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Boris Vian: El Lobo-Hombre

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Boris Vian El Lobo-Hombre

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El protagonista es un lobo, pero no un lobo cualquiera, sino un lobo pacífico y culto. Este lobo, llamado Denís, vive en los alrededores de París, sabe leer, y no mata para comer, sino que es vegetariano. De vez en cuando roba una botella de leche de un repartidor, pero le desagrada enormemente, por ser de origen animal. El caso es que le gusta observar a los humanos, y colecciona todo aquello que tenga relación con ellos: neumáticos, ropa, libros… Muchas veces ha observado cómo las parejas buscan lugares solitarios para poder estar tranquilas en `sus asuntos`, y Denis se marcha recatadamente para no molestar. Un día se acerca a los alrededores de un bar y ve cómo el `Mago del Siam` (Siam es una especie de juego en Francia) sale en compañía de una joven, para… en fin, os imagináis para qué, ¿no? Pues bien, en eso que Denís les está mirando, el mago se da cuenta, y se lanza tras él, arreándole un mordisco a nuestro pobre lobo. A partir de ahí, a Denís le sucede algo muy extraño. Durante las horas diurnas de aquellos días en los que hay luna llena, Denís se transforma en humano. Cuando descubre esto, decide sacarle partido, y en su primer día como humano se viste con las ropas que había ido recogiendo con su forma lupina, y se dirige a París, donde compra una bicicleta para desplazarse. Entra en un restaurante para comer, y allí conocerá a una muchacha, con la que finalmente se irá a su hotel y mantendrán una apasionada relación. Pero lo que Denís interpreta como algo sin importancia, para la muchacha es un negocio, e intenta cobrarle a Denís sus servicios.

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– Le conozco desde hace tres años -precisó Folubert-. Nos conocimos en el judo.

– ¿Practicas judo? ¿Has luchado ya en alguna oportunidad en defensa de tu vida?

– Eh… -dijo Folubert confuso-. No, no he tenido ocasión. Practico muy de vez en cuando.

– ¿Te da miedo? -preguntó irónicamente Jennifer.

A Folubert no le hacía ninguna gracia el sesgo de la conversación, e intentó recobrar la confianza en sí mismo que tuviera la noche anterior.

– Te he visto en sueños -aventuró.

– Me parece poco probable -contestó Jennifer-. No sueño nunca. Has debido equivocarte.

– Eras rubia… -dijo Folubert al borde de la desesperación.

La chica tenía un talle muy menudo y, de cerca, sus ojos reían alegremente.

– ¿Lo ves? no era yo -dijo-. Yo soy pelirroja…

– Eras tú… -murmuro Folubert.

– No, no creo -repitió Jennifer-. Además, no me gustan los sueños. Prefiero la realidad.

Al decirlo le miró fijamente, mas como él volviese a bajar los ojos, no pudo darse cuenta. Aclaremos que, por otra parte, no la estrechaba demasiado contra sí; de hacerlo, hubiera dejado de ver lo que estaba viendo.

Jennifer se encogió de hombros. Le gustaban el deporte y los chicos osados y vigorosos.

– Me gusta el deporte -dijo-, y los chicos osados y vigorosos. No me gustan los sueños y sí sentirme tan viva como sea posible.

Se apartó de él, pues en aquel mismo instante el disco se paró entre un horrísono estrépito de frenos, dado que el amigo Léobille acababa de cerrar sin previo aviso el paso a nivel. Folubert le dio cortésmente las gracias. Le hubiera gustado retenerla mediante una conversación inteligente y hechizante, pero en el momento preciso en que estaba a punto de dar con una fórmula verdaderamenne arrebatadora, un corpulento y horrible mocetón se deslizó ante sus narices y enlazó brutalmente a Jennifer.

Espantado, Folubert dio un paso atrás. Pero al ver que Jennifer sonreía se derrumbó sin fuerzas en un profundo sillón de cuero de odre.

Se sentía muy triste, comenzaba a darse cuenta de que aquélla iba a ser una fiesta como las demás, brillante y llena de chicas guapas…, pero no para él.

La hermana de Léobille se dispuso a abrir la puerta otra vez, pero se detuvo, estupefacta, al escuchar una detonación. Intentaba comprimir con una mano los desaforados latidos de su corazón, cuando la hoja cedió bajo el feroz puntapié que le acababa de propinar el Mayor.

Este tenía en la mano una pistola todavía humeante con la que acababa de matar a la campanilla. Sus calcetines de color mostaza ofendían al mundo entero.

– Me he cargado a ese sucio animal -dijo-. Ocúpate de deshacerte de los restos.

– Pero… -acerto a decir la hermana de Léobille.

Y acto seguido se deshizo en llanto, el timbre vivía con ellos desde hacía ya tanto tiempo que era como si formara parte de la familia. A continuación, escapó a toda carrera hacia su cuarto, mientras el Mayor, encantado, con gesto a medias de perro y a medias de lobo, volvió a guardarse la pistola en el bolsillo.

Llegó Léobille. Lleno de inocencia, le tendió la mano al Mayor.

Éste se apresuró a depositar en ella un enorme excremento que acababa de coger del suelo ante la puerta del edificio.

– Aparta, tío -le dijo a Léobille con voz estremecedora.

– Oye… Espero que no rompas nada…

– Voy a ponerlo todo patas arriba -respondió el Mayor con la mayor frialdad del mundo, al tiempo que enseñaba los dientes.

Se acercó otra vez a Léobille, barrenándole las órbitas oculares con una insostenible mirada de su ojo de cristal.

– ¿O sea que vas contando por ahí que trabajo, tío? -dijo-. ¿Vas diciendo que me estoy volviendo honrado? ¿Te permites manejos tan sucios como ésos…?

Respiró profundamente y rugió.

– Pues ya puedes empezar a anunciar, tío, que tu fiesta va a resultar un poquito humeante.

Léobille palideció. Mantenía todavía en la mano la cosa que el Mayor le había depositado en ella, y ni siquiera se atrevía a moverse.

– Yo… yo no quería molestarte… -dijo.

– Más vale que cierres el pico, tío -dijo el Mayor-. Por cada palabra de más se te impondrá un recargo.

A continuación deslizó el pie derecho detrás de las piernas de Léobille, a quien empujó de manera brutal. Léobille se derrumbó.

Los invitados no se habían dado cuenta de casi nada. Como en toda fiesta que se precie, estaban demasiado ocupados bailando, bebiendo, charlando y desapareciendo por parejas en el interior de las habitaciones desocupadas.

El Mayor se dirigió hacia la barra. No lejos de ella, todavía desesperado, Folubert se apolillaba en el sillón. De pasada, el Mayor lo levantó agarrándole por el cuello de la chaqueta y volvió a ponerlo sobre sus pies.

– Ven a beber conmigo -le dijo-. No me gusta beber solo.

– Pero… si yo no bebo nunca… pero si yo… -respondió Folubert.

Como conocía un poquitín al Mayor, no se atrevió a llevar más allá su negativa.

– Venga -dijo el Mayor-. Menos gaitas.

Folubert miró hacia donde estaba Jennifer. Por suerte, ésta tenía la cabeza vuelta en otra dirección y discutía animadamente. Por desgracia, mejor dicho, pues tres jóvenes la rodeaban en aquel momento, mientras otros dos estaban a sus pies y un sexto la contemplaba desde lo alto de un armario.

Léobille, entretanto, se había levantado sin ruido y se disponía a salir discretamente en busca de las fuerzas custodias del orden, pero de repente se le ocurrió que si a las fuerzas en cuestión les daba por tomarse la molestia de curiosear en el interior de las habitaciones, sería él, Léobille, quien acabaría pasando la noche a la sombra.

Además, conocía al Mayor, y estaba seguro de que no le permitiría salir.

En efecto, el Mayor, que no había cesado de vigilar a Léobille, le dirigió una mirada que le inmovilizó.

A continuación, manteniendo todavía a Folubert agarrado por el cuello, volvió a sacar la pistola y, sin parpadear siquiera, hizo saltar en pedazos el gollete de una botella. Estupefactos, todos los invitados volvieron la cabeza.

– ¡Fuera, fuera todos los tíos! -dijo el Mayor-. Las palomitas se pueden quedar.

Dicho lo cual, alargó un vaso a Folubert.

– ¡Bebamos!

Los muchachos se separaron de las chicas y comenzaron a alejarse discretamente. Nadie se atrevía a plantarle cara al Mayor.

– No quiero beber -osó decir Folubert.

Pero cuando vio la cara que puso el Mayor, bebió precipitadamente.

– A tu salud, tío -dijo este último.

Los ojos de Folubert fueron a caer de repente sobre el rostro de Jennifer quien, acobardada junto a las demás en un rincón, le estaba contemplando con desprecio. Folubert sintió que le fallaban las piernas.

El Mayor vació su vaso de un solo trago.

En aquel momento casi todos los muchachos habían salido ya de la habitación. El último de ellos (que se llamaba Jean Berdindin y era un valiente) cogió un pesado cenicero y apuntó a la cabeza del Mayor. Este atrapó el artefacto en pleno vuelo, y en dos saltos estuvo a la vera de Berdindin.

– Ven…, ven para acá -le dijo.

Y le arrastró hasta el centro de la estancia.

– Coge a una chica, la que más te apetezca, y desnúdala. -Las chicas se pusieron coloradas de horror.

– Me niego -dijo Berdindin.

– Mucho cuidado, tío -dijo el Mayor.

– Pideme lo que quieras, pero eso no -respondió Berdindin.

Aterrorizado, Folubert se sirvió maquinalmente un segundo vaso y se lo bebió de un trago.

El Mayor no dijo ni pío. Se acercó a Berdindin y cogiéndolo de un brazo le hizo una llave. Berdindin voló por los aires. Aprovechando la circunstancia, el Mayor le quitó los pantalones antes de que volviera a caer al suelo.

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