Carlos Fuentes - La Frontera De Cristal
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Los Barroso son una familia mexicana que, como muchas, emigra a los Estados Unidos en busca de mejores oportunidades. Pero, para su sorpresa, la lucha por la existencia en ese país se vuelve una verdedera guerra de supervivencia. Cada miembro de la familia se enfrenta inevitablemente a algunos de los grandes problemas sociales del país norteamericano: la discriminación, el racismo, la violencia, el sufrimiento. Con esta novela, Carlos Fuentes retrata las motivaciones y necesidades que orillan a las familias mexicanas de esta condición a aventurarse en los sinsabores del rechazo de una sociedad extranjera.
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Algo le molestaba, sin embargo, y era esa necedad de insistir en que los USA eran morales e inocentes siempre. ¿Por qué pretendían los políticos y los periodistas no tener ambiciones ni intereses, ser siempre morales, inocentes, buenos? Esto enervaba a Dan Polonsky. Todo el mundo tenía intereses, ambiciones, malicia. Todo el mundo que quería ser alguien. Miró intensamente a través de sus gafas nocturnas, que aclaraban el paisaje seco y hostil del río sin necesidad de sol, miró un paisaje de un rojo embriagante como una copa de clamato y vodka. Para Dan, los Estados Unidos habían salvado al mundo de todos los males del siglo veinte, Hitler, el Kaiser, Stalin, los comunistas, los japoneses, los chinos, los vietnamitas, el tío Ho, Castro, los árabes, Sadam, Noriega…
Se le agotó la lista de enemigos y se quedó sólo con su justificación central, rabiosa. Había que salvar la frontera sur. Por allí entraba ahora el enemigo. Allí se protegía hoy a la patria, igual que en Pearl Harbor o las playas de Normandía, igual.
Allí estaban, provocándolo indecentemente, agrupados del lado mexicano, enseñando los brazos abiertos en cruz, cerrando los puños, diciéndole a la otra orilla: Ustedes nos necesitan. Venimos a la frontera porque sin nosotros sus cosechas se pudren, no hay quien las recoja, no hay quien atienda hospitales, cuide niños, sirva en restoranes, si nosotros no les prestamos nuestros brazos. Era un desafío y la mujer de Dan se lo decía con burla brutal:
– Oye, necesito una nana para el niño. ¿No me digas que vas a delatar a Josefina? No seas terco. Mientras más trabajadores entren, más seguro tienes el empleo, buster… quiero decir, darling.
Cuando Selma su mujer se ponía pesada, Dan inventaba un viaje a la capital del estado en Austin para cabildear pidiendo más dinero e influencia para la patrulla fronteriza de la cual él era miembro. Quería convencer: si no nos dan fondos, no podemos proteger a la patria contra la invasión invisible de los mexicanos. Afocó los visores del nochiscopio. Allí estaban. Incapaces de quitarse el sombrero, como si hasta de noche hiciera sol. Le dieron unas ganas furiosas de orinar. Se bajó el zipper y se miró bajo la luz fluorescente. Su líquido era blanco también, sin color, como un flujo de chablis. Le desagradó pensar que las uvas maduran y se endurecen bajo el sol. Pero se consoló pensando en los trabajadores agrícolas que las recogían en California.
Trató de corregir su contradicción. No era un hombre de contradicciones. Detestaba a los indocumentados. Pero los adoraba y los necesitaba. Sin ellos, maldita sea, no habría presupuesto para helicópteros, radar, poderosas luces infrarrojas nocturnas, bazukas, pistolas… Que vengan, dijo secretamente mientras se meneaba la pija para liberarse de las últimas gotas rubias. Que sigan viniendo por millones, rogó, para darle sentido a mi vida. Tenemos que seguir siendo víctimas inocentes dijo al convencerse de que por más que se la meneara, la última gota, inevitablemente, se le quedaría en los calzoncillos jockey. Llegaron el caballo, el cerdo, el ganado, las ovejas llegaron el acero y la pólvora llegaron los sabuesos, llegó el terror, llegó la muerte; cincuenta y cuatro millones de hombres y mujeres vivían en el vasto continente de las migraciones, del Yukón a la Tierra del Fuego, y cuatro millones al norte del río grande, río bravo, cuando llegaron los españoles cincuenta años más tarde, sólo vivían cuatro millones en todo el continente y las tierras del río casi se volvieron lo que luego iban a decir que siempre había sido; la tierra donde el hombre nunca fue o casi dejó de ser, diezmado por la viruela, el sarampión, el tifo, donde los sobrevivientes fueron a refugiarse a la mesa buscando amparo y voluntad de resistencia; donde Francisco Vázquez de Coronado llegó un buen día con trescientos españoles, incluyendo tres mujeres mal repartidas, seis franciscanos, mil quinientos caballos y mil aliados indios, traídos de las tierras de Coahuila y Chihuahua, en busca de las ciudades de oro, el paso al oriente fabuloso, la repetición de México y Perú: no hallaron nada sino la muerte que les había precedido, pero dejaron las ovejas y los chivos, los pollos y los burros, las ciruelas, las cerezas, los melones, las uvas, el durazno y el trigo, regados como sus palabras castellanas, con la misma facilidad, con la misma fertilidad, en ambas márgenes del río grande, río bravo
MARGARITA BARROSO
Ella cruzaba todos los días la frontera para ir de El Paso a Juárez y supervisar los trabajos de una maquiladora donde se ensamblan televisores. A veces quisiera hablar de otro tema, pero el trabajo le ha sorbido el seso, como decía su abuelita Camelia, y Margarita decidió hace tiempo que su única salvación era el trabajo, en el trabajo encontraba su dignidad, su personalidad, se respetaba y se hacía respetar, había desarrollado un carácter duro, intransigente, claro que había chicas simpáticas, dulces, sentimentales inclusive, y también trabajadoras serias, profesionales, pero bastaba con una sola cabrona -y siempre había más de una- para joderlo todo y obligar a la supervisora a usar manita pesada, poner la cara agria, decir la palabra dura…
Ahora regresaba de noche, era viernes y todas iban a los lugares de recreo, Margarita no podía faltar, era su única concesión a la indisciplina, bueno, al probable relajo, no parecer apretada y salir con las muchachas a las discos los viernes, total allí ella se confundía entre la multitud, a las mujeres les era permitida la fantasía en el atuendo, se veía cada facha, la Rosa Lupe con su manía de hacer mandas y vestirse de carmelita, la Marina que se moría por ver el mar, la muy pendeja, como si una vez zambutidas aquí a ninguna de ellas le tocaría la de buenas, qué esperanzas, la Candelaria que se sentía Frida Kahlo o algo así, vestida de la flor más bella del ejido, y la que ya no salía a bailar, la Dinorah, penando por su hijito que se le ahorcó por falta de famullo que lo cuidara, quién le manda, ser soltera y con escuincle, la muy babosa, y vivir en los andurriales de Buenavista, mejor cruzar el río todos los días, irse a una casa suburbana de El Paso, aunque fuera en barrio negro, pero asimilada, que la sintieran asimilada, no quería ser vista como mexicana, ni como chicana, ella era gringa, vivía en El Paso, le decían Margarita en Chihuahua, pero en Texas era Margie, desde la escuela en El Paso le decían, oye, tú eres blanca, no te dejes llamar Margarita, hazte llamar Margie y pasa por blanca, ni quién se entere: no hables español, no dejes que te traten de mexicana, pocha o chicana.
– ¿Cómo te llevas con tu familia?
– Son increíbles. No puedo tener un date sin que mi mamá me atosigue preguntando, ¿es de buena familia, es de buena familia? Me dan ganas de salir con un negro para que les dé la alferecía.
– No seas bruta. Sal con puro güerito. No admitas que eres mexicana.
Se rebeló luchando por ser bastonera de su high school. Les dijo a sus padres que iba a ser parte de la banda musical de la escuela, que iban a tocar en el partido de futbol. Pero cuando la vieron aparecer en pleno otoño con las piernas desnudas y un calzoncito mínimo, enseñando los muslos, qué va, mostrando las nalgas, con las que me siento, decía la abuelita Camelia, ella nunca dijo nalgas, mostrando eso pues, y manejando un bastón como si fuera un falo simbólico, supieron que la habían perdido, se fue de casa, le advirtieron ningún chico decente se va a querer casar contigo, muestras en público las asentaderas, puta, pero ella no tenía tiempo ni cabeza para novios, ella iba nomás los viernes al Excalibur a bailar la quebradita con los hombres que todos eran iguales, todos bailaban con el sombrero blanco puesto, ésos eran los rancheros, ricos o pobres, quién iba a saber, si eran todos idénticos, y los melenudos, los que traían cintas amarradas a la cabeza y chalecos de fleco, pues ésos eran padrotes o pachucos, no los tomaban en serio: todo era sólo un respiro, un atarantamiento para olvidar al abuelo que no la hizo, tullido en su silla de ruedas, a la dulce abuelita Camelia que nunca decía nalgas, a sus padres que por ahí andaban, el padre dependiente de Woolworths, la madre en otra maquila, el hermano preparando burritos en un Taco Bell, y el tío poderoso, riquísimo, el self made man que no cree en la filantropía familiar, mantener a esa runfla de parientes vagos, que trabajen como yo, que hagan su fortuna, ¿qué están mancos o qué?, el dinero sólo sabe si uno lo gana, no si se lo regalan, o como dicen los gringos, los lonches no son gratuitos: ella, Margarita Margie, ella era ambiciosa, disciplinada, ¿y de qué le había servido?, parada allí en la frontera, esperando pasar entre este margallate de la manifestación que todo lo había interrumpido, ansiosa por largarse de México cada noche, aburrida de cruzar pa’Juárez todas las mañanas entre armazones de fierro, cementerios de rascacielos a medio construir por la mala suerte repetida de México: se acabó la lana, llegó la crisis, entambaron al empresario, al funcionario, al mero mero, y ni así se acaba la corrupción, jodido país, chingado país, desesperado país como una rata sobre una noria, haciéndose la ilusión de que camina pero nunca cambia de lugar pero ni modo, allí estaba su chamba y en su chamba ella era buena, ella se conocía de pe a pa el trabajo en serie del ensamblaje, del chassis a la soldadura a la prueba automática al gabinete y la pantalla al warm-up para ver si trabajaban todas las partes y si no hay mortalidad infantil, como dice en guasa el subgerente italiano, al alineamiento para aislar a la televisora del campo magnético del mundo para tener un aparato libre de interferencia, ¿qué tal?, ésa se la soltaba a los compañeros de baile y hasta perdían el paso porque sabía más que ellos y no la querían, la dejaban en paz y les hablaba del test del aparato ante espejos, el gabinete plástico, el empaque en styrofoam y el cajón final, el féretro del televisor listo para el K Mart, dos horas dura todo el proceso, once mil aparatos por día, ¿quihubo?, ah qué vieja más enterada, y si a ella le tocaba cerciorarse de que cada etapa estaba correcta adjudicándole estrellas verdes a los aparatos con problemas y estrellas azules cuando no había problema, ella se merecía una estrellota de oro en la frente, en la mera frente, como las niñas buenas en las escuelas de monjas, como las drum majorettes que maniobraban el bastón y marchaban mostrando los calzones y se disfrazaban de coroneles para encabezar los desfiles y que los chicos le silbaran, la llamaran Margie y dijeran no es pocha, no es chicana, no es mexicana, es como tú y yo…el náufrago, el vencido, el muerto de hambre y sed, el desarrapado, ¿de quién sino de él podía venir el sueño imposible de la riqueza del río, riqueza disponible como en el edén, manzanas de oro al alcance de la mano y del pecado: quién sino un náufrago delirante podía hacer creíble semejante ilusión sobre el río grande, río bravo?
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