Ildefonso Falcones - La Catedral del Mar

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Siglo XIV. La ciudad de Barcelona se encuentra en su momento de mayor prosperidad; ha crecido hacia la Ribera, el humilde barrio de los pescadores, cuyos habitantes deciden construir, con el dinero de unos y el esfuerzo de otros, el mayor templo mariano jamás conocido: Santa María de la Mar.
Una construcción que es paralela a la azarosa historia de Arnau, un siervo de la tierra que huye de los abusos de su señor feudal y se refugia en Barcelona, donde se convierte en ciudadano y, con ello, en hombre libre.
El joven Arnau trabaja como palafrenero, estibador, soldado y cambista. Una vida extenuante, siempre al amparo de la catedral de la Mar, que le iba a llevar de la miseria del fugitivo a la nobleza y la riqueza. Pero con esta posición privilegiada también le llega la envidia de sus pares, que urden una sórdida conjura que pone su vida en manos de la Inquisición…
La catedral del mar es una trama en la que se entrecruzan lealtad y venganza, traición y amor, guerra y peste, en un mundo marcado por la intolerancia religiosa, la ambición material y la segregación social. Todo ello convierte a esta obra no solo en una novela absorbente, sino también en la más fascinante y ambiciosa recreación de las luces y sombras de la época feudal.

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– Seguro. La vieja está empeñada en tu soldado. No puedes imaginar cómo le brillaban los ojos. Los dos rieron.

– ¿Adonde debo llevártelo?

Francesca escogió para la ocasión un pequeño mesón en las afueras de Figueras.

– No hagas preguntas y obedece -le dijo el oficial a Arnau- hay alguien que quiere verte.

Los dos oficiales lo acompañaron hasta el mesón y, una vez allí, hasta la mísera habitación en la que ya esperaba Francesca. Cuando Arnau entró, cerraron la puerta y la atrancaron por fuera. Arnau se volvió e intentó abrirla; luego, golpeó la puerta.

– ¿Qué sucede? -gritó-. ¿Qué significa esto?

Le respondieron las carcajadas de los oficiales.

Arnau las escuchó durante unos segundos. ¿Qué significaba aquello? De repente notó que no estaba solo y se volvió. Francesca, en pie, lo observaba apoyada en la ventana, tenuemente iluminada por la luz de una vela que colgaba de una de las paredes; pese a la penumbra, su vestido verde brillaba. ¡Una prostituta! Cuántas historias de mujeres había escuchado al calor de las fogatas del campamento, cuántos se jactaban de haber gastado sus dineros con una muchacha, siempre mejor, más bella y más voluptuosa que la del anterior. Entonces Arnau callaba y bajaba la mirada; ¡él había llegado allí huyendo de dos mujeres! Quizá…, quizá aquella jugarreta fuera consecuencia de su silencio, de su aparente falta de interés por las mujeres… ¿Cuántas veces le habían lanzado puyas ante su mutismo?

– ¿Qué broma es ésta? -le preguntó a Francesca-. ¿Qué pretendes de mí?

Todavía no lo veía. La vela no iluminaba lo suficiente, pero su voz…, su voz ya era la de un hombre, y era grande y alto, como le había dicho la muchacha. Notó que las rodillas le temblaban y las piernas le flaqueaban. ¡Su hijo!

Francesca tuvo que carraspear antes de hablar.

– Tranquilízate. No quiero nada que pueda comprometer tu honor. En cualquier caso -añadió-, estamos solos; ¿qué iba a poder hacer yo, una mujer débil, contra un hombre joven y fuerte como tú?

– Entonces, ¿por qué ríen los de fuera? -preguntó Arnau todavía desde la puerta.

– Deja que rían si lo desean. La mente del hombre es retorcida, y por lo general le gusta creer siempre lo peor. Quizá si les hubiera dicho la verdad, si les hubiera contado las razones de mi insistencia por verte, no se hubieran mostrado tan dispuestos como lo han estado cuando la imaginación ha avivado su lujuria.

– ¿Qué iban a pensar de una prostituta y un hombre encerrados en la habitación de un mesón? ¿Qué cabe esperar de una prostituta?

Su tono fue duro, hiriente. Francesca logró reponerse.

– También somos personas -dijo levantando la voz-. San Agustín escribió que sería Dios quien juzgaría a las meretrices.

– ¿No me habrás hecho venir hasta aquí para hablar de Dios?

– No. -Francesca se acercó a él; tenía que verle el rostro-. Te he hecho venir para hablarte de tu esposa.

Arnau titubeó. Era guapo de veras.

– ¿Qué ocurre? ¿Cómo es posible…?

– Está embarazada.

– ¿Maria?

– Aledis…-corrigió Francesca sin pensar, pero ¿había dicho

Maria?

– ¿Aledis?

Francesca vio que el joven se estremecía. ¿Qué significaba aquello?

– ¿Qué hacéis hablando tanto? -se oyó que gritaban tras la puerta, entre fuertes golpes y carcajadas-. ¿Qué pasa, patrona?, ¿es demasiado hombre para ti?

Arnau y Francesca se miraron. Ella le hizo una señal para que se apartara de la puerta y Arnau obedeció. Los dos bajaron la voz.

– ¿Has dicho Maria? -preguntó Francesca cuando ya estaban junto a la ventana, en el extremo opuesto.

– Sí. Mi esposa se llama Maria.

– ¿Y quién es Aledis, pues? Ella me ha dicho… Arnau negó con la cabeza. ¿Era tristeza lo que apareció en sus ojos?, se preguntó Francesca. Arnau había perdido la compostura, sus brazos caían a los costados y el cuello, antes altanero, parecía incapaz de soportar el peso de la cabeza. Sin embargo, no contestó. Francesca sintió una punzada en lo más profundo de su ser.

– ¿Qué sucede, hijo?

– ¿Quién es Aledis? -insistió.

Arnau volvió a negar con la cabeza. Lo había dejado todo. A Maria, su trabajo, la Virgen…y, ahora, ¡estaba allí!, ¡embarazada»

Todo el mundo se enteraría. ¿Cómo podría volver a Barcelona, a su trabajo, a su casa?

Francesca desvió la mirada hacia la ventana. Fuera estaba oscuro. ¿Qué era aquel dolor que la oprimía? Había visto a hombres arrastrándose, a mujeres desahuciadas; había presenciado la muerte y la miseria, la enfermedad y la agonía, pero nunca hasta entonces se había sentido así.

– No creo que diga la verdad -afirmó, con la garganta atenazada, sin dejar de mirar por la ventana. Notó cómo Arnau se movía junto a ella.

– ¿Qué quieres decir?

– Que creo que no está embarazada, que miente.

– ¡Qué más da! -se oyó decir a sí mismo Arnau.

Estaba allí, eso era suficiente. Lo seguía, volvería a acosarlo. De nada había servido todo cuanto había hecho.

– Yo podría ayudarte.

– ¿Por qué ibas a hacerlo?

Francesca se volvió hacia él. Casi se rozaban. Podía tocarlo. Podía olerlo. ¡Porque eres mi hijo!, podía decirle, sería el momento, pero ¿qué debía de haberle contado Bernat de ella? ¿De qué serviría que aquel muchacho supiese que su madre era una mujer pública? Francesca alargó una mano temblorosa. Arnau no se movió. ¿De qué serviría? Detuvo el gesto. Habían pasado más de veinte años y ella no era más que una prostituta.

– Porque ella me engañó a mí -le contestó-. Le di de comer, la vestí y la acogí. No me gusta que me engañen. Pareces buena persona y creo que también a ti está intentando engañarte.

Arnau la miró directamente a los ojos. ¿Qué más daba ya? Libre de su marido y lejos de Barcelona, Aledis lo contaría todo, y además aquella mujer… ¿Qué había en ella que le resultaba tranquilizador?

Arnau bajó la cabeza y empezó a hablar.

29

El rey Pedro III el Ceremonioso llevaba ya seis días en Figueras cuando el 28 de julio de 1343 ordenó levantar el campamento e iniciar la marcha hacia el Rosellón. -Tendrás que esperar -le dijo Francesca a Aledis mientras las muchachas desmontaban la tienda para seguir al ejército-. Cuando el rey ordena la marcha, los soldados no pueden abandonar las filas. Quizá en el próximo campamento… Aledis la interrogó con la mirada.

– Ya le he mandado recado -añadió Francesca sin darle importancia-. ¿Vienes con nosotras? Aledis asintió.

– Pues ayuda -le ordenó Francesca.

Mil doscientos hombres a caballo y más de cuatro mil a pie, armados para la guerra y con provisiones para ocho días, se pusieron en movimiento en dirección a La Junquera, a poco más de media jornada de Figueras.Tras el ejército, una multitud de carros, mulos y todo tipo de personas. Una vez en La Junquera, el rey ordenó acampar otra vez; un nuevo mensajero del Papa, un fraile agustino, traía otra carta de Jaime III. Cuando Pedro III conquistó Mallorca, el rey Jaime acudió al Papa en busca de ayuda; frailes, obispos y cardenales mediaron infructuosamente ante el Ceremonioso.

Como ocurrió con los anteriores, el rey no hizo caso al nuevo enviado papal. El ejército hizo noche en La Junquera. ¿Era el momento?, pensó Francesca mientras observaba cómo Aledis ayudaba a las demás muchachas con la comida. No, concluyó. Cuanto más lejos estuvieran de Barcelona, de la antigua vida de Aledis, más oportunidades tendría Francesca. «Tenemos que esperar», le contestó cuando la muchacha le preguntó por Arnau.

A la mañana siguiente el rey levantó el campamento de nuevo.

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