja había traído de Yakarta como el trofeo de su vida. A última hora recordaron que ella se quejaba de no tener un buen tapete en el baño, y se apresuraron a comprarlo. La casa transformada, luminosa, fue el escenario de un programa de televisión excepcional que le permitió a Maruja conocer la nueva decoración desde antes del regreso. Quedó muy bien, aunque no supieron siquiera si Maruja lo vio.

Beatriz se restableció muy pronto. Guardó en su talego de cautiva la ropa que llevaba puesta al salir, y allí quedó encerrado el olor deprimente del cuarto que todavía la despertaba de pronto en mitad de la noche. Recobró el equilibrio del ánimo con la ayuda del esposo. El único fantasma que alguna vez le llegó del pasado fue la voz del mayordomo, que la llamó dos veces por teléfono. La primera vez fue el grito de un desesperado:

– ¡La medicina! ¡La medicina!

Beatriz reconoció la voz y la sangre se le heló en las venas, pero el aliento le alcanzó para preguntar en el mismo tono.

– ¡Cuál medicina! ¡Cuál medicina! -La de la señora -gritó el mayordomo.

Entonces se aclaró que quería el nombre de la medicina que Maruja tomaba para la circulación.

– Vasotón -dijo Beatriz. Y enseguida, ya repuesta, preguntó-: ¿Y cómo está? -Yo bien -dijo el mayordomo-. Muchas gracias.

– Usted no -corrigió Beatriz-. Ella.

– Ah, tranquila -dijo el mayordomo-. La señora está bien.

Beatriz colgó en seco y se echó a llorar con la náusea de los recuerdos atroces: la comida infame, el muladar del baño, los días siempre iguales, la soledad espantosa de Maruja en el cuarto pestilente. De todos modos, en la sección deportiva de un noticiero de televisión insertaron un anuncio misterioso: Tome Basotón. Pues le habían cambiado la ortografía para evitar que algún laboratorio despistado protestara por el uso de su producto con propósitos inexplicables.

La segunda llamada del mayordomo, varias semanas después, fue muy distinta. Beatriz tardó en identificar la voz enrarecida por algún artificio. Pero el estilo era más bien paternal.

– Recuerde lo que hablamos -dijo-. Usted no estuvo con doña Marina. Con nadie.

– Tranquilo -dijo Beatriz, y colgó.

Guido Parra, embriagado por el primer éxito de su diligencia, le anunció a Villamizar que la liberación de Maruja era cuestión de unos tres días. Villamizar se lo transmitió a Maruja en una rueda de prensa por radio y televisión. Por otra parte, los relatos de Beatriz sobre las condiciones del cautiverio le dieron a Alexandra la seguridad de que sus mensajes llegaban a su destino. Así que le hizo una entrevista de media hora en la cual Beatriz contó todo lo que Maruja quería saber: cómo la habían liberado, cómo estaban los hijos, la casa, los amigos, y qué esperanzas de ser libre podía sustentar.

A partir de entonces harían el programa con toda clase de detalles, con la ropa que se ponían, las cosas que compraban, las visitas que recibían. Alguien decía: «Manuel ya preparó el pernil». Sólo para que Maruja se diera cuenta de que aún seguía intacto el orden que ella había dejado en su casa. Todo esto, por frívolo que pudiera parecer, tenía un sentido alentador para Maruja: la vida seguía, Sin embargo, los días pasaban y no se veían indicios de liberación. Guido Parra se enredaba en explicaciones vagas y pretextos pueriles; se negaba al teléfono; desapareció. Villamizar lo llamó al orden. Parra se extendió en preámbulos. Dijo que las cosas se habían complicado por el incremento de la masacre que la policía estaba haciendo en las comunas de Medellín. Alegaba que mientras el gobierno no pusiera término a aquellos métodos salvajes era MUY difícil la liberación de nadie. Villamizar no lo dejó llegar al final.

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