Gabriel Márquez - Noticia de un Secuestro

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´Era, en efecto, el automóvil de Maruja. Había transcurrido por lo menos media hora desde el secuestro, y sólo quedaban los rastros: el cristal del lado del chofer destruido por un balazo, la mancha de sangre y el granizo de vidrio en el asiento, y la sombra húmeda en el asfalto, de donde acababan de llevarse al chofer todavía con vida. El resto estaba limpio y en orden´.
Gabriel García Márquez

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– Quiero pedirles un favor -dijo a ciegas y con pleno dominio de su voz-. Maruja tiene problemas circulatorios, y quisiéramos mandarle una medicina. ¿Ustedes se la harían llegar?

– Afirmativo -dijo el hombre-. Pierda cuidado.

– Mil gracias -dijo Beatriz-. Yo seguiré las instrucciones de ustedes. No los voy a perjudicar.

Hubo una pausa larga con un fondo de automóviles raudos, camiones pesados, retazos de músicas y gritos. Los hombres hablaron entre ellos en susurros. Uno se dirigió a Beatriz.

– Por aquí hay muchos retenes -le dijo-. Si nos paran en algunos les vamos a decir que usted es mi esposa y con lo pálida que está podemos decir que la llevamos a una clínica.

Beatriz, ya más tranquila, no resistió la tentación de jugar:

– ¿Con estos parches en los ojos?

– La operaron de la vista -dijo el hombre-. La siento al lado mío y le echo un brazo encima.

La inquietud de los secuestradores no era infundada. En aquel mismo momento ardían siete buses de servicio público en barrios distintos de Bogotá por bombas incendiarias colocadas por comandos de guerrillas urbanas. Al mismo tiempo, las FARC dinamitaron la torre de energía del municipio de Cáqueza, en las goteras de la capital, y trataron de tomarse la población. Por ese motivo hubo algunos operativos de orden público en Bogotá, pero casi imperceptibles. Así que el tráfico urbano de las siete fue el de un jueves cualquiera: denso y ruidoso, con semáforos lentos, gambetas imprevistas para no ser embestidos, y mentadas de madre. Hasta en el silencio de los secuestradores se notaba la tensión.

– Vamos a dejarla en un sitio -dijo uno de ellos-. Usted se baja rapidito y cuenta despacio hasta treinta. Después se quita la careta, camina sin mirar para atrás, Y coge el primer taxi que pase.

Sintió que le pusieron en la mano un billete enrollado. «Para su taxi -dijo el hombre-. Es de cinco mil». Beatriz se lo metió en el bolsillo del pantalón, donde encontró sin buscarla otra pastilla tranquilizante, y se la tragó. Al cabo de una media hora de viaje el carro se detuvo. La misma voz dijo entonces la sentencia final:

– Si usted llega a decirle a la prensa que estuvo con doña Marina Montoya, matamos a doña Maruja.

Habían llegado. Los hombres se ofuscaron tratando de bajar a Beatriz sin quitarle la venda.

Estaban tan nerviosos que se adelantaban unos a otros, se enredaban en órdenes y maldiciones. Beatriz sintió la tierra firme.

– Ya -dijo-. Así estoy bien.

Permaneció inmóvil en la acera hasta que los hombres volvieron al automóvil y arrancaron de inmediato. Sólo entonces oyó que detrás de ellos había otro automóvil que arrancó al mismo tiempo. No cumplió la orden de contar. Caminó dos pasos con los brazos extendidos, y entonces tomó conciencia de que debía de estar en plena calle. Se quitó la venda de un tirón, y reconoció enseguida el barrio Normandía, porque en otros tiempos solía ir por allí a casa de una amiga que vendía joyas. Miró las ventanas encendidas tratando de elegir una que le ofreciera confianza, pues no quería tomar un taxi con lo mal vestida que se sentía, sino llamar a su casa para que fueran a buscarla. No había acabado de decidirse cuando un taxi amarillo muy bien conservado se detuvo frente a ella. El chofer, joven y apuesto, le preguntó:

– ¿Taxi?

Beatriz lo tomó, y sólo cuando estaba dentro cayó en la cuenta de que un taxi tan oportuno no podía ser una casualidad. Sin embargo, la misma certidumbre de que aquél era un último eslabón de sus secuestradores le infundió un raro sentimiento de seguridad. El chofer le preguntó la dirección, y ella se la dijo en susurros. No entendió por qué no la oía hasta que el chofer le preguntó la dirección por tercera vez. Entonces la repitió con su voz natural.

La noche era fría y despejada, con algunas estrellas. El chofer y Beatriz sólo cruzaron las palabras indispensables, pero él no la perdió de vista en el espejo retrovisor. A medida que se acercaban a casa, Beatriz sentía los semáforos más frecuentes y lentos. Dos cuadras antes le pidió al chofer que fuera despacio por si tenían que despistar a los periodistas anunciados por los secuestradores. No estaban. Reconoció su edificio, y se sorprendió de que no le causara la emoción que esperaba.

El taxímetro marcaba setecientos pesos. Como el chofer no tenía cambio para el billete de cinco mil, Beatriz entró en la casa en busca de ayuda, y el viejo portero lanzó un grito y la abrazó enloquecido. En los días interminables y las noches pavorosas del cautiverio Beatriz había prefigurado aquel instante como una conmoción sísmica que le dispararía todas las fuerzas del cuerpo y del alma. Fue todo lo contrario: una especie de remanso en el que apenas percibía, lento y profundo, su corazón amordazado por los tranquilizantes. Entonces dejó que el portero se hiciera cargo del taxi, y tocó el timbre de su apartamento.

Le abrió Gabriel, el hijo menor. Su grito se oyó en toda la casa: «¡Mamaaaaá!». Catalina, la hija de quince anos, acudió gritando, y se le colgó del cuello. Pero la Soltó enseguida, asustada.

– Pero mamá, ¿por qué hablas así?

Fue el detalle feliz que rompió el tremendismo. Beatriz iba a necesitar varios días, en medio de las muchedumbres que la visitaron, para perder la costumbre de hablar en susurros. La esperaban desde la mañana. Tres llamadas anónimas -sin duda de los secuestradores- habían anunciado que sería liberada. Habían llamado incontables periodistas por si sabían la hora. Poco después del mediodía lo confirmó Alberto Villamizar, a quien Guido Parra se lo anunció por teléfono. La prensa estaba en vilo. Una periodista que había llamado tres minutos antes de que Beatriz llegara, le dijo a Gabriel con una voz convencida y sedante: «Tranquilo, hoy la sueltan». Gabriel acababa de colgar cuando sonó el timbre de la puerta.

El doctor Guerrero la había esperado en el apartamento de los Villamizar, pensando que también Maruja sería liberada y que ambas llegarían allí. Esperó con tres vasos de whisky hasta el noticiero de las siete. En vista de que no llegaron creyó que se trataba de otra noticia falsa como tantas de aquellos días, y volvió a su casa. Se puso la piyama, se sirvió otro Vaso de whisky, se metió en la cama y sintonizó Radio Recuerdos para dormirse al arrullo de los boleros. Desde que empezó su calvario no había vuelto a leer. Ya medio en sueños oyó el grito de Gabriel.

Salió del dormitorio con un dominio ejemplar. Beatriz y él -con veinticinco años de casados- se abrazaron sin prisa, como de regreso de un corto viaje, y sin una lágrima. Ambos habían pensado tanto en aquel momento, que a la hora de vivirlo fue como una escena de teatro mil veces ensayada, capaz de convulsionar a todos, menos a sus protagonistas.

Tan pronto como Beatriz entró en la casa se acordó de Maruja, sola y sin noticias en el cuarto miserable. Llamó al teléfono de Alberto Villamizar, y él mismo contestó al primer timbrazo con una voz preparada para todo. Beatriz lo reconoció.

– Hola -le dijo-. Soy Beatriz.

Se dio cuenta de que el hermano la había reconocido desde antes de que ella se identificara. Oyó un suspiro hondo y áspero, corno el de un gato, y enseguida la pregunta sin una mínima alteración de la voz:

– ¿Dónde está?

– En mi casa -dijo Beatriz.

– Perfecto -dijo Villamizar-. Estoy ahí en diez minutos. Mientras tanto, no hable con nadie.

Llegó puntual. La llamada de Beatriz lo sorprendió cuando estaba por rendirse. Además de la alegría de ver a la hermana y de tener la primera y única noticia directa de la esposa cautiva, lo movía la urgencia de preparar a Beatriz antes de que llegaran los periodistas y la policía. Su hijo Andrés, que tiene una vocación irresistible de corredor de automóviles, lo llevó en el tiempo justo.

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