Ildefonso Falcones - La Catedral del Mar

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Siglo XIV. La ciudad de Barcelona se encuentra en su momento de mayor prosperidad; ha crecido hacia la Ribera, el humilde barrio de los pescadores, cuyos habitantes deciden construir, con el dinero de unos y el esfuerzo de otros, el mayor templo mariano jamás conocido: Santa María de la Mar.
Una construcción que es paralela a la azarosa historia de Arnau, un siervo de la tierra que huye de los abusos de su señor feudal y se refugia en Barcelona, donde se convierte en ciudadano y, con ello, en hombre libre.
El joven Arnau trabaja como palafrenero, estibador, soldado y cambista. Una vida extenuante, siempre al amparo de la catedral de la Mar, que le iba a llevar de la miseria del fugitivo a la nobleza y la riqueza. Pero con esta posición privilegiada también le llega la envidia de sus pares, que urden una sórdida conjura que pone su vida en manos de la Inquisición…
La catedral del mar es una trama en la que se entrecruzan lealtad y venganza, traición y amor, guerra y peste, en un mundo marcado por la intolerancia religiosa, la ambición material y la segregación social. Todo ello convierte a esta obra no solo en una novela absorbente, sino también en la más fascinante y ambiciosa recreación de las luces y sombras de la época feudal.

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Esa noche los dos muchachos, con la culpa en la garganta, oyeron los gritos que Eulàlia lanzaba mientras Gastó, a palos, intentaba obtener de ella una confesión imposible.

Lo probaron en dos ocasiones más, pero ni siquiera pudieron empezar a explicarse. Al cabo de unas semanas, descorazonados, le contaron su problema al padre Albert, quien, sonriendo, se comprometió a hablar con Gastó.

– Lo siento, Arnau -le anunció pasada una semana el padre Albert. Había citado a Arnau y a Joan en la playa-. Gastó Segura no aprueba tu matrimonio con su hija.

– ¿Por qué? -preguntó Joan-. Arnau es una buena persona.

– ¿Pretendéis que case a mi hija con un esclavo de la Ribera? -le contestó el curtidor-; un esclavo que no gana lo suficiente para alquilar una habitación.

El padre trató de convencerlo:

– En la Ribera ya no trabaja ningún esclavo; eso era antes. Bien sabes que está prohibido que los esclavos trabajen en…

– Un trabajo de esclavos.

– Eso era antes -insistió el cura-. Además -añadió-, he conseguido una buena dote para tu hija. -Gastó Segura, que ya daba por terminada la conversación, se volvió de repente hacia el sacerdote-. Con ella podrían comprar una casa…

Gastó lo interrumpió de nuevo:

– ¡Mi hija no necesita la caridad de los ricos! Guardad vuestros oficios para otros.

Tras escuchar las palabras del padre Albert, Arnau miró hacia el mar; el reflejo de la luna rielaba desde el horizonte hasta la orilla y se perdía en la espuma de las olas que rompían en la playa.

El padre Albert dejó que el rumor de las olas los envolviese. ¿Y si Arnau le preguntaba sobre las razones? ¿Qué le diría entonces?

– ¿Por qué? -balbuceó Arnau sin dejar de mirar el horizonte.

– Gastó Segura es…, es un hombre extraño.

– ¡No podía entristecer aún más al muchacho!-. ¡Pretende un noble para su hija! ¿Cómo puede un oficial curtidor pretender tal cosa?

Un noble. ¿Se lo habría creído el chico? Nadie podía sentirse menospreciado ante la nobleza. Hasta el rumor de las olas, constante, paciente, parecía esperar la respuesta de Arnau.

Un sollozo retumbó en la playa.

El sacerdote pasó un brazo por encima del hombro de Arnau y notó las convulsiones del muchacho. Después hizo lo mismo con Joan y los tres permanecieron frente al mar.

– Encontrarás una buena mujer -le dijo el cura al cabo de un rato.

«No como ella», pensó Arnau.

TERCERA PARTE SIERVOS DE LA PASIÓN

21

Segundo domingo de julio de 1339

Iglesia de Santa María de la Mar

Barcelona

Habían transcurrido cuatro años desde que Gastó Segura se negó a conceder la mano de su hija a Arnau el bastaix . Al cabo de pocos meses, Aledis fue dada en matrimonio a un viejo maestro curtidor viudo que aceptó con lascivia la falta de dote de la muchacha. Hasta que la entregaron a su esposo, Aledis estuvo siempre acompañada de su madre.

Por su parte, Arnau se había convertido en un hombre de dieciocho años, alto, fuerte y apuesto. Durante esos cuatro años vivió por y para la cofradía, la iglesia de Santa María de la Mar y su hermano Joan -acarreaba mercaderías y piedras como el que más, cumplía con la caja de los bastaixos y participaba con devoción en los actos religiosos-, pero no estaba casado, y los prohombres veían con preocupación el estado de soltería de un joven como él: si caía en la tentación de la carne tendrían que expulsarlo, y qué fácil era que un muchacho de dieciocho años cometiese aquel pecado.

Sin embargo, Arnau no quería oír hablar de mujeres. Cuando el cura le dijo que Gastó no quería saber nada de él, Arnau recordó, mirando el mar, a las mujeres que habían pasado por su vida: ni siquiera había llegado a conocer a su madre; Guiamona lo acogió con cariño pero después se lo negó; Habiba desapareció con sangre y dolor -muchas noches todavía soñaba con el látigo de Grau restallando sobre su cuerpo desnudo-; Estranya lo trató como a un esclavo; Margarida se burló de él en el momento más humillante de su existencia, y Aledis, ¿qué decir de Aledis? Junto a ella había descubierto al hombre que llevaba dentro, pero luego lo había abandonado.

– Tengo que cuidar de mi hermano -les contestaba a los prohombres cada vez que salía a colación el problema-. Sabéis que está entregado a la Iglesia, dedicado a servir a Dios -añadía mientras ellos pensaban en sus palabras-, ¿qué mejor propósito que ése?

Entonces los prohombres callaban.

Así vivió Arnau esos cuatro años: tranquilo, pendiente de su trabajo, de la iglesia de Santa María y, sobre todo, de Joan.

Aquel segundo domingo de julio del año 1339 era una fecha trascendental para Barcelona. En enero de 1336 había fallecido en la ciudad condal el rey Alfonso el Benigno y tras la pascua de ese mismo año, fue coronado en Zaragoza su hijo Pedro, quien reinaba bajo el título de Pedro III de Cataluña, IV de Aragón y II de Valencia.

Durante casi cuatro años, desde 1336 hasta 1339, el nuevo monarca no visitó Barcelona, la ciudad condal, la capital de Cataluña, y tanto la nobleza como los comerciantes veían con preocupación aquella desidia por rendir homenaje a la más importante de las ciudades del reino. La animadversión del nuevo monarca hacia la nobleza catalana era bien conocida por todos: Pedro III era hijo de la primera mujer del fallecido Alfonso, Teresa de Entenza, condesa de Urgel y vizcondesa de Ager. Teresa falleció antes de que su marido fuera coronado rey y Alfonso contrajo segundas nupcias con Leonor de Castilla, mujer ambiciosa y cruel de la que había tenido dos hijos.

El rey Alfonso, conquistador de Cerdeña, era no obstante débil de carácter e influenciable, y la reina Leonor pronto consiguió para sus hijos importantes concesiones de tierras y títulos. Su siguiente propósito fue la implacable persecución de sus hijastros, los hijos de Teresa de Entenza, herederos del trono de su padre. Durante los ocho años de reinado de Alfonso el Benigno y a ciencia y paciencia de éste y de su corte catalana, Leonor se dedicó a atacar al infante Pedro, entonces un niño, y a su hermano Jaime, conde de Urgel. Tan sólo dos nobles catalanes, Ot de Monteada, padrino de Pedro, y Vidal de Vilanova, comendador de Montalbán, apoyaron la causa de los hijos de Teresa de Entenza y aconsejaron al rey Alfonso y a los propios infantes que escaparan a fin de no ser envenenados. Los infantes Pedro y Jaime así lo hicieron y se escondieron en las montañas de Jaca, en Aragón; después consiguieron el apoyo de la nobleza aragonesa y refugio en la ciudad de Zaragoza, bajo la protección del arzobispo Pedro de Luna.

Por eso la coronación de Pedro rompió con una tradición que se mantenía desde que se unieron el reino de Aragón y el principado de Cataluña. Si el cetro de Aragón se entregaba en Zaragoza, el principado de Cataluña, que correspondía al rey en su calidad de conde de Barcelona, debía ser entregado en tierras catalanas. Hasta la entronación de Pedro III, los monarcas juraban previamente en Barcelona para después ser coronados en Zaragoza. Porque si el rey recibía la corona por el simple hecho de ser el monarca de Aragón, como conde de Barcelona sólo recibía el principado si juraba lealtad a los fueros y constituciones de Cataluña y hasta entonces el juramento de los fueros se consideraba un trámite previo a cualquier entronación.

El conde de Barcelona, príncipe de Cataluña, era tan sólo un primus inter pares para la nobleza catalana y así lo demostraba el juramento de homenaje que recibía: «Nosotros, que somos tan buenos como vos, juramos a vuestra merced, que no es mejor que nosotros, aceptaros como rey y señor soberano, siempre que respetéis todas nuestras libertades y leyes; si no, no». De ahí que, cuando Pedro III iba a ser coronado rey, la nobleza catalana se dirigiera a Zaragoza para exigirle que primero jurase en Barcelona como habían hecho sus antepasados. El rey se negó y los catalanes abandonaron la coronación. Sin embargo, el rey tenía que recibir el juramento de fidelidad de los catalanes y, a despecho de las protestas de la nobleza y las autoridades de Barcelona, Pedro el Ceremonioso decidió hacerlo en la ciudad de Lérida, donde en junio de 1336, tras jurar los Usatges y fueros catalanes, recibió el homenaje.

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