Arnau volvió a mirar hacia las puertas abiertas de la Orgullosa. Después observó las diversas agrupaciones que formaban el campamento; siempre había alguien que miraba hacia Elna en silencio.
– ¿A quién perdonaron? -preguntó rompiendo sus propias reglas.
El veterano lo escrutó a través de la hoguera.
– A un hombre llamado Bastard de Rosselló. -Arnau volvió a esperar hasta que el hombre decidió proseguir-: Años más tarde, ese soldado guió a las tropas francesas a través del paso de la Maçana para invadir Cataluña.
El ejército durmió a la sombra de la ciudad de Elna.
También lo hicieron, alejados de él, los centenares de personas que lo seguían. Francesca miró a Aledis. ¿Sería aquél el lugar idóneo? La historia de Elna había recorrido tiendas y chamizos, y en el campamento reinaba un silencio poco habitual. Ella misma miró en repetidas ocasiones hacia las puertas abiertas de la Orgullosa. Sí, se encontraban en tierra inhóspita; ningún catalán sería bien recibido en Elna o sus alrededores. Aledis estaba lejos de su casa. Sólo faltaba que, además, se quedase sola.
– Tu Arnau ha muerto -le dijo cuando Aledis atendió a su llamada.
Esta se vino abajo; Francesca la vio empequeñecer dentro del vestido verde. Aledis se llevó las manos al rostro y su llanto rompió aquel extraño silencio.
– ¿Có…, cómo ha sido? -preguntó al cabo de un rato.
– Me engañaste -se limitó a contestarle Francesca, fríamente.
Aledis la miró, con los ojos llenos de lágrimas, sollozando, temblando; después bajó la vista.
– Me engañaste -repitió Francesca. Aledis no contestó-. ¿Quieres saber cómo ha sido? Lo mató tu esposo, el verdadero, el maestro curtidor.
¿Pau? ¡Imposible! Aledis levantó la cabeza. Era imposible que aquel viejo…
– Se presentó en el campamento real acusando al tal Arnau de haberte secuestrado -continuó Francesca interrumpiendo los pensamientos de la joven. Quería observar sus reacciones. Arnau le contó que ella temía a su esposo-. El muchacho lo negó y tu esposo lo desafió. -Aledis intentó intervenir; ¿cómo iba Pau a desafiar a nadie?-. Pagó a un oficial para que pelease por él -continuó Francesca obligándola a guardar silencio-. ¿No lo sabías? Cuando alguien es demasiado viejo para luchar, puede pagar a otro para que lo haga por él. Tu Arnau murió defendiendo su honor.
Aledis se desesperó. Francesca la vio temblar. Poco a poco sus piernas cedieron y cayó al suelo, de rodillas frente a ella, pero Francesca no se apiadó.
– Tengo entendido que tu esposo te anda buscando.
Aledis volvió a llevarse las manos al rostro.
– Tendrás que abandonarnos. Antònia te dará tu antigua ropa.
¡Ésa era la mirada que deseaba! ¡Miedo! ¡Pánico!
Las preguntas se agolpaban en la cabeza de Aledis. ¿Qué iba a hacer? ¿Adonde iba a ir? Barcelona estaba en el otro confín del mundo y en todo caso, ¿qué le quedaba allí? ¡Arnau, muerto! El viaje desde Barcelona a Figueras pasó por su mente como un rayo y todo su cuerpo sintió el horror, la humillación, la vergüenza…, el dolor. ¡Y Pau buscándola!
– No…-intentó decir Aledis-, ¡no podría!
– No puedo buscarme problemas -le contestó Francesca con seriedad.
– ¡Protegedme! -suplicó-. No tengo adonde ir. No tengo a quién acudir.
Sollozaba. Aledis se quedó de rodillas ante Francesca, sin atreverse a mirarla.
– No podría hacerlo, estás embarazada.
– También era mentira -gritó la muchacha.
Ya había llegado hasta sus piernas. Francesca no se movió.
– ¿Qué harías a cambio?
– ¡Lo que queráis! -gritó Aledis. Francesca escondió una sonrisa. Ésa era la promesa que esperaba escuchar. ¿Cuántas veces la había obtenido de muchachas como Aledis?-. ¡Lo que queráis! -repitió ésta-. Protegedme, escondedme de mi esposo y haré cuanto deseéis.
– Ya sabes qué somos -insistió la patrona.
¿Y qué más daba? Arnau había muerto. No tenía nada. No le quedaba nada…, salvo un esposo que la lapidaría si la encontraba.
– Escondedme, os lo ruego. Haré lo que queráis -repitió Aledis.
Francesca ordenó que Aledis no se mezclara con los soldados; Arnau era conocido en las filas del ejército.
– Trabajarás escondida -le dijo al día siguiente, cuando se preparaban para partir-. No quisiera que tu esposo… -Aledis asintió antes de que ella terminara la frase-. No debes dejarte ver hasta que termine la guerra. -Aledis volvió a asentir.
Esa misma noche, Francesca mandó recado a Arnau: «Todo arreglado. No volverá a molestarte».
Al día siguiente, en lugar de acudir a Perpiñán, donde se encontraba el rey Jaime de Mallorca, Pedro III decidió proseguir camino en dirección al mar, hacia la villa de Canet, donde Ramon, vizconde del lugar, debería entregarle su castillo en virtud del vasallaje que le juró tras la conquista de Mallorca, cuando el monarca catalán, tras la huida del rey Jaime, lo dejó en libertad después de que rindiera el castillo de Bellver.
Así fue. El vizconde de Canet entregó el castillo al rey Pedro, y el ejército pudo descansar y comer en abundancia gracias a la generosidad de los lugareños, que confiaban en que los catalanes levantasen pronto el campamento para dirigirse a Perpiñán. Asimismo, el rey pudo establecer una cabeza de puente con su armada, a la que inmediatamente aprovisionó.
Establecido en Canet, Pedro III recibió a un nuevo mediador; en este caso se trataba de todo un cardenal, el segundo que intercedía por Jaime de Mallorca. Tampoco le hizo caso, lo despidió y empezó a estudiar con sus consejeros la mejor forma de asediar la ciudad de Perpiñán. Mientras el rey esperaba los suministros por mar y los almacenaba en el castillo de Canet, el ejército catalán estuvo asentado seis días en la villa, durante los cuales se dedicó a tomar los castillos y fortalezas que se encontraban entre Canet y Perpiñán.
La host de Manresa tomó en nombre del rey Pedro el castillo de Santa María de la Mar, otras compañías asaltaron el castillo de Castellarnau Sobirà, y Eiximèn d'Esparça, con sus almogávares y otros caballeros, asedió y tomó Castell-Rosselló.
Castell-Rosselló no era un simple puesto fronterizo como Bellaguarda, sino que constituía una de las defensas adelantadas de la capital del condado del Rosellón. Allí se repitieron los gritos de guerra y el entrechocar de lanzas de los almogávares, que en esta ocasión fueron acompañados por los aullidos de algunos centenares de soldados deseosos de entrar en combate. La fortaleza no cayó con tanta facilidad como lo hizo Bellaguarda; la lucha en los muros fue encarnizada y el uso de arietes imprescindible para derribar sus defensas.
Los ballesteros fueron los últimos en traspasar las abiertas defensas del castillo. Aquello no tenía nada que ver con el asalto a Bellaguarda. Soldados y civiles, incluidas las mujeres y los niños, defendían la plaza con su vida. En su interior, Arnau tuvo un encarnizado combate cuerpo a cuerpo.
Dejando a un lado su ballesta, empuñó el cuchillo. Centenares de hombres peleaban a su alrededor. El silbido de una espada lo introdujo en el combate. Instintivamente, se apartó y la espada pasó rozando su costado. Con su mano libre, Arnau agarró la muñeca que manejaba la espada y clavó el puñal. Lo hizo mecánicamente, como le habían enseñado en las inacabables lecciones del oficial de Eiximèn d'Esparça. Le habían enseñado a pelear; le habían enseñado cómo se mataba, pero nadie le había enseñado cómo hundir un puñal en el abdomen de un hombre. La cota de malla de su oponente resistió la puñalada y, aunque agarrado por la muñeca, el defensor del castillo volteó la espada con violencia e hirió a Arnau en el hombro.
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