Ildefonso Falcones - La Catedral del Mar

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Siglo XIV. La ciudad de Barcelona se encuentra en su momento de mayor prosperidad; ha crecido hacia la Ribera, el humilde barrio de los pescadores, cuyos habitantes deciden construir, con el dinero de unos y el esfuerzo de otros, el mayor templo mariano jamás conocido: Santa María de la Mar.
Una construcción que es paralela a la azarosa historia de Arnau, un siervo de la tierra que huye de los abusos de su señor feudal y se refugia en Barcelona, donde se convierte en ciudadano y, con ello, en hombre libre.
El joven Arnau trabaja como palafrenero, estibador, soldado y cambista. Una vida extenuante, siempre al amparo de la catedral de la Mar, que le iba a llevar de la miseria del fugitivo a la nobleza y la riqueza. Pero con esta posición privilegiada también le llega la envidia de sus pares, que urden una sórdida conjura que pone su vida en manos de la Inquisición…
La catedral del mar es una trama en la que se entrecruzan lealtad y venganza, traición y amor, guerra y peste, en un mundo marcado por la intolerancia religiosa, la ambición material y la segregación social. Todo ello convierte a esta obra no solo en una novela absorbente, sino también en la más fascinante y ambiciosa recreación de las luces y sombras de la época feudal.

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– ¡A Panissars! ¡En orden de batalla! En cuatro grupos dispuestos para el combate.

La orden corrió por las filas del ejército. Arnau la oyó junto a la guardia personal de Eiximèn d'Esparça, presta a marchar. ¡A Panissars! Algunos lo gritaban, otros apenas lo susurraban, pero todos lo hacían con orgullo y respeto. ¡El desfiladero de Panissars!, el paso por los Pirineos desde tierras catalanas hacia las del Ro-sellón. A sólo media legua de La Junquera, aquella noche en todas las hogueras podían escucharse las hazañas de Panissars.

Fueron ellos, los catalanes, sus padres, sus abuelos, quienes vencieron a los franceses. ¡Sólo ellos!, los catalanes. Años atrás, el rey Pedro el Grande fue excomulgado por el Papa por haber conquistado Sicilia sin su consentimiento. Los franceses, bajo el mando del rey Felipe el Atrevido, declararon la guerra al hereje, ¡en nombre de la cristiandad!, y con la ayuda de algunos traidores, cruzaron los Pirineos por el paso de la Maçana.

Pedro el Grande tuvo que batirse en retirada, y los nobles y caballeros de Aragón abandonaron al rey y partieron con sus ejércitos hacia sus tierras.

– ¡Sólo quedábamos nosotros! -dijo alguien en la noche, acallando incluso el chisporroteo del fuego.

– ¡Y Roger de Llúria! -saltó otro.

El rey, mermados sus ejércitos, tuvo que dejar que los franceses invadiesen Cataluña en espera de que llegasen refuerzos desde Sicilia, de la mano del almirante Roger de Llúria. Pedro el Grande ordenó al vizconde Ramon Folch de Cardona, defensor de Gerona, que resistiese el asedio de los franceses hasta que Roger de Llúria llegase a Cataluña. El vizconde de Cardona así lo hizo y defendió épicamente la ciudad hasta que su monarca le permitió rendirla al invasor.

Roger de Llúria llegó y derrotó a la armada francesa; mientras, en tierra, el ejército francés se vio asolado por una epidemia.

– Profanaron el sepulcro de Sant Narcís cuando tomaron Gerona -intervino alguien.

Millones de moscas salieron del sepulcro del santo, al decir de los viejos del lugar, cuando los franceses lo profanaron. Aquellos insectos propagaron la epidemia entre las filas francesas. Derrotados por mar, enfermos en tierra, el rey Felipe el Atrevido solicitó una tregua para retirarse sin que hubiera una matanza.

Pedro el Grande se la concedió, pero, les advirtió, sólo en su nombre y en el de sus nobles y caballeros.

Arnau oyó los gritos de los almogávares que entraban en Panis-sars. Protegiéndose los ojos, miró hacia arriba, a las montañas que rodeaban el paso y en las que reverberaban los gritos de los mercenarios. Allí, junto a Roger de Llúria, observados desde la cima por Pedro el Grande y sus nobles, los mercenarios acabaron con el ejército francés tras dar muerte a millares de hombres. Al día siguiente, en Perpiñán, falleció Felipe el Atrevido y terminó la cruzada contra Cataluña.

Los almogávares siguieron gritando a lo largo de todo el desfiladero, desafiando a un enemigo que no apareció; quizá recordaban lo que les habían contado sus padres o sus abuelos sobre lo ocurrido allí mismo hacía cincuenta años.

Aquellos hombres desharrapados, que cuando no guerreaban como mercenarios vivían en los bosques y en las montañas dedicándose a saquear y devastar las tierras sarracenas, haciendo caso omiso de cualquier tratado que hubieran pactado los reyes cristianos de la península con los cabecillas moros, andaban a su aire. Arnau lo comprobó en el camino de Figueras a La Junquera y ahora lo veía de nuevo: de los cuatro grupos en los que el rey había dividido el ejército, los tres restantes marchaban en formación, bajo sus pendones, pero el de los almogávares lo hacía en desorden, gritando, amenazando, riendo y hasta bromeando, burlándose del enemigo que no aparecía y del que en su día lo hiciera.

– ¿No tienen jefes? -preguntó Arnau tras ver cómo los almogávares, cuando Eiximèn d'Esparça ordenó un alto, los adelantaban desordenada y despreocupadamente y seguían su camino.

– No lo parece, ¿verdad? -le contestó un veterano, firme a su lado, como todos los componentes de la guardia personal del escudero real.

– No. No lo parece.

– Pues sí que los tienen, y que se guarden de desobedecerlos. No son jefes como los nuestros. -El veterano señaló a Eiximèn d'Esparça; después quitó un insecto imaginario de su escudilla y lo agitó en el aire. Varios soldados se sumaron a las risas de Arnau-. Ésos sí son jefes -continuó el veterano poniéndose serio de repente-; ahí no sirve ser hijo de alguien, llamarse de tal o cual o ser el protegido del conde de lo que sea. Los más importantes son los adalils . -Arnau miró hacia los almogávares, que seguían pasando por su lado-. No, no te molestes -le dijo el veterano-; no los distinguirás.Visten todos igual, pero ellos saben muy bien quiénes son. Para llegar a ser adalil se precisan cuatro virtudes: sabiduría para guiar las huestes; ser esforzado y saber exigirles el mismo esfuerzo a los hombres que uno manda; tener dotes naturales para el mando y, sobre todo, ser leal.

– Eso es lo mismo que dicen que tiene él -lo interrumpió Arnau señalando al escudero real y haciendo el mismo gesto con los dedos de su mano derecha.

– Sí, pero a ése nadie se lo ha discutido ni se lo discute. Para llegar a ser adalil de los almogávares es necesario que doce adalils más juren bajo pena de muerte que el aspirante cumple esas condiciones. No quedarían nobles en el mundo si tuviesen que jurar del mismo modo sobre sus iguales…, sobre todo tratándose de lealtad.

Los soldados que escuchaban la conversación asintieron sonriendo. Arnau volvió a mirar a los almogávares. ¿Cómo podían matar a un caballo con una simple lanza y en plena carga?

– Por debajo de los adalils -continuó explicando el veterano- están los almogatens ; tienen que ser expertos en la guerra, esforzados, ligeros y leales, y su forma de elección es la misma: doce almogatens tienen que jurar que el candidato reúne esas cualidades.

– ¿Bajo pena de muerte? -preguntó Arnau.

– Bajo pena de muerte -confirmó el veterano. Lo que no podía imaginar Arnau era que el desparpajo de aquellos guerreros llegara hasta el punto de desobedecer al rey. Pedro III ordenó que, una vez cruzado el desfiladero de Panissars, el ejército se dirigiera hacia la capital del Rosellón: Perpiñán; sin embargo, cuando las tropas lo hubieron cruzado, los almogávares se separaron de ellas en dirección al castillo de Bellaguarda, erigido en la cima de un pico del mismo nombre, situado sobre el desfiladero de Panissars.

Arnau y los soldados del escudero real vieron cómo se marchaban, ascendiendo a la cima del Bellaguarda. Seguían gritando, como habían hecho a lo largo de todo el paso. Eiximèn d'Esparça se volvió hacia donde se encontraba el rey, que también los miraba.

Pero Pedro III no hizo nada. ¿Cómo detener a aquellos mercenarios? Volvió grupas y continuó su camino hacia Perpiñán. Aquélla fue la señal para Eiximèn d'Esparça: el rey admitía el asalto de Bellaguarda, pero era él quien pagaba a los almogávares; si había algún botín tenía que estar allí. Así, mientras el grueso del ejército continuaba en formación, Eiximèn d'Esparça y sus hombres iniciaron el ascenso de Bellaguarda, tras los almogávares.

Los catalanes sitiaron el castillo y durante el resto del día y la noche entera, los mercenarios se turnaron en la tala de árboles para construir máquinas de asedio: escalas de asalto y un gran ariete montado sobre ruedas, que oscilaba mediante unas cuerdas que colgaban de un tronco superior, cubierto de pieles para proteger a los hombres que lo manejarían.

Arnau estuvo haciendo guardia frente a los muros de Bellaguarda. ¿Cómo se asaltaba un castillo? Ellos tendrían que ir a pecho descubierto, hacia arriba, mientras que los defensores se limitarían a dispararles, refugiados tras las almenas. Allí estaban.Veía cómo se asomaban y los miraban. En algún momento le pareció J que alguno lo observaba a él directamente. Parecían tranquilos», mientras que él temblaba al notar la atención de aquellos asediados.

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