Gabriel Márquez - Noticia de un Secuestro

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´Era, en efecto, el automóvil de Maruja. Había transcurrido por lo menos media hora desde el secuestro, y sólo quedaban los rastros: el cristal del lado del chofer destruido por un balazo, la mancha de sangre y el granizo de vidrio en el asiento, y la sombra húmeda en el asfalto, de donde acababan de llevarse al chofer todavía con vida. El resto estaba limpio y en orden´.
Gabriel García Márquez

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– ¿Me van a liberar con Marina?

Los dos jefes se crisparon.

– ¡No haga preguntas! -le respondió uno de ellos con un gruñido áspero-. ¡Yo qué voy a saber de eso!

Otro, más persuasivo, remató:

– Una cosa no tiene nada que ver con la otra. Esto es político.

La palabra que Beatriz ansiaba -liberación- se quedó sin ser dicha. Pero el ambiente era alentador. Los jefes no tenían prisa. Damaris, con una minifalda de colegiala, les llevó gaseosas y un ponqué para la despedida. Hablaron de la noticia del día que las cautivas ignoraban: habían secuestrado en Bogotá, en operaciones separadas, a los industriales Lorenzo King Mazuera y Eduardo Puyana, al parecer por los Extraditables. Pero también les contaron que Pablo Escobar estaba ansioso por entregarse al cabo de tanto tiempo de vivir al azar. Inclusive, se decía, en las alcantarillas. Prometieron llevar el televisor y el radio esa misma noche para que Maruja pudiera ver a Beatriz rodeada por su familia.

El análisis de Maruja parecía razonable. Hasta entonces sospechaba que Marina había sido ejecutada, pero aquella noche no le quedó duda alguna por la diferencia del ceremonial en ambos casos. Para Marina no habían ido Jefes a aclimatar los ánimos con varios días de anticipación. Tampoco habían ido a buscarla, sino que mandaron a dos matones rasos sin ninguna autoridad y con sólo cinco minutos para cumplir la orden. La despedida con tarta y vino que le hicieron a Beatriz habría sido un homenaje macabro si fueran a matarla. En el caso de Marina les habían quitado el televisor y el radio para que ellas no se enteraran de su ejecución, y ahora ofrecían devolverlos para atenuar con una buena noticia los estragos de la mala. Maruja concluyó entonces sin más vueltas que Marina había sido ejecutada y que Beatriz se iba libre.

Los jefes le concedieron diez minutos para arreglarse mientras ellos iban a tomar un café. Beatriz no podía conjurar la idea de que estaba volviendo a vivir la última noche de Marina. Pidió un espejo para maquillarse. Damaris le llevó uno grande con un marco de hojas doradas. Maruja y Beatriz, al cabo de tres meses sin espejo, se apresuraron a verse. Fue una de las experiencias más sobrecogedoras del cautiverio. Maruja tuvo la impresión de que no se hubiera reconocido si se hubiera encontrado consigo misma en la calle. «Me morí de pánico», ha dicho después. «Me vi flaca, desconocida, como si me hubiera maquillado para una caracterización de teatro». Beatriz se vio lívida, con diez kilos menos y el cabello largo y marchito, y exclamó espantada: «¡Ésta no soy yo!». Muchas veces, entre bromas y veras, había sentido la vergüenza de que algún día la liberaran en tan mal estado, pero nunca se imaginó que en realidad fuera tan malo. Luego fue peor, porque uno de los jefes encendió el foco central, y la atmósfera del cuarto se hizo aún más siniestra, Uno de los guardianes sostuvo el espejo para que Beatriz se peinara. Ella quiso maquillarse pero Maruja se lo impidió. «¡Cómo se le ocurre! -le dijo, escandalizada-. ¿Usted piensa echarse eso, con esta palidez? Va a quedar terrible». Beatriz le hizo caso. También ella se perfumó con la loción de hombre que Lamparón le había regalado. Por último se tragó sin agua una pastilla tranquilizante.

En el talego, junto con sus otras cosas, estaba la ropa que llevaba puesta la noche del secuestro, pero prefirió la sudadera rosada con menos uso. Dudó de ponerse sus zapatos planos que estaban enmohecidos debajo de la cama, y que además no le iban bien con la sudadera. Damaris quiso darle unos zapatos de tenis que usaba para hacer gimnasia. Eran de su número exacto, pero con un aspecto tan indigente que Beatriz los rechazó con el pretexto de que le quedaban apretados. De modo que se puso sus zapatos planos, y se hizo una cola de caballo con una cinta elástica. Al final, por obra y gracia de tantas penurias, quedó con el aspecto de una colegiala.

No le pusieron una capucha como a Marina, sino que trataron de vendarle los ojos con esparadrapos para que no pudiera reconocer el camino ni las caras. Ella se opuso, consciente de que al quitárselos iban a arrancarle las cejas y las pestañas. «Espérense -les dijo-. Yo los ayudo». Entonces se puso un buen copo de algodón sobre cada párpado y se los fijaron con esparadrapos.

La despedida fue rápida y sin lágrimas. Beatriz estaba a punto de llorar pero Maruja se lo impidió con una frialdad calculada para darle ánimos. «Dígale a Alberto que esté tranquilo, que lo quiero mucho, y que quiero mucho a mis hijos», dijo. Se despidió con un beso. Ambas sufrieron. Beatriz, porque a la hora de la verdad la asaltó el terror de que tal vez fuera más fácil matarla que dejarla libre. Maruja, por el terror doble de que mataran a Beatriz, y por quedarse sola con los cuatro guardianes. Lo único que no se le ocurrió fue que la ejecutaran una vez liberada Beatriz.

La puerta se cerró, y Maruja permaneció inmóvil, sin saber por dónde seguir, hasta que oyó los motores en el garaje, y el rastro de los automóviles que se perdía en la noche. Una sensación de inmenso abandono se apoderó de ella. Sólo entonces recordó que no le habían cumplido la promesa de devolverle el televisor y el radio para conocer el final de la noche. El mayordomo se había ido con Beatriz, pero su mujer prometió hacer una llamada para que se los llevaran antes de los noticieros de las nueve y media. No llegaron. Maruja suplicó a los guardianes que le permitieran ver el televisor de la casa, pero ni ellos ni el mayordomo se atrevieron a contrariar el régimen en materia tan grave. Damaris entró antes de dos horas a contarle alborozada que Beatriz había llegado bien a su casa y que había sido muy cuidadosa en sus declaraciones, pues no había dicho nada que pudiera perjudicar a nadie. Toda la familia, con Alberto, por supuesto, estaba alrededor de ella. No cabía la gente en la casa.

A Maruja le quedó el reconcomio de que no fuera cierto. Insistió en que le llevaran un radio prestado. Perdió el control, y se enfrentó a los guardianes sin medir las consecuencias. No fueron graves, porque ellos habían sido testigos del trato que le dieron sus jefes a Maruja, y prefirieron calmarla con una nueva gestión para que les prestaran un radio. Más tarde se asomó el mayordomo y le dio su palabra de que habían dejado a Beatriz sana y salva en lugar seguro, y que ya todo el país la había visto y oído con su familia. Pero lo que Maruja quería era un radio para oír con sus propios oídos la voz de Beatriz. El mayordomo prometió llevárselo, pero no cumplió. A las doce de la noche, demolida por el cansancio y la rabia, Maruja se tomó dos pastillas del barbitúrico fulminante, y no despertó hasta las ocho de la mañana del día siguiente.

Las noticias eran ciertas. Beatriz había sido llevada al garaje a través del patio. La acostaron en el suelo de un automóvil que sin duda era un jeep, porque tuvieron que ayudarla para que alcanzara el pescante. Al principio dieron tumbos en los tramos escabrosos. Tan pronto como empezaron a deslizarse por una pista asfaltada, un hombre que viajaba junto a Beatriz le hizo amenazas sin sentido. Ella se dio cuenta por la voz de que el hombre estaba en un estado de nervios que su dureza no lograba disimular, y que no era ninguno de los jefes que habían estado en la casa.

– A usted van a estar esperándola una cantidad de periodistas -dijo el hombre-. Pues tenga mucho cuidado. Cualquier palabra de más puede costarle la vida a su cuñada. Recuerde que nunca hemos hablado con usted, que nunca nos vio, y que este viaje duró más de dos horas.

Beatriz escuchó las amenazas en silencio, y muchas otras que el hombre parecía repetir sin necesidad, sólo por calmarse a sí mismo. En una conversación que sostuvieron a tres voces descubrió que ninguno era conocido, salvo el mayordomo, que apenas habló. La estremeció una ráfaga de escalofrío: todavía era posible el más siniestro de los presagios.

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