Ildefonso Falcones - La Catedral del Mar

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Siglo XIV. La ciudad de Barcelona se encuentra en su momento de mayor prosperidad; ha crecido hacia la Ribera, el humilde barrio de los pescadores, cuyos habitantes deciden construir, con el dinero de unos y el esfuerzo de otros, el mayor templo mariano jamás conocido: Santa María de la Mar.
Una construcción que es paralela a la azarosa historia de Arnau, un siervo de la tierra que huye de los abusos de su señor feudal y se refugia en Barcelona, donde se convierte en ciudadano y, con ello, en hombre libre.
El joven Arnau trabaja como palafrenero, estibador, soldado y cambista. Una vida extenuante, siempre al amparo de la catedral de la Mar, que le iba a llevar de la miseria del fugitivo a la nobleza y la riqueza. Pero con esta posición privilegiada también le llega la envidia de sus pares, que urden una sórdida conjura que pone su vida en manos de la Inquisición…
La catedral del mar es una trama en la que se entrecruzan lealtad y venganza, traición y amor, guerra y peste, en un mundo marcado por la intolerancia religiosa, la ambición material y la segregación social. Todo ello convierte a esta obra no solo en una novela absorbente, sino también en la más fascinante y ambiciosa recreación de las luces y sombras de la época feudal.

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Arnau se sintió tremendamente confuso.

– Entonces, ¿qué hay que hacer? Si todas las mujeres son malas…

– Primero hay que casarse con ellas -lo interrumpió Joan- y, una vez contraído matrimonio, actuar como nos enseña la Iglesia.

Casarse, casarse… La posibilidad jamás había pasado por su cabeza, pero… si ésa era la única solución…

– ¿Y qué hay que hacer una vez casados? -inquirió con voz trémula ante la hipótesis de verse junto a Aledis de por vida.

Joan recuperó el hilo de la explicación que le habían proporcionado sus profesores catedralicios:

– Un buen marido debe procurar controlar la malicia natural de su esposa según algunos principios: el primero de ellos es que la mujer se halla bajo el dominio del hombre, sometida a él: « Sub potestate viri eris », reza el Génesis. El segundo, del Eclesiastès: « Mulier si primatum haber … -Joan se atrancó-. Mulier si primatum habuerit, contraria est viro suo », que significa que si la mujer tiene primacía en la casa, será contraria a su marido. Otro principio es el que aparece en los Proverbios: « Qui delicate nutrit servum suum, inveniet contumacem », que quiere decir que quien trata delicadamente a aquellos que deben servirlo, entre quienes se encuentra la mujer, encontrará rebelión allí donde debería encontrar humildad, sumisión y obediencia.Y si pese a todo, la malicia sigue haciendo acto de presencia en su mujer, el marido debe castigarla con la vergüenza y el miedo; corregirla al comienzo, cuando es joven, sin esperar a que envejezca.

Arnau escuchó en silencio las palabras de su hermano. -Joan -le dijo cuando terminó-, ¿crees que podría casarme con Aledis?

– ¡Claro que sí! Pero deberías esperar un poco hasta que prosperes en la cofradía y puedas mantenerla. De todas formas sería conveniente que hablases con su padre antes de que convenga su matrimonio con otra persona, porque entonces no podrías hacer nada.

La imagen de Gastó Segura con sus escasos dientes, todos ellos negros, apareció ante Arnau como una barrera infranqueable. Joan imaginó cuáles eran los temores de su hermano. -Debes hacerlo -insistió. -¿Me ayudarías?

– ¡Por supuesto!

Durante unos instantes el silencio volvió a reinar entre los dos jergones de paja que rodeaban la chimenea de casa de Pere. -Joan -llamó Arnau rompiéndolo.

– Dime.

– Gracias.

«Lo habíamos hecho más malo.»

– No hay de qué -contestó.

Los dos hermanos intentaron dormir, pero no lo consiguieron. Arnau, entusiasmado con la idea de casarse con su deseada Aledis; Joan perdido en los recuerdos, recordando a su madre. ¿Tendría razón Ponç el calderero? La malicia es natural en la mujer. La mujer debe estar sometida al hombre. El hombre debe castigar a la mujer. ¿Tendría razón el calderero? ¿Cómo podía él respetar el recuerdo de su madre y dar tales consejos? Joan recordó la mano de su madre saliendo por la pequeña ventana de su prisión y acariciándole la cabeza. Recordó el odio que había sentido, y sentía, hacia Ponç… Pero ¿tuvo razón el calderero?

Durante los días siguientes ninguno de los dos se atrevió a dirigirse al malhumorado Gastó, un hombre a quien la estancia como inqui-lino en la casa de Pere no hacía más que recordarle su infortunio, que le había llevado a perder su vivienda. El agrio carácter del curtidor empeoraba cuando se encontraba en la casa, que era precisamente cuando los dos hermanos tenían oportunidad de plantearle su propuesta, pero sus gruñidos, protestas y groserías los hacían desistir.

Mientras, Arnau seguía envuelto en la estela que Aledis dejaba tras de sí. La veía, la perseguía con los ojos y con la imaginación y no había momento del día en que sus pensamientos no estuvieran puestos en ella, salvo cuando Gastó aparecía; entonces su espíritu se encogía.

Porque por más que lo prohibiesen los sacerdotes y los cofrades, el muchacho no podía apartar los ojos de Aledis cuando ella, sabiéndose a solas con su juguete, aprovechaba cualquier tarea para ceñirse la holgada camisa descolorida. Arnau se quedaba ensimismado ante la visión: aquellos pezones, aquellos pechos, todo el cuerpo de Aledis lo llamaba. «Serás mi esposa, algún día serás mi esposa», pensaba acalorado. Trataba entonces de imaginársela desnuda y su mente viajaba por lugares prohibidos y desconocidos pues, a excepción del torturado cuerpo de Habiba, jamás había visto a una mujer en cueros.

En otras ocasiones Aledis se agachaba ante Arnau, doblándose por la cintura en lugar de hacerlo acuclillándose, para mostrarle sus nalgas y las curvas de sus caderas; aprovechaba asimismo cualquier situación propicia para levantarse la camisa por encima de las rodillas y dejar al descubierto sus muslos; se llevaba las manos a la espalda, hasta los ríñones para, simulando algún dolor inexistente, curvarse cuanto le permitía su columna vertebral y mostrar así que su vientre era plano y duro. Después, Aledis sonreía o, fingiendo descubrir de pronto la presencia de Arnau, se mostraba turbada. Cuando desaparecía, Arnau debía luchar por alejar aquellas imágenes de su memoria.

Los días en que vivía tales experiencias, Arnau intentaba a toda costa encontrar el momento oportuno para hablar con Gastó.

– ¡Qué diantre hacéis ahí parados! -les soltó en una ocasión, cuando ambos muchachos se plantaron frente a él con la ingenua intención de pedir a su hija en matrimonio.

La sonrisa con la que Joan había intentado acudir a Gastó desapareció tan pronto como el curtidor pasó entre los dos, empujándolos sin contemplaciones.

– Ve tú -le dijo en otra ocasión Arnau a su hermano. Gastó estaba solo en la mesa de la planta baja. Joan se sentó frente a él, carraspeó y, cuando iba a hablar, el curtidor levantó la mirada de la pieza que estaba examinando. -Gastó… -dijo Joan.

– ¡Lo desollaré vivo! ¡Le arrancaré los cojones! -espetó el curtidor escupiendo saliva a través de los huecos que se abrían entre sus negros dientes-. ¡Simoooó! -Joan dirigió a Arnau, escondido en una esquina de la habitación, un gesto de impotencia. Mientras, Simó había acudido al grito de su padre-. ¿Cómo puedes haber hecho esta costura? -le gritó Gastó plantándole la pieza de cuero en las narices.

Joan se levantó de la silla y se retiró de la discusión familiar.

Pero no cedieron.

– Gastó -volvió a insistir Joan en otra ocasión en que, tras la cena y aparentemente de buen humor, el curtidor salió a dar un paseo por la playa y ambos se lanzaron en su persecución.

– ¿Qué quieres? -le preguntó sin dejar de andar.

«Por lo menos nos deja hablar», pensaron los dos.

– Quería… hablarte de Aledis…

Al oír el nombre de su hija, Gastó se paró en seco y se acercó a Joan, tanto que su fétido aliento sacudió al muchacho como un fogonazo.

– ¿Qué ha hecho? -Gastó respetaba a Joan; lo tenía por un joven serio. La mención de Aledis y su innata desconfianza le hacían creer que quería acusarla de algo y el curtidor no podía permitirse la menor mácula en su joya.

– Nada -le dijo Joan.

– ¿Cómo que nada? -continuó Gastó atropelladamente, sin apartarse un milímetro de Joan-. Entonces, ¿para qué quieres hablarme de Aledis? Dime la verdad, ¿qué ha hecho?

– Nada, no ha hecho nada, de verdad.

– ¿Nada? Y tú -dijo volviéndose hacia Arnau para tranquilidad de su hermano-, ¿qué tienes que decir?, ¿qué sabes de Aledis?

– Yo…, nada… -El titubeo de Arnau azuzó las obsesivas sospechas de Gastó.

– ¡ Cuéntamelo!

– No hay nada…, no…

– ¡Eulàlia! -Gastó no esperó más y gritando como un energúmeno el nombre de su mujer, volvió a casa de Pere.

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