Miguel Silva - Casas muertas

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El clamoreo cesó bruscamente. Sobre el patio, antes sacudido por las voces desenfrenadas, se explayó un silencio macizo. El coronel Cubillos, sudado y descompuesto, dio dos pasos hasta el centro del grupo, recogió el cuerpo muerto de Cunaguaro y, sin pronunciar una palabra, caminó hacia el interior de la casa.

– Recuerde que nos debe quince pesos -dijo Sebastián en voz alta.

El coronel volvió el rostro airado y sombrío, sin responder.

– Que nos debe quince pesos, coronel -repitió Sebastián, sin subir ni bajar el tono.

El jefe civil siguió andando, mudo y hosco. Algunos minutos más tarde, cuando Sebastián restañaba cuidadosamente las heridas del zambo, se le aproximó Juan de Dios con los quince pesos.

– Aquí le manda el coronel Cubillos -dijo.

Pero en la cara inamistosa de Juan de Dios y en la inflexión amenazante de su voz, adivinó exactamente la frase que Cubillos había dicho al entregarle el dinero de la apuesta:

– ¡Llévele sus reales a ese carajo!

14

En la tarde salió la procesión de Santa Rosa. Su recorrido se había reducido con el tiempo al contorno de la plaza. El cortejo desembocaba a la calle por el portal de la iglesia, torcía hacia la derecha, pasaba frente a la casa parroquial, realizaba en la esquina la primera lenta conversión hacia la izquierda y repetía la maniobra en los tres ángulos restantes de la plaza, hasta volver a entrar a la iglesia despertando nubes de incienso, campanillazos de los monaguillos y coros de cándidas canciones.

Las Teresitas del Niño Jesús abrían la marcha, orondas y sonreídas, a tono con su diminuta importancia. Luego iba la imagen de Santa Rosa sobre la blanca tarima enmantelada que cargaban cuatro hombres. Después el padre Pernía y los tres monaguillos, al frente de las Hijas de María. Y a la retaguardia las señoras de la Sociedad del Corazón de Jesús, de andaluzas negras; seis o siete hombres venidos del campo y un tropel de muchachos descalzos y barrigones. De tiempo en tiempo, en la calzada de la iglesia, estallaba un cohete. Un pobre cohete rudimentario, con varilla de rama de mastranto y mecha de cabuya, que a eso habían quedado menoscabados los famosos fuegos artificiales del antiguo Ortiz.

Carmen Rosa y Martica reconocieron a Sebastián a la primera mirada. No podía ser otro sino aquel que estaba en una de las esquinas del trayecto, recostado a la baranda de la plaza, en compañía de Celestino, Panchito y otro personaje, seguramente el primo que vino con él desde Parapara. Al pasar frente a ellos la imagen de Santa Rosa, ése, que no podía ser sino Sebastián, se descubrió para saludar a la patrona de Ortiz. Era un mocetón no muy alto, pero de sólidos hombros fornidos. Al quitarse el ancho sombrero de pelo de guama, un mechón rebelde y negro le ensombreció la frente. Vestía de blanco, como sus tres acompañantes, pero una mancha roja resaltaba en la manga derecha del saco. «Sangre del gallo zambo», pensó Carmen Rosa.

Las Hijas de María, con las hermanas Villena a la vanguardia, cantaban cuando pasaron frente a ellos. El padre Pernía, sordo para la música y mudo para el canto, se había visto obligado a requerir la ayuda de la señorita Berenice. La maestra de escuela organizó en cinco ensayos aquel humilde coro pueblerino. En cuanto al señor Cartaya, más ateo mientras más viejo, se negó de plano a colaborar en tales «supercherías».

¡Gloria a Cristo Jesús!

¡Cielos y tierra

bendecid al Señor!

La procesión cruzó su último trecho bajo la sombra que los samanes de la plaza volcaban sobre la calle. Los cuatro jóvenes se habían situado ahora junto al portal de la iglesia. Esta vez Carmen Rosa pasó muy cerca de Sebastián, casi rozando su rebozo blanco con la mancha roja de la manga. Cantaban de nuevo:

¡Honor y gloria a Ti,

Dios de la Gloria!

¡Amor por siempre a Ti,

Dios del amor!

Regresaba Santa Rosa a su altar. Estallaron entonces, con breves intervalos, los tres postreros cohetes rudimentarios; rompieron a tocar las campanas; la señorita Berenice hizo vibrar la voz gangosa del viejo órgano. El padre Pernía, de sobrepelliz remendada, impartió desde el altar mayor la bendición a su grey entre los campanillazos frenéticos del primer monaguillo, los amenes apresurados del segundo y la polvareda de incienso del tercero.

Finalmente salieron las hermanas de la iglesia. La tarde comenzaba a oscurecer y los faroles de carburo habían sido encendidos prematuramente en honor a Santa Rosa. De la bodega de Epifanio llegaba el rasgueo del cuatro, el agua clara del arpa y la voz sabanera de Pericote:

Crespo salió a perseguirlo

con muchísima ambición.

Pensando que era melao

se le volvió papelón.

Se le volvió papelón,

y en el pueblo de Acarigua

ahí fue el primer encontrón,

ahí fue donde el Mocho dijo:

– Come arepa y chicharrón.

Come arepa y chicharrón

y salieron pa Cojedes

gobierno y revolución…

Al pie del farol de la esquina estaba el grupo esperándolas. Panchito se adelantó a hacer las presentaciones.

– Quiero que conozcan a estos dos amigos de Parapara -dijo.

Las muchachas y los forasteros pronunciaron sus nombres en forma poco inteligible al estrecharse las manos. Pero Carmen Rosa y Sebastián chocaron inmediatamente.

– ¿Usted es de Parapara de Ortiz? -preguntó ella.

– No hay Parapara de Ortiz -respondió él secamente-. Hay Parapara de Parapara.

Era una reminiscencia de la antigua rivalidad entre ambos pueblos, un decir jactancioso de cuando Ortiz tendía su manto protector sobre las poblaciones vecinas.

Panchito, con ánimo de apagar la escaramuza, habló nuevamente de la riña de gallos, del hazañoso triunfo del zambo, del berrinche del coronel Cubillos.

– Odio las peleas de gallo -dijo Carmen Rosa y volvió a chocar con Sebastián.

– ¿Por qué? -preguntó éste.

– Porque son una salvajada, un crimen contra esos pobres animales.

– Mayor crimen es torcerle el pescuezo a las infelices gallinas para comérselas -gruñó Sebastián.

Y no volvieron a hablar entre sí, aunque cruzaron juntos la plaza y el grupo entero llegó hasta la puerta de la casa de las Villena. Apenas, al despedirse, dejó caer ella las palabras de rigor:

– He tenido mucho gusto en conocerlo.

Y Sebastián respondió:

– Hasta mañana, Carmen Rosa.

Como si su nombre fuera para él una expresión familiar, como si fuese él un viejo amigo que la visitase todos los días.

15

A la mañana siguiente, ya de polainas para el regreso a Parapara, fue Sebastián a «La Espuela de Plata». No encontró sola a Carmen Rosa, como tal vez hubiera deseado, como se veía que hubiera deseado. Tras el mostrador, junto a ella, estaba doña Carmelita. Una mujer compraba quinina y relataba innumerables penalidades. Un chiquillo de hinchado abdomen y pies deformes gritaba con voz desagradable:

– ¡Una botella de querosén y mi ñapa!

Fue presentado a doña Carmelita, escuchó pacientemente el lastimoso relato de la mujer que compraba quinina y compró él a su vez cigarrillos, en un esfuerzo por justificar su presencia, no obstante que llevaba en el bolsillo un paquete sin abrir.

Carmen Rosa reparó en su nerviosidad y le preguntó sonreída:

– ¿Cuándo regresa a Parapara de Parapara?

– Ahora mismo estoy saliendo para Parapara de Ortiz -contestó Sebastián en el mismo tono-. Vine a decirle adiós.

Carmen Rosa recordaba más tarde que le había estrechado la mano más tiempo de lo conveniente y que ella se había visto obligada a retirarla suave pero firmemente para cortar aquel saludo que se prolongaba demasiado.

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