Gabriel Márquez - Noticia de un Secuestro

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´Era, en efecto, el automóvil de Maruja. Había transcurrido por lo menos media hora desde el secuestro, y sólo quedaban los rastros: el cristal del lado del chofer destruido por un balazo, la mancha de sangre y el granizo de vidrio en el asiento, y la sombra húmeda en el asfalto, de donde acababan de llevarse al chofer todavía con vida. El resto estaba limpio y en orden´.
Gabriel García Márquez

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El ajedrez -que un guardián le enseñó a jugar con un talento notable- le había dado una nueva medida del tiempo. Otro del turno de octubre era un experto en telenovelas y lo inició en el vicio de seguirlas sin preocuparse si eran buenas o malas. El secreto era no preocuparse mucho por el episodio de hoy sino aprender a imaginarse las sorpresas del episodio de mañana. Veían juntos los programas de Alexandra, y compartían los noticieros de radio y televisión.

Otro guardián le había quitado veinte mil pesos que llevaba en el bolsillo el día del secuestro, pero en compensación le prometió llevarle todo lo que él le pidiera. Sobre todo, libros: varios de Milán Kundera, Crimen y Castigo, la biografía del general Santander de Pilar Moreno de Ángel. Él fue quizás el único colombiano de su generación que oyó hablar de José María Vargas Vila, el escritor colombiano más popular en el mundo a principios del siglo, y se apasionó con sus libros hasta las lágrimas. Los leyó casi todos, escamoteados por uno de los guardianes en la biblioteca de su abuelo. Con la madre de otro guardián mantuvo una entretenida correspondencia durante varios meses hasta que se la prohibieron los responsables de su seguridad. La ración de lectura se completaba con los periódicos del día que le llevaban por la tarde sin desdoblar. El guardián encargado de llevárselos tenía una inquina visceral contra los periodistas. En especial contra un conocido presentador de televisión, al cual apuntaba con su metralleta cuando aparecía en pantalla.

– A ése me lo cargo de gratis -decía.

Pacho no vio nunca a los jefes. Sabía que iban de vez en cuando, aunque nunca subieron al dormitorio, y que hacían reuniones de control y trabajo en un café de Chapinero. Con los guardianes, en cambio, logró establecer una relación de emergencia. Tenían el poder sobre la vida y la muerte, pero le reconocieron siempre el derecho de negociar algunas condiciones de vida. Casi a diario ganaba unas o perdía otras. Perdió hasta el final la de dormir encadenado, pero se ganó su confianza jugando al remis , un juego pueril de trampas fáciles que consiste en hacer tríos y escaleras con diez cartas. Un jefe invisible les mandaba cada quince días cien mil pesos prestados que se repartían entre todos para jugar. Pacho perdió siempre. Sólo al cabo de seis meses le confesaron que todos le hacían trampas, y si acaso lo dejaron ganar algunas veces fue para que no perdiera el entusiasmo. Eran juegos de mano con maestría de prestidigitadores.

Esa había sido su vida hasta el Año Nuevo. Desde el primer día había previsto que el secuestro sería largo, y su relación con los guardianes le había hecho pensar que podría sobrellevarlo. Pero las muertes de Diana y Marina le derrotaron el optimismo. Los mismos guardianes, que antes lo alentaban, volvían de la calle con los ánimos caídos. Parecía ser que todo estaba detenido a la espera de que la Constituyente se pronunciara sobre la extradición y el indulto. Entonces no tuvo duda de que la opción de la fuga era posible. Con una condición: sólo la intentaría cuando viera cerrada cualquier otra alternativa. Para Maruja y Beatriz también se había cerrado el horizonte después de las ilusiones de diciembre, pero volvió a entreabrirse a fines de enero por los rumores de que serían liberados dos rehenes. Ellas ignoraban entonces cuántos quedaban o si había algunos más recientes. Maruja dio por hecho que la liberada sería Beatriz. La noche del 2 de febrero, durante la caminata en el patio, Damaris lo confirmó. Tan segura estaba, que compró en el mercado un lápiz de labios, colorete, sombras para los párpados, y otras minucias de tocador para el día que salieran. Beatriz se afeitó las piernas en previsión de que no tuviera tiempo a última hora.

Sin embargo, dos jefes que las visitaron el día siguiente no dieron ninguna precisión sobre quién sería la liberada, ni si en realidad habría alguna. Se les notaba el rango. Eran distintos y más comunicativos que todos los anteriores. Confirmaron que un comunicado de los Extraditables había anunciado la liberación de dos, pero podían haber surgido algunos obstáculos imprevistos.

Esto les recordó a las cautivas la promesa anterior de liberarlas el 9 de diciembre, que tampoco cumplieron.

Los nuevos jefes empezaron por crear un ambiente de optimismo. Entraban a cualquier hora con un alborozo sin fundamentos serios. «Esto va como bien», decían. Comentaban las noticias del día con un entusiasmo infantil, pero se negaban a devolver el televisor y el radio para que las secuestradas pudieran conocerlas en directo. Uno de ellos, por maldad o por estupidez, se despidió una noche con una frase que pudo matarlas de terror por su doble sentido: «Tranquilas, señoras, la cosa va a ser muy rápida».

Fue una tensión de cuatro días en los que fueron dando poco a poco los pedazos dispersos de la. noticia. El tercer día dijeron que soltarían sólo un rehén. Que podía ser Beatriz, porque a Francisco Santos y a Maruja los tenían reservados para destinos más altos. Lo más angustioso para ellas era no poder confrontar esas noticias con las de la calle. Y sobre todo con Alberto, que tal vez conociera mejor que los mismos jefes la causa real de las incertidumbres.

Por fin, el día 7 de febrero llegaron más temprano que de costumbre y destaparon el juego: salía Beatriz. Maruja tendría que esperar una semana más. «Faltan todavía unos detañitos», dijo uno de los encapuchados. Beatriz sufrió una crisis de locuacidad que dejó a los jefes agotados, y al mayordomo y su mujer, y por último a los guardianes. Maruja no le puso atención, herida por un rencor sordo contra su marido, por la idea peregrina de que había preferido liberar a la hermana antes que a ella. Fue presa del encono durante toda la tarde, y sus rescoldos se mantuvieron tibios durante varios días.

Aquella noche la pasó aleccionando a Beatriz sobre cómo debía contarle a Alberto Villamizar los pormenores del secuestro, y el modo como debía manejarlos para mayor seguridad de todos. Cualquier error, por inocente que pareciera, podía costar una vida. Así que Beatriz debía hacerle a su hermano un relato escueto y veraz de la situación sin atenuar ni exagerar nada que pudiera hacerlo sufrir menos o preocuparse más: la verdad cruda. Lo que no debía decirle era cualquier dato que permitiera identificar el lugar donde ellas estaban. Beatriz lo resintió.

– ¿Es que usted no confía en mi hermano?

– Más que en nadie en este mundo -dijo Maruja-, pero este compromiso es entre usted y yo, y nadie más. Usted me responde de que nadie lo sepa.

Su temor era fundado. Conocía el carácter impulsivo de su esposo, y quería evitar por el bien de ambos y de todos que intentara un rescate con la fuerza pública. Otro mensaje a Alberto era que consultara si la medicina que tomaba ella para la circulación no tenía efectos secundarios. El resto de la noche se les fue preparando un sistema más eficaz para cifrar los mensajes por radio y televisión, y para el caso de que en el futuro autorizaran la correspondencia escrita. Sin embargo, en el fondo de su alma estaba dictando un testamento: qué debía hacerse con los hijos, con sus antigüedades, con las cosas comunes que merecían una atención especial. Fue tan vehemente, que uno de los guardianes que la oyó se apresuró a decirle.

– Tranquila -le dijo-. A usted no le va a pasar nada.

Al día siguiente esperaron con mayor ansiedad, pero nada pasó. Siguieron conversando durante la tarde. Por fin, a las siete de la noche, la puerta se abrió de golpe y entraron los dos jefes conocidos, y uno nuevo, y se dirigieron de frente a Beatriz:

– Venimos por usted, alístese.

Beatriz se aterrorizó con aquella repetición terrorífica de la noche en que se llevaron a Marina: la misma puerta que se abrió, la misma frase que podía servir por igual para ser libre que para morir, el mismo enigma sobre su destino. No entendía por qué a Marina, como a ella, le habían dicho: «Venimos por usted», en vez de lo que ella ansiaba oír: «Vamos a liberarla». Tratando de provocar la respuesta con un golpe de astucia, preguntó:

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