Miguel Silva - Casas muertas
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– No -respondió simplemente ella con temerosa suavidad.
Y le dio el último beso de la noche. Pero éste fue como los de antes, precavido, fugaz, espantadizo.
18
Al despertar pensó en el beso bajo las ramas oscuras del cotoperí, bajo la noche sin estrellas, y la invadió nuevamente una sensación de abandono en el cauce de la sangre y de fogata que le subía por los muslos.
– ¿De dónde saqué fuerzas para rechazar a Sebastián, Dios mío?
Por cierto que tendría que confesarse, contarle aquella escena al padre Pernía.
– ¡Qué vergüenza, Santa Rosa, qué vergüenza!
El padre Pernía la escuchó con grave atención, la ayudó a salir del atolladero cuando llegó a lo más escabroso del relato, a la mano sobre el seno desnudo. Como cuando la historia del arcángel del Purgatorio, el padre Pernía le preguntó:
– ¿Y te gustó, hija?
– Me gustó demasiado, padre. Y lo peor es que me sigue gustando pensar en eso, revivirlo con la imaginación.
– Desde que te conozco, hija, y te conozco desde que tienes uso de razón, es la primera vez que me confiesas un pecado mortal, un verdadero pecado mortal. Y le puso por penitencia, tal vez por vez primera, un rosario completo. No vuelvas a hacerlo. No solamente porque es pecado mortal, sino porque no te conviene.
Y le puso por penitencia, también por primera vez, un rosario completo.
No obstante, una vez concluidas las letanías, el padre Pernía se le acercó a hablarle. Tal vez pensaba el cura que había sido demasiado seco para con ella. Se le notaba el afán de aparecer cordial, de demostrarle que no le había perdido estima por el pecado que había cometido.
– Mándame con Olegario unas flores de tu jardín, para Santa Rosa. Mira cómo está el altar de la pobrecita, sin una cayena.
Y luego:
– Santa Rosa cuenta contigo porque tú siempre te has ocupado de ella más que nadie en este pueblo.
Cuando se marchaba, la acompañó hasta la puerta del templo.
– Saludos a doña Carmelita. Que la felicito una vez más por el matrimonio de Marta. Y no te olvides de las flores.
El diálogo con Sebastián fue muy diferente. El domingo, una vez que el padre Pernía se enteró de que ya Sebastián había llegado a Ortiz, lo mandó llamar con Hermelinda.
– ¿Qué quiere conmigo, padre? -preguntó sorprendido Sebastián cuando observó cómo el cura cerraba con llave la puerta de la casa parroquial. Habían quedado los dos solos en un recinto oloroso a cera, a incienso, a harina y a flores marchitas.
– ¿Tú te piensas casar con Carmen Rosa? -preguntó Pernía sin preámbulos.
– Naturalmente -respondió Sebastián desconcertado.
– Pues me alegro. Pero tengo que advertirte una cosa. El padre de esa muchacha está enfermo. Tampoco tiene hermanos que den la cara por ella. Sin embargo…
– Están demás esas palabras -interrumpió Sebastián-. Ya le dije que me pienso casar con ella.
– Nunca está demás un por si acaso -continuó impasible el cura, sin darse por enterado del tono cortante que Sebastián había empleado-. Y yo quería advertirte que si por una casualidad no son ésas tus intenciones, yo estoy dispuesto a quitarme la sotana y a meterte cuatro tiros.
Empalideció Sebastián. Nada lo soliviantaba tanto como una amenaza. No obstante, calibró rápidamente el propósito del padre Pernía, y se contuvo.
– No por sus cuatro tiros, sino porque así lo he resuelto yo desde hace tiempo, me casaré con Carmen Rosa -se limitó a decir en el mismo tono cortante.
El cura le tendió la mano y Sebastián la estrechó con firmeza. Pernía aguantó el apretón sosteniéndole la mirada. Comprendió entonces Sebastián que la promesa de los cuatro tiros había sido formulada con la inquebrantable decisión de cumplirla.
Capítulo VII. Éste es el camino de Palenque
19
Un mediodía de noviembre, era domingo por cierto, se detuvo un autobús en Ortiz. Algo extraño sospecharon los escasos habitantes del pueblo desde el amanecer, cuando presenciaron el estrepitoso despertar del coronel Cubillos. Los gritos desmedidos del jefe civil agrietaron la madrugada e hicieron cantar a los gallos antes de tiempo. Se escuchó un inusitado acento metálico de peinillas, tres peinillas que yacían olvidadas en un rincón de la Jefatura, y un más inusitado rastrillar de máuseres; tres máuseres que nadie supo de dónde salieron. A las seis de la mañana se hallaban los dos desdichados que fungían de policías en Ortiz, de peinilla terciada y máuser en la diestra, montando guardia a la puerta de la Jefatura.
Cundieron el asombro y el miedo. El coronel Cubillos, hermético y huraño, no dejaba traslucir el motivo de sus belicosas precauciones. Inclusive los policías ignoraban la causa de aquel despertar con máuser y peinilla. Todo quedó a merced de las suposiciones, formuladas a media voz y a puertas cerradas.
– ¡Hay un alzamiento en Calabozo!
Fue el primer rumor. Nació en la vaquera de la señora Socorro, pasó por la escuela de la señorita Berenice, se detuvo en la casa parroquial y se desparramó luego, cabalgando en la voz de Hermelinda, de ruina en ruina, de corral en corral.
– Es Arévalo Cedeño que invadió por el Meta. Esta vez trae más gente que nunca y ya está atacando a San Fernando.
Fue el segundo y más insistente rumor. Nació en la bodega de Epifanio, lo llevó Pericote a la casa de Panchito y de ahí enfiló hacia la iglesia para extenderse luego, en la voz mensajera de Hermelinda, de punta a punta del pueblo, corrigiendo su anterior confidencia.
Pero el señor Cartaya pasó como al azar por el telégrafo, se enteró de la verdad y por él la conocieron Sebastián, Panchito y el cura Pernía. Los estudiantes de Caracas, presos desde hacía varias semanas en un campamento cercano a la capital, serían trasladados ese domingo a los trabajos forzados de Palenque. Ortiz estaba en el camino. Un telegrama con la noticia, recibido por el coronel Cubillos la noche anterior, determinaba su agitación de hoy.
El autobús no solamente pasó por Ortiz sino que se detuvo frente a la bodega de Epifanio. Era la primera parada desde la víspera, cuando salió de Guatire, mucho más allá de Caracas, con su cargamento de presos. Había atravesado en la noche y a gran velocidad las desiertas calles mudas de la capital. Tomó después el rumbo de los Valles de Aragua, hasta caer en los Llanos dando tumbos, con el motor a toda marcha. El cortejo de automóviles familiares que intentó seguirlo había sido detenido en seco por los fusiles de un pelotón de soldados.
Los estudiantes ignoraban la meta de aquel autobús amarillo que corría locamente, con ellos adentro. Los soldados que los custodiaban, uno en cada extremo de los asientos, guardaban un estúpido silencio de piedra. El capitán, sentado junto al chofer, ni siquiera se volvía a mirarlos. Apenas daba signos de vida el coronel Varela, un tuerto vestido de civil, bajo cuya vigilancia se realizaba el traslado, para gruñir órdenes concisas de tiempo en tiempo.
Tan sólo vislumbraron el destino que les aguardaba cuando el autobús abandonó la carretera que iba en busca del mar y torció bruscamente hacia los Llanos. Entonces uno de ellos dijo simplemente:
– Éste es el camino de Palenque.
Los demás comprendieron y callaron. El golpe de las ruedas en los baches, el trepidar asmático del motor, los latidos del corazón, modularon largo rato el eco de aquellas palabras:
Éste es el camino de Palenque.
Éste es el camino de Palenque.
Éste es el camino de Palenque.
El autobús que había cruzado, a la media luz subrepticia de la madrugada, pueblos con vida y campos sembrados, avanzó toda la mañana a través de un llano duro y desolado, sin casas y sin gente. Hasta que surgió la silueta de Ortiz, bajo el desamparo del mediodía, y el vehículo se detuvo frente a la bodega de Epifanio.
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