Gabriel Márquez - Noticia de un Secuestro
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Gabriel García Márquez
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Con la fortuna y la clandestinidad, Escobar quedó dueño del patio y se convirtió en una leyenda que lo dominaba todo desde la sombra. Sus comunicados de estilo ejemplar y cautelas perfectas llegaron a parecerse tanto a la verdad que se confundían con ella. En la cumbre de su esplendor se erigieron altares con su retrato y les pusieron veladoras en las comunas de Medellín. Llegó a creerse que hacía milagros. Ningún colombiano en toda la historia había tenido y ejercido un talento como el suyo para condicionar la opinión pública. Ningún otro tuvo mayor poder de corrupción. La condición más inquietante y devastadora de su personalidad era que carecía por completo de la indulgencia para distinguir entre el bien y el mal.
Ése era el hombre invisible e improbable que Alberto Villamizar se propuso encontrar a mediados de febrero para que le devolviera a su esposa. Empezó por buscar contacto con los tres hermanos Ochoa en la cárcel de alta seguridad de Itagüí. Rafael Pardo -de acuerdo con el presidente- le dio la luz verde, pero le recordó sus límites: su gestión no era una negociación en nombre del gobierno sino una tarea de exploración. Le dijo que no se podía hacer ningún acuerdo a cambio de contraprestaciones por parte del gobierno, pero que éste estaba interesado en la entrega de los Extraditables en el ámbito de la política de sometimiento. Fue a partir de esa concepción nueva como se le ocurrió cambiar también la perspectiva de la gestión, de modo que no se centrara en la liberación de los rehenes -como había sido hasta entonces- sino en la entrega de Pablo Escobar. La liberación sería una simple consecuencia.
Así empezó un segundo secuestro de Maruja y una guerra distinta para Villamizar. Es probable que Escobar hubiera tenido la intención de soltarla con Beatriz, pero la tragedia de Diana Turbay debió trastornarle los planes. Aparte de cargar con la culpa de una muerte que no ordenó, el asesinato de Diana debió ser un desastre para él, porque le quitó una pieza de un valor inestimable y acabó de complicarle la vida. Además, la acción de la policía se recrudeció entonces con tal intensidad que lo obligó a sumergirse hasta el fondo. Muerta Marina, se había quedado con Diana, Pacho, Maruja y Beatriz. Si entonces hubiera resuelto asesinar a uno tal vez hubiera sido Beatriz. Libre Beatriz y muerta Diana, le quedaban dos: Pacho y Maruja. Quizás él hubiera preferido preservar a Pacho por su valor de cambio, pero Maruja había adquirido un precio imprevisto e incalculable por la persistencia de Villamizar para mantener vivos los contactos hasta que el gobierno se decidió a hacer un decreto más explícito. También para Escobar la única tabla de salvación desde entonces fue la mediación de Villamizar, y lo único que podía garantizarla era la retención de Maruja. Estaban condenados el uno al otro.
Villamizar empezó por visitar a doña Nydia Quintero para conocer detalles de su experiencia. La encontró generosa, resuelta, con un luto sereno. Ella le contó sus conversaciones con las hermanas Ochoa, con el viejo patriarca, con Fabio en la cárcel. Daba la impresión de haber asimilado la muerte atroz de la hija y no la recordaba por dolor ni por venganza sino para que fuera útil en el logro de la paz. Con ese espíritu le dio a Villamizar una carta para Pablo Escobar en la que expresaba su deseo de que la muerte de Diana pudiera servir para que ningún otro colombiano volviera a sentir el dolor que ella sentía. Empezaba por admitir que el gobierno no podía detener los allanamientos contra la delincuencia, pero sí podía evitar que se intentara el rescate de los rehenes, pues los familiares sabían, el gobierno sabía y todo el mundo sabía que si en un allanamiento tropezaban con los secuestrados se podía producir una tragedia irreparable, como ya había sucedido con su hija. «Por eso vengo ante usted -decía la carta- a suplicarle con el corazón inundado de dolor, de perdón y de bondad, que libere a Maruja y a Francisco». Y terminó con una solicitud sorprendente: «Déme a mí la razón de que usted no quería que Diana muriera». Meses después, desde la cárcel, Escobar hizo público su asombro de que Nydia le hubiera escrito aquella carta sin recriminaciones ni rencores. «Cuánto me duele -escribió Escobar- no haber tenido el valor para responderle».
Villamizar se fue a Itagüí para visitar a los tres hermanos Ochoa, con la carta de Nydia y los poderes no escritos del gobierno. Lo acompañaron dos escoltas de DAS, y la policía de Medellín los reforzó con otros seis. Encontró a los Ochoa apenas instalados en la cárcel de alta seguridad con tres controles escalonados, lentos y repetitivos, cuyos muros de adobes pelados daban la impresión de una iglesia sin terminar. Los corredores desiertos, las escaleras angostas con barandas de tubos amarillos, las alarmas a la vista, terminaban en un pabellón del tercer piso donde los tres hermanos Ochoa descontaban los años de sus condenas fabricando primores de talabarteros: sillas de montar y toda clase de arneses de caballería. Allí estaba la familia en pleno: los hijos, los cuñados, las hermanas. Martha Nieves, la más activa, y María Lía, la esposa de Jorge Luis, hacían los honores con la hospitalidad ejemplar de los paisas .
La llegada coincidió con la hora del almuerzo, que se sirvió en un galpón abierto al fondo del patio, con carteles de artistas de cine en las paredes, un equipo profesional de cultura física y un mesón de comer para doce personas. Por un acuerdo de seguridad la comida se preparaba en la cercana hacienda de La Loma, residencia oficial de la familia, y aquel día fue un muestrario suculento de la cocina criolla. Mientras comían, como es de rigor en Antioquia, no se habló de nada más que de la comida.
En la sobremesa, con todos los formalismos de un consejo de familia, se inició el diálogo. No fue tan fácil como pudo suponerse por la armonía del almuerzo. Lo inició Villamizar con su modo lento, calculado, explicativo, que deja poco margen para las preguntas porque todo parece contestado de antemano. Hizo el relato minucioso de sus negociaciones con Guido Parra y de su ruptura violenta, y terminó con su convicción de que sólo el contacto directo con Pablo Escobar podía salvar a Maruja.
– Tratemos de parar esta barbarie -dijo-. Hablemos en lugar de cometer más errores. Para empezar, sepan que no hay la más mínima posibilidad de que intentemos un rescate por la fuerza. Prefiero conversar, saber qué es lo que pasa, qué es lo que pretenden.
Jorge Luis, el mayor, tomó la voz cantante. Contó las penurias de la familia en la confusión de la guerra sucia, las razones y las dificultades de su entrega, y la preocupación insoportable de que la Constituyente no prohibiera la extradición.
– Ésta ha sido una guerra muy dura para nosotros -dijo-. Usted no se imagina lo que hemos sufrido, lo que ha sufrido la familia, los amigos. Nos ha pasado de todo.
Sus datos eran precisos: Martha Nieves, su hermana, secuestrada; Alonso Cárdenas, su cuñado, secuestrado y asesinado en 1986; Jorge Iván Ochoa, su tío, secuestrado en 1983 y sus primos Mario Ochoa y Guillermo León Ochoa, secuestrados y asesinados.
Villamizar, a su turno, trató de mostrarse tan víctima de la guerra como ellos, y hacerles entender que lo que sucediera de allí en adelante iban a pagarlo todos por igual. «Lo mío ha sido por lo menos igual de duro que lo de ustedes -dijo-. Los Extraditables intentaron asesinarme en el 86, tuve que irme al otro lado del mundo y hasta allá me persiguieron, y ahora me secuestran a mi esposa y a mi hermana». Sin embargo, no se quejaba, sino que se ponía al nivel de sus interlocutores.
– Es un abuso -concluyó-, y ya es hora de que empecemos a entendernos.
Sólo ellos hablaban. El resto de la familia escuchaba en un silencio triste de funeral, mientras las mujeres asediaban al visitante con sus atenciones sin intervenir en la conversación.
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