– Ve de una vez -dijo Léon-. Dentro de una hora, aquí.
Una hora más tarde, Clams detenía una rutilante motocicleta Norton con guardabarros hasta los ejes, frente al inmueble donde tenía su leonera su viejo amigo Léon.
– No está mal -dijo su amigo, que le esperaba en la puerta sin dejar de mirar el reloj.
– Cuesta doscientos cincuenta billetes en el mercado -informó Clams-. Como no tengo la documentación, puesto que la acabo de robar, apenas si podré sacar por ella unos cien mil. Pero aun así ha merecido la pena pedirte prestado el casco ¿no?
– Seguro -contestó Léon Dodilongo-. Oye… ¿Y si me la cambias por la mía? Así no tendrías problemas con la documentación…
– De acuerdo -dijo Clams-. ¿La tuya también es una Norton?
– Sí -respondió Léon Dodilongo-. Pero no tiene como ésta el embrague tricúspide de revolución ligera.
– Bueno, en cualquier caso, no me desdigo -dijo Clams-. ¡Vaya! Aunque salga perdiendo, eres un buen amigo.
Clams vendió en ciento cincuenta mil la moto de Dodilongo y, mientras éste se enmohecía en la cárcel, se compró un espléndido uniforme de chófer con gorra y todo.
– ¿Entiendes? -le explicaba a su mujer, la bella Gaviale, que estaba comiendo pastelillos tunecinos de pistacho, mientras Véronique se bebía un biberón repleto de Heidsick de buena cosecha-. A nadie se le ocurrirá sospechar de un coche del cuerpo diplomático, sobre todo con chófer dentro.
– De acuerdo -respondió ella-. Sobre todo gracias al chófer.
– También podría robar una locomotora con la misma facilidad -explicó Clams Jorjobert-. Pero sería preciso que me cubriera las manos de grasa y la cara de carbonilla. Además, a pesar de que tengo hechos estudios superiores, me podría ocurrir que me descubriera incapaz de conducir una locomotora.
– ¡Oh! -dijo Gaviale-. Te las arreglarías muy bien.
– Prefiero no intentarlo -repuso Jorjobert-. Por añadidura, no soy ambicioso, y una media de cien mil diarios me satisface plenamente. Ello por no mentar el inconveniente de los raíles. Circular sin autorización por la red del ferrocarril me traería muchos problemas. Y por la carretera, con una locomotora, llamaría la atencion.
– Te falta arrojo -afirmó la bella Gaviale-. Por eso te amo… Oye, me gustaría pedirte una cosa.
– Lo que quieras, querida mía -respondió Clams Jorjobert.
Y al decirlo se pavoneaba con su uniforme de chófer.
Ella le atrajo hacia sí y le dijo unas palabras al oído. Acto seguido se sonrojó y escondió la cara en un cojín desvencijado.
Clams se rió con toda su alma.
– Doy salida al Cadillac de la embajada y acto seguido te lo consigo -dijo.
La operación tuvo lugar sin tropiezos en lo concerniente al Cadillac, por el que le dieron un millón trescientos mil francos al contado, pues las documentaciones falsas para los Cadillac, que en la actualidad se imprimen en serie, acababan de salir a la venta y podían encontrarse en todos los estancos.
Antes de volver a casa, Clams fue al encuentro de un comerciante de disfraces que conocía. Un cuarto de hora después se reunía con Gaviale. Todo estaba en regla. Consigo llevaba un voluminoso paquete.
– Ya está, querida mía -dijo-. Aquí traigo el uniforme. Tiene de todo, hasta hacha. Dispondrás de tu coche de bomberos cuando lo desees.
– ¿Podremos pasearnos en él el domingo?
– Desde luego.
– ¿Y tendrá una escalera muy grande?
– Tendrá una escalera muy grande.
– ¡Querido, te quiero!
Véronique protestó, pues consideraba que dos hermanos era más que suficiente.
En la cárcel, a Dodilongo se le hacía el tiempo luengo. Escuchó pasos que se acercaban, y se levantó para ver quién era. El carcelero se detuvo delante de su puerta, y la llave hurgoneó en la cerradura. Clams Jorjobert pasó al interior.
– Hola -dijo.
– Se te saluda, viejo -respondió Dodilongo-. Muy amable de tu parte venir a hacerme compañía. El tiempo se me estaba haciendo demasiado luengo.
Los dos se rieron a pesar de que la astucia lingüística quedó hecha ya unas líneas más arriba.
– ¿Por qué estás aquí? -preguntó Léon.
– Por una tontería -suspiró Jorjobert-. Acababa de birlar el coche de bomberos… Pero las mujeres son insaciables. Se le antojó una carroza fúnebre.
– Es una exagerada -dijo Dodilongo comprensivo, pues su mujer nunca había pasado del autocar de treinta y cinco plazas.
– ¿Verdad que sí? -continuó Clams-. Bueno, el caso es que compré un ataúd, me metí dentro y me fui a buscar la dichosa carroza.
– No comprendo por qué tuvo que salirte mal -dijo Dodilongo.
– ¿Alguna vez has intentado caminar metido dentro de un ataúd? -prosiguió Clams-. Me hice un lío con los pies y, al caer, aplasté a un perrito. Como era el de la esposa del director de la prisión, la cosa vino por sí sola. ¿Te das cuenta?
Léon Dodilongo meneó la cabeza.
– ¡Caramba! -dijo-. Mala pata…
(1947)
El reflejo amarillento de la farola se encendió en el vano negro y vidriado de la ventana. Eran las seis de la tarde. Ouen miró y suspiró. Apenas si había avanzado en la construcción de su trampa para palabras.
Detestaba aquellos cristales sin visillos. Pero aborrecía aún más los visillos, y maldijo la rutinaria arquitectura de los inmuebles destinados a vivienda, agujereados con huecos desde hacía milenios. Muy afligido, volvió al trabajo. Faltaba dar el toque final al montaje de los dientes del descompaginador, gracias al cual, las frases resultarían divididas en palabras a las que, a continuación, se procedería a capturar. Casi por gusto se había complicado la tarea negándose a considerar las conjunciones como palabras verdaderas. Eran demasiado escuetas para reconocerles el derecho a tan noble denominación, y estaba procediendo a eliminarlas para reunirlas acto seguido en los palpitantes receptáculos donde se amontonaban ya los puntos, las comas y los demás signos ortográficos, en espera de ser definitivamente eliminados mediante filtración. Trivial procedimiento, en verdad, técnica desprovista de originalidad, pero muy difícil de poner en práctica. Mientras lo intentaba, Ouen se estaba comiendo las falangetas.
Aquello ya era trabajar demasiado. Dejó descansar las delicadas bruselas de oro, hizo saltar mediante una contracción del hueso malar la lupa, que apretaba contra el ojo, y se levantó de repente. Sus miembros le exigían expansión. Se sentía enérgico y confuso. Salir le vendría bien.
La acera de la desierta callejuela se deslizaba bajo sus pies. A pesar de la costumbre, a Ouen le seguían irritando aquellas maneras furtivas y en exceso cautelosas. Se pasó al borde de la calzada, cubierta de excrementos y acotada, bajo el relumbrón de los globos halógenos, por la orilla oleosa de una cuneta con agua ya corrompida.
La caminata le sentó bien, y el aire, que subía a lo largo de sus tabiques nasales para llegar a lamerle a contrapelo las circunvoluciones del cerebro, le descongestionaba paulatinamente ese pesado, voluminoso y bihemisférico órgano. Se trataba del efecto normal, pero a Ouen le seguía asombrando.
Dotado de una incurable candidez, lo vivía todo mucho más que los demás.
Llegado al final del corto callejón, dudó al encontrarse en una encrucijada. Incapaz de escoger, optó por continuar recto. Tanto babor como estribor carecían de argumentos. La línea recta, por su parte, llevaba directamente al puente. Desde él podría contemplar el agua de ese día, sin duda poco distinta, en cuanto a aspecto, de la del día anterior. Pero la apariencia no es más que una de las mil cualidades del agua.
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