La cosa fue simple. Comenzaba a zigzaguear desde la Veinticuatro Oeste hacia la Veintitrés, cuando les vio. Se divertían caminando él sobre la acera y ella a su lado, por la calzada, para parecer aun mas pequeña. El muchacho era grandote, un mocetón. Vista de espaldas, la chica parecía muy joven. Tenía los cabellos rubios y llevaba un vestido diminuto. No había demasiada luz. Vi el movimiento de las manos de Slacks sobre el volante. Qué zorra. Bien sabía lo que se hacía. Cargó sobre el bordillo y enganchó a la chica a la altura de las caderas. Tuve la impresión de estar a punto de reventar. Sin embargo, reuní fuerzas para volver la cabeza. Como un amasijo de carne inerte, la joven estaba en el suelo. Su amigo gritaba y corría detrás de nosotros. Después vi salir de su escondrijo un coche verde, uno de los antiguos patrulleros de la policía.
– ¡Más rápido! -grité.
Ella me miro un segundo, y a punto estuvimos de subirnos a la acera.
– ¡Pisa…! ¡Pisa…!
Sé muy bien lo que me perdí en aquel momento. Lo sé. No veía más que su espalda, pero sé perfectamente lo que hubiera sido. Por eso, ahora, todo me importa un rábano, ¿me entienden? Por eso es por lo que me importa un bledo que los muchachos vayan a afeitarme el coco mañana por la mañana. Es más, por mí como si me quieren dejar flequillo, cosa de reírse un rato; o pintarme de verde, como el coche de la policía. Me da absolutamente igual, ¿me entienden?
Slacks pisaba. Consiguió salir del paso y desembocamos en Surf Avenue. La vieja cafetera hacía un ruido horroroso. Detrás, la de la policía debía estar empezando a darnos alcance.
Poco después alcanzamos una rampa de acceso a la autopista. Se acabaron los semáforos rojos. ¡Caray! ¡Si hubiera tenido otro coche…! Todo se conjuraba. Y el de atrás arrastrándose también, pero pisándonos los talones. Parecía una carrera de caracoles. Era como para arrancarse las uñas con los dientes.
Slacks ponía de su parte todo lo que podía. Yo seguía no viendo más que su espalda, pero sabía lo que le apetecía, y me apetecía tanto como a ella. Le chillé una vez mas: «¡Pisa!». Y pisó. A continuación volvió la cabeza un segundo. Otra patrulla desembocaba en aquel momento por una rampa en la pista. Ella no la vio. Nos alcanzaba por la derecha. Por lo menos venía a setenta y cinco por hora. Al ver el árbol me hice una bola, pero ella ni siquiera se inmutó. Cuando me sacaron de entre la chatarra berreaba como un animal, y Slacks seguía sin moverse. El volante le había hundido el tórax. La extrajeron con muchas dificultades tirando de sus pálidas manos. Tan pálidas como su cara. Babeaba todavía ligeramente. Tenía los ojos abiertos. Yo tampoco podía moverme a causa de mi pata, que se me había doblado de mala manera. Pero les pedí que acercaran su cuerpo a mi lado. Entonces fue cuando vi sus ojos. Y después la vi a ella. Tenía sangre por todas partes. Chorreaba sangre. Salvo del rostro.
Le quitaron el abrigo de piel y vieron que no llevaba nada debajo, excepto los pantalones. La pálida carne de sus caderas parecía asexuada y muerta bajo el resplandor de los reflectores de sodio que iluminaban la calzada. La cremallera del pantalón estaba ya abierta cuando nos dimos contra el árbol…
(1947)
Clams Jorjobert contemplaba a su mujer, la bella Gaviale, dando el pecho al fruto de sus amores, un robusto bebé de tres meses y de sexo femenino, cosa que, por lo demás, carece de importancia para el encadenamiento de los hechos.
Clams Jorjobert no tenía más que once francos en el bolsillo, y era la víspera del día de pago del alquiler. Mas por nada en el mundo habría tocado el colchón de billetes de mil, sobre el que dormía su primogénito, que cumpliría once años el doce de abril. Clams nunca llevaba encima más que billetes y la calderilla, hasta un valor total de diez pavos, y ahorraba el resto. Por eso Jorjobert no estimaba poseer en aquel preciso momento más que once francos y un claro sentido de la responsabilidad respecto a los recién nacidos.
– Creo que ya empieza a ser hora de que esta criatura, de la que no reniego, pero que corre ya hacia su cuarto mes de vida -dijo-, comenzara a volverse de provecho…
– Escucha -respondió su mujer, la bella Gaviale-. ¿Y si esperas a que cumpla seis? No hay que hacer trabajar a los hijos desde demasiado jóvenes. Se les desvía la columna vertebral.
– Tienes razón -replicó Jorjobert-, pero alguna solución ha de haber.
– ¿Cuándo me vas a comprar un cochecito para pasearla? -dijo Gaviale.
– Te fabricaré uno con una antigua caja de caudales y las ruedas de un Packard -contestó Jorjobert-. Nos saldrá más barato y quedará muy elegante. En Auteuil todos los niños… se pasean… en… ¡Dios mío! -concluyó-. ¡Acabo de encontrar la solución!
La bella Gaviale atravesó a pasos menudos el aparatoso portal del inmueble situado en el número ciento y setenta -como diría Caroline Lampion, la tan conocida vedette belga- de la Avenue Merdozart. A la izquierda quedaba, contigua al vasto corredor embaldosado en blanco y negro, la caja de la escalera, provista de hierro exageradamente forjado, y, bajo el arranque de la espiral por la que transitaba un ascensor Luis X firmado por Boulle (pero que no era auténtico), había dos soberbios cochecitos marca Bonnichon Frères et Mape Réunis que, forrados de albo conejo, esperaban la bajada de los retoños de las ilustres familias Bois-Zépais de la Quenelle, en cuanto al primero, y Marcelin du Congé en cuanto al segundo.
La extensión de la frase que antecede permitió a la bella Gaviale esconderse detrás y pasar por delante de la puerta de la portería sin que nadie la viera. Es preciso añadir que la bella Gaviale, quien iba elegantemente vestida con una larga falda new look , por debajo de la cual le asomaban las puntillas de unas enaguas (las de su primera comunión), llevaba delicadamente en sus brazos a la hija que el Señor le había otorgado como consecuencia de un hábil contacto con Clams Jorjobert, su marido.
Con un solo golpe de vista, la bella Gaviale decidió que el cochecito del joven Bois-Zépais estaba en mejor estado de conservación que el perteneciente al joven du Congé. Cosa que era de cajón, pues el segundo se meaba en su interior como un asqueroso cada vez que su niñera se cruzaba con un caballo. Extraño reflejo, pues, seis años más tarde, el padre del joven du Congé moriría arruinado en las carreras. Pero no nos adelantemos…
Con mucha desenvoltura, se metió en el ascensor, subió dos pisos y volvió a bajar por la escalera para que la portera la viese. Después se acercó al cochecito escogido y, sobre los cojincillos de tosco conejo, depositó tiernamente a su hija, llamada Véronique, de la que más arriba ha quedado explicado el procedimiento de concepción.
Empujó el cochecito, salió del aparatoso portal con la cabeza muy alta y subió por la Avenue Merdozart.
Clams Jorjobert, su marido, la esperaba a cien metros de allí.
– Perfecto -dijo examinando el cochecito-. En el comercio cuesta por lo menos treinta billetes. Bien podremos sacar doce mil por él.
– Para mí esos doce mil -aclaró Gaviale.
– De acucrdo -dijo Clams Jorjobert, en plan de gran señor-. No se trataba más que de un ensayo y tú has sido quien lo ha llevado a cabo. Por lo tanto me parece correcto.
– ¿Me lo devolverás dentro de una hora? -dijo Léon Dodilongo.
– Sin duda alguna -aseguró Clams.
Se colocó sobre el cráneo el casco de motociclista que le prestaba Dodilongo, y se miró en un espejo.
– ¡Qué elegancia! -exclamó-. ¡Me viene al pelo! Parezco un motorista de verdad.
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